Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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francés atractivo, de rostro serio y aristocrático, capaz de sonreír, irónico, y de cuyas ágiles manos brotaban maravillas, fuera de los papeles del Gobierno, en sus propios álbunes colmados de croquis de escenas, personajes, flores y proas. Se casaron, no obstante el quebranto de Peirre Benoit, y la prueba de que, por suerte, su impotencia no había atacado importantes zonas físicas, eran sus dos hijos, la mayor de los cuales, Petrona, vio la luz un año después del matrimonio. Compartían los esposos la calma hogareña, y el diseñador no se quejaba de su destino. Había conservado el puesto; más aún, lo habían promovido a Director de Dibujo, y trabajaba sin salir de su casa. Hábilmente impulsó la silla de ruedas, y con Montravel a la zaga, entró en la habitación próxima. El gordo gato gris saltó sobre sus rodillas, y lo acompañó en el recorrido. Benoit le acarició el lomo: —¡Balzac! —lo reconvino—. ¡Pórtese bien! Se sorprendió el capitán de «L'Astrolabe»: —¿Balzac? ¿Como el novelista? Aguzó la burla el amo del felino: —Sí, pero no son parientes. —¿Tan poco le gusta a usted el gran escritor? —Al contrario; me asombra. Es un homenaje. Me fascinan los dos Balzac: el novelista Honoré, y mi gato. Verdaderamente, no lograría decir a cuál de los dos quiero más. Estaban en un aposento cuadrado y claro, sin duda un taller, parte del cual ocupaban tres largas mesas. Las cubrían los gráficos prolijos de plantas arquitectónicas, y las sueltas hojas con apuntes y operaciones matemáticas, pero asimismo se amontonaban en ellas los objetos a medio componer y fabricar —varios desarmados relojes, una cerradura, un manojo de llaves, un compás, algunas sortijas y hasta una abollada lámpara de bronce—, los cuales evidenciaban que la destreza manual del caballero se ejercía en muy diversos campos. Pese a que fuera de Doña Mercedes, que por otra parte no los había seguido, no había nadie en la cercanía, ya que las negras bajaron al patio, Benoit apagó la voz para susurrar: —Don Juan Manuel de Rosas, el omnipotente, me deja tranquilo. No lo he visto nunca. Sin embargo, debo cuidarme de él, porque es un extraordinario simulador. —¿Son ciertos —inquirió Montravel— los horrores que en Europa se cuentan del tirano? —Lo son. Tendrá ocasión de apreciarlo, si no zarpa en seguida. Aquí, el asesinato es moneda corriente. No hay noche en que no se oiga, en la calle, el galope y la gritería de sus esbirros. Los que se arriesgan y lo consiguen, huyen a Montevideo, y allá pelean junto a los unitarios, contra los sitiadores. Mercedes sale apenas, al amanecer, para ir a misa, y las pardas son de confianza... aunque jamás se sabe... la delación cunde... y Rosas detesta a los franceses... Como notará, en casa no usamos la divisa roja, infamante, de la Santa Federación resista, pero Mercedes no tiene más remedio, en cuanto pisa la salle, que ponérsela. Conocemos a señoras del barrio a quienes se las han pegado con brea, en los cabellos. Suspiró, y sus ojos vagaron por las paredes, donde colgaban dos acuarelas de veleros, una del puerto de Calais, y tres retratos ovales de mujeres. Monsieur de Montravel se interesó por esas obras de su compatriota, y se arrimó a examinarlas. Alabó la perfección técnica de los barcos y luego, refiriéndose a las efigies, intrigado, preguntó: —¿Quiénes son las modelos? El autor vaciló un instante: —La Reina María Antonieta, en la cárcel del Temple; su cuñada Madame Elisabeth, hermana de Luis XVI; y su hija, la Duquesa de Angulema. —Ignoraba que usted fuese monárquico. —No sé qué soy... ¡Balzac! ¡Balzac! ¡Venga aquí! Balzac había saltado sobre una mesa y, la cola en alto, ronroneando, caminaba entre los relojes, el compás y la regla graduada, sin rozarlos, con la exquisita maestría propia de su especie. Todavía se obstinó el visitante: —¿Qué lo indujo a la curiosa idea de dibujarlas? —No sé... —y de repente Pierre Benoit frunció el ceño, como si se concentrara, y se echó a reír—: Caprichos de artista. Entró Doña Mercedes, con un. frasco de vidrio cuidadosamente tapado: 222 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

francés atractivo, de rostro serio y aristocrático, capaz de sonreír, irónico, y de cuyas<br />

ágiles manos brotaban maravillas, fuera de los papeles del Gobierno, en sus propios<br />

álbunes colmados de croquis de escenas, personajes, flores y proas. Se casaron, no<br />

obstante el quebranto de Peirre Benoit, y la prueba de que, por suerte, su impotencia no<br />

había atacado importantes zonas físicas, eran sus dos hijos, la mayor de los cuales,<br />

Petrona, vio la luz un año después del matrimonio. Compartían los esposos la calma<br />

hogareña, y el diseñador no se quejaba de su destino. Había conservado el puesto; más<br />

aún, lo habían promovido a Director de Dibujo, y trabajaba sin salir de su casa.<br />

Hábilmente impulsó la silla de ruedas, y con Montravel a la zaga, entró en la habitación<br />

próxima. <strong>El</strong> gordo gato gris saltó sobre sus rodillas, y lo acompañó en el recorrido. Benoit<br />

le acarició el lomo:<br />

—¡Balzac! —lo reconvino—. ¡Pórtese bien! Se sorprendió el capitán de «L'Astrolabe»:<br />

—¿Balzac? ¿Como el novelista? Aguzó la burla el amo del felino:<br />

—Sí, pero no son parientes.<br />

—¿Tan poco le gusta a usted el gran escritor?<br />

—Al contrario; me asombra. Es un homenaje. Me fascinan los dos Balzac: el novelista<br />

Honoré, y mi gato. Verdaderamente, no lograría decir a cuál de los dos quiero más.<br />

Estaban en un aposento cuadrado y claro, sin duda un taller, parte del cual ocupaban<br />

tres largas mesas. Las cubrían los gráficos prolijos de plantas arquitectónicas, y las<br />

sueltas hojas con apuntes y operaciones matemáticas, pero asimismo se amontonaban<br />

en ellas los objetos a medio componer y fabricar —varios desarmados relojes, una<br />

cerradura, un manojo de llaves, un compás, algunas sortijas y hasta una abollada<br />

lámpara de bronce—, los cuales evidenciaban que la destreza manual del caballero se<br />

ejercía en muy diversos campos.<br />

Pese a que fuera de Doña Mercedes, que por otra parte no los había seguido, no había<br />

nadie en la cercanía, ya que las negras bajaron al patio, Benoit apagó la voz para<br />

susurrar:<br />

—Don Juan <strong>Manuel</strong> de Rosas, el omnipotente, me deja tranquilo. No lo he visto nunca.<br />

Sin embargo, debo cuidarme de él, porque es un extraordinario simulador.<br />

—¿Son ciertos —inquirió Montravel— los horrores que en Europa se cuentan del tirano?<br />

—Lo son. Tendrá ocasión de apreciarlo, si no zarpa en seguida. Aquí, el asesinato es<br />

moneda corriente. No hay noche en que no se oiga, en la calle, el galope y la gritería de<br />

sus esbirros. Los que se arriesgan y lo consiguen, huyen a Montevideo, y allá pelean<br />

junto a los unitarios, contra los sitiadores. Mercedes sale apenas, al amanecer, para ir a<br />

misa, y las pardas son de confianza... aunque jamás se sabe... la delación cunde... y<br />

Rosas detesta a los franceses... Como notará, en casa no usamos la divisa roja,<br />

infamante, de la Santa Federación resista, pero Mercedes no tiene más remedio, en<br />

cuanto pisa la salle, que ponérsela. Conocemos a señoras del barrio a quienes se las han<br />

pegado con brea, en los cabellos. Suspiró, y sus ojos vagaron por las paredes, donde<br />

colgaban dos acuarelas de veleros, una del puerto de Calais, y tres retratos ovales de<br />

mujeres. Monsieur de Montravel se interesó por esas obras de su compatriota, y se<br />

arrimó a examinarlas. Alabó la perfección técnica de los barcos y luego, refiriéndose a las<br />

efigies, intrigado, preguntó:<br />

—¿Quiénes son las modelos? <strong>El</strong> autor vaciló un instante:<br />

—La Reina María Antonieta, en la cárcel del Temple; su cuñada Madame <strong>El</strong>isabeth,<br />

hermana de Luis XVI; y su hija, la Duquesa de Angulema.<br />

—Ignoraba que usted fuese monárquico.<br />

—No sé qué soy... ¡Balzac! ¡Balzac! ¡Venga aquí!<br />

Balzac había saltado sobre una mesa y, la cola en alto, ronroneando, caminaba entre los<br />

relojes, el compás y la regla graduada, sin rozarlos, con la exquisita maestría propia de<br />

su especie.<br />

Todavía se obstinó el visitante:<br />

—¿Qué lo indujo a la curiosa idea de dibujarlas?<br />

—No sé... —y de repente Pierre Benoit frunció el ceño, como si se concentrara, y se echó<br />

a reír—: Caprichos de artista.<br />

Entró Doña Mercedes, con un. frasco de vidrio cuidadosamente tapado:<br />

222 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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