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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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—Montravel!, mon cher Montravel! —murmuró el caballero, y pronunció el idioma del<br />

otro perfectamente.<br />

—Benoit!, mon cher Pierre Benoit! —respondió el forastero, en tanto la señora<br />

obedeciendo a la hospitalaria costumbre rioplatense, se inclinaba en la balaustrada sobre<br />

el patio de las magnolias, y daba voces a las negras para que viniesen a cebar unos<br />

mates.<br />

Lograba el cielo ahora matices de rara sutileza, diluyendo la rosa con lo cárdeno y lo<br />

marfilino, e impulsando mansamente, como a la deriva, holgazanas siluetas de nubes. De<br />

súbito entendí y adopté la imagen de la ciudad oriental, que había rechazado al<br />

comienzo. En torno, simultáneamente geométricas y vaporosas, se extendían y se<br />

alejaban las chatas arquitecturas de las azoteas, que a menudo borraban sus límites<br />

apenas indicados, aquí y allá, por los parapetos y las barandillas. Insinuábanse, en varios<br />

de esos terrados, indecisos miradores, que de repente, si se refugiaba en ellos una<br />

postrera luz, se alhajaban con el exotismo brillante del azul, del rojo y del blanco, por<br />

virtud de sus vidrios policromos. En todas las azoteas había mujeres, que probablemente<br />

gozaban de la brisa del río, y que observé desde la de los Benoit, sentadas en los<br />

antepechos o acomodadas sobre cojines; se aireaban con pausados abanicos, se<br />

embozaban con mantillas y pañoletas, algunas no se habían despojado de los peinetones<br />

exorbitantes, que seguían posados sobre sus cabezas, a manera de fantásticas mariposas<br />

de calado carey. Dichas figuras adentraban en la mente la evocación de los serrallos<br />

islámicos, por la admirable beldad de las jóvenes y sus madres, que luego comprobé; por<br />

el tono general de indolencia deleitosa que doquier prevalecía; por el sahumerio que<br />

emanaba de los pebeteros y de las plantas fragantes; por la presencia de un río<br />

confundible con un desierto, en el que las blancas arboladuras se erguían como los<br />

pabellones y toldos empavesados de un jeque; y por la voz de un hombre invisible,<br />

acompañada por una vihuela, que desprevenidamente moduló su cuita, uniéndose a los<br />

aromas eróticos, para completar un cuadro de nostalgia tan innegable que, a medida que<br />

se entenebrecía la noche, los sencillos campaniles católicos se fundieron con el resto iluso<br />

y lograron la magia del añilado torreón del muecín musulmán. Se distinguía, en aquellos<br />

breves proscenios, el cadencioso moverse de las africanas, en cuyos dedos<br />

chisporroteaba un segundo la suntuosidad de los mates de plata y de oro, con bombillas<br />

de extravagantes dibujos, y el metal labrado o la esculpida madera de cocobolo de las<br />

yerberas, que circulaban de mano en mano, como el mate que subieron las negras de<br />

Doña Mercedes Leyes de Benoit, y ofrecieron, calentito, poniéndose de rodillas y<br />

sonriendo al huésped con los dientes de azúcar.<br />

Mientras recomponía, terraza a terraza, la estrambótica imagen de una exigua ciudad de<br />

Oriente, en lo más austral de América, continuaba yo atento al cambio de frases de los<br />

señores Benoit y Montravel quienes, luego de dar unas chupadas a la bombilla del mate,<br />

lo devolvían a Doña Mercedes, que a poco tornaba a entregársele. Hablaban del tiempo<br />

corrido desde que Benoit, joven y treintañero oficial de la marina napoleónica, abandonó<br />

su patria, tras el desastre de Waterloo; surcó el océano, en la goleta «La Chifonne»,<br />

comandada por Monsieur de Montravel, que de <strong>El</strong> Havre iba a Buenos Aires, dos decenios<br />

atrás, con un voluminoso cargamento, consignado al agente francés Antonio Leloir;<br />

destacaban la, ayuda que dos prohombres del nuevo país, Pueyrredón y Rivadavia, le<br />

prestaron; retomaban el tema de la salud del recién venido, que lo obligó a dejar esta<br />

otra incipiente marina, y a ingresar en el Departamento de Ingenieros y Arquitectos,<br />

pues nadie trazaba los planos ni componía los proyectos con tan caligráfica pericia; y<br />

finalmente Benoit deploraba que hiciera doce años ya que no podía concurrir al<br />

despacho, dado que el dolor que desde el comienzo le atenaceara una pierna, hizo presa<br />

también de la otra, y debió recluirse en su casa y en su cama, hasta que el sufrimiento<br />

cedió, pero le fue imposible usar sus extremidades. Y entonces había acontecido el<br />

milagro. Una joven vecina, soltera, de vieja familia del Plata, tuvo piedad del artista que<br />

gemía en su solitario lecho, a un costado, colgado de la pared, el sable que esgrimiera en<br />

el abordaje desde los navíos de Napoleón. Esa dama, esa caritativa Mercedes Leyes,<br />

diariamente insistió en socorrerlo, ayudada por su hermana; en facilitar la vida de aquel<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 221<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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