Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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incomparables, alas de ángeles, alas de hadas, mientras el Amor indagaba la ruta de su corazón, hasta que el Amor se aposentó allí, y juntos, los seres alígeros, los encendidos embajadores de la divinidad y las pequeñas criaturas que dan vida al bosque, salieron confundidos por la ventana hacia sus destinos opuestos, y recortaron fugazmente sus siluetas en el espejo de la luna redonda. —Mañana empezaré a escribir el poema de la «Anunciación» —dijo Mr. William en voz alta, y se durmió sonriendo. Compartí, punto por punto, lo que sucedía en lo hondo de su interior. También yo gocé de un éxtasis que no podía ser análogo, hacía más de tres mil años, la vez en que, desde una barca donde cantaba un muchacho ciego, la Reina Nefertari hundió en el agua del Nilo la mano en cuyo brazalete yo resplandecía; me rozó el mágico pez sensual, y desde entonces me enamoré de la Reina para siempre. ¡Cómo entendí la cuita y el regocijo de Mr. Low, mi hermano allende el tiempo! El Amor que había bogado bajo las ondas del río sacro, surcaba ahora con jaspeados élitros las penumbras de la cámara del bibliotecario de Lord Withrington, y era el mismo, el eterno Amor que hace rebosar los corazones, convirtiéndolos en copas llenas de miel y de vino que inflama; el mismo Amor... No correspondía, a la mañana siguiente, para paz del maestro, dar clase a los niños, de manera que hizo a un lado las fichas del catálogo de su biblioteca, y al otro las de los mármoles de Roma, cubriendo, con estas últimas, las páginas sobre «Los sonetos de Miltón», que para las señoras de la parroquia había comenzado a esbozar. En el encabezamiento de una hoja, trazó con su letra clara: «La Anunciación. Poema», y vigilando de hito en hito hacia las puertas ventanas, por si se le ocurría pasear tan temprano a Lady Rowena, dejó que su mirar ambulase sobre las hileras de libros delicadamente encuadernados. Sentí que, con el Amor, la inspiración había entrado en él. Sus ojos tenían el color feliz del día, y la renovada juventud besaba sus sienes y sus pómulos. En ese momento, apresurado, exaltadísimo, surgió Lord Withrington en la biblioteca: —¡Mr. Low —exclamó— debe usted partir a París en seguida! ¡En seguida! ¡Me avisan que hay en venta un libro de horas en Autun, del siglo XV, completo, con sus tapas de pergamino, sus cierres de plata dorada y sus trece miniaturas; y doce grabados de Alberto Durero, de la primera edición, entre ellos el de San Juan frente a los siete candelabros de oro, y el del combate del Dragón y San Miguel! ¡Ya, ya! ¡Inmediatamente! ¡Por favor, Mr. Low! ¡No debemos perderlos! Mr. William guardó la hoja y su ornado título; hizo un precario equipaje y, sin un minuto para despedirse de Lady Rowena, que quién sabe por dónde andaría, con sus sombrillas, sus cachemiras y su grácil languidez; saltó (saltamos) en el coche, y hacia Dover galopamos. No tengo idea de si los Arcángeles, o por lo menos las hadas, volaban en torno del carruaje. Mr. William iba silencioso, gacha la cabeza; ni leía ni observaba la fiesta armada por la primavera alrededor. Nos alojamos en París, en un modesto hotel de la rue de la Harpe, cuya vieja enseña mostraba al Rey David tañendo ese instrumento. Se hallaba cerca del monasterio de Cluny, que después sería museo, y que a la sazón, si no me equivoco, entre otros albergaba a una lavandera, un tonelero y un astrónomo. El día mismo de nuestra llegada, aprestóse Mr. Low a visitar al propietario de las valiosas piezas que ambicionaba Lord James, y previamente me quitó de su anular, para lavarse las manos, utilizando al efecto una jofaina de loza que había en la habitación. Distraído, se distraía mucho, después de la noche lunar), me olvidó junto a la vasija, y se marchó. Entró al rato una mujer, a acondicionar el cuarto; me descubrió; sin vacilar me metió en el bolsillo; y rápidamente se escurrió conmigo por la rue de la Harpe, hasta el tendejón de un compraventero, sobre el cual caía la sombra erizada de la iglesia de Saint-Séverin. Porfiaban en robarme, lo que confirma la ávida flaqueza de la condición humana. Allí, previo el sonar de unos luises sobre el mostrador, me quedé muy atribulado. Durante una semana, abrigué la ilusión de que Mr. William vendría a rescatarme, mas luego me resigné, una vez más, a mi mudable destino. Desconozco qué suerte habrá corrido el buen bibliotecario, y especialmente si los ángeles y las hadas lo secundaron para que compusiese su poema de la «Anunciación». ¿Lo habrá compuesto mi querida Liebre de 218 Manuel Mujica Láinez El escarabajo
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incomparables, alas de ángeles, alas de hadas, mientras el Amor indagaba la ruta de su<br />
corazón, hasta que el Amor se aposentó allí, y juntos, los seres alígeros, los encendidos<br />
embajadores de la divinidad y las pequeñas criaturas que dan vida al bosque, salieron<br />
confundidos por la ventana hacia sus destinos opuestos, y recortaron fugazmente sus<br />
siluetas en el espejo de la luna redonda.<br />
—Mañana empezaré a escribir el poema de la «Anunciación» —dijo Mr. William en voz<br />
alta, y se durmió sonriendo.<br />
Compartí, punto por punto, lo que sucedía en lo hondo de su interior. También yo gocé<br />
de un éxtasis que no podía ser análogo, hacía más de tres mil años, la vez en que, desde<br />
una barca donde cantaba un muchacho ciego, la Reina Nefertari hundió en el agua del<br />
Nilo la mano en cuyo brazalete yo resplandecía; me rozó el mágico pez sensual, y desde<br />
entonces me enamoré de la Reina para siempre. ¡Cómo entendí la cuita y el regocijo de<br />
Mr. Low, mi hermano allende el tiempo! <strong>El</strong> Amor que había bogado bajo las ondas del río<br />
sacro, surcaba ahora con jaspeados élitros las penumbras de la cámara del bibliotecario<br />
de Lord Withrington, y era el mismo, el eterno Amor que hace rebosar los corazones,<br />
convirtiéndolos en copas llenas de miel y de vino que inflama; el mismo Amor...<br />
No correspondía, a la mañana siguiente, para paz del maestro, dar clase a los niños, de<br />
manera que hizo a un lado las fichas del catálogo de su biblioteca, y al otro las de los<br />
mármoles de Roma, cubriendo, con estas últimas, las páginas sobre «Los sonetos de<br />
Miltón», que para las señoras de la parroquia había comenzado a esbozar. En el<br />
encabezamiento de una hoja, trazó con su letra clara: «La Anunciación. Poema», y<br />
vigilando de hito en hito hacia las puertas ventanas, por si se le ocurría pasear tan<br />
temprano a Lady Rowena, dejó que su mirar ambulase sobre las hileras de libros<br />
delicadamente encuadernados. Sentí que, con el Amor, la inspiración había entrado en él.<br />
Sus ojos tenían el color feliz del día, y la renovada juventud besaba sus sienes y sus<br />
pómulos.<br />
En ese momento, apresurado, exaltadísimo, surgió Lord Withrington en la biblioteca:<br />
—¡Mr. Low —exclamó— debe usted partir a París en seguida! ¡En seguida! ¡Me avisan<br />
que hay en venta un libro de horas en Autun, del siglo XV, completo, con sus tapas de<br />
pergamino, sus cierres de plata dorada y sus trece miniaturas; y doce grabados de<br />
Alberto Durero, de la primera edición, entre ellos el de San Juan frente a los siete<br />
candelabros de oro, y el del combate del Dragón y San Miguel! ¡Ya, ya!<br />
¡Inmediatamente! ¡Por favor, Mr. Low! ¡No debemos perderlos!<br />
Mr. William guardó la hoja y su ornado título; hizo un precario equipaje y, sin un minuto<br />
para despedirse de Lady Rowena, que quién sabe por dónde andaría, con sus sombrillas,<br />
sus cachemiras y su grácil languidez; saltó (saltamos) en el coche, y hacia Dover<br />
galopamos. No tengo idea de si los Arcángeles, o por lo menos las hadas, volaban en<br />
torno del carruaje. Mr. William iba silencioso, gacha la cabeza; ni leía ni observaba la<br />
fiesta armada por la primavera alrededor.<br />
Nos alojamos en París, en un modesto hotel de la rue de la Harpe, cuya vieja enseña<br />
mostraba al Rey David tañendo ese instrumento. Se hallaba cerca del monasterio de<br />
Cluny, que después sería museo, y que a la sazón, si no me equivoco, entre otros<br />
albergaba a una lavandera, un tonelero y un astrónomo. <strong>El</strong> día mismo de nuestra<br />
llegada, aprestóse Mr. Low a visitar al propietario de las valiosas piezas que ambicionaba<br />
Lord James, y previamente me quitó de su anular, para lavarse las manos, utilizando al<br />
efecto una jofaina de loza que había en la habitación. Distraído, se distraía mucho,<br />
después de la noche lunar), me olvidó junto a la vasija, y se marchó. Entró al rato una<br />
mujer, a acondicionar el cuarto; me descubrió; sin vacilar me metió en el bolsillo; y<br />
rápidamente se escurrió conmigo por la rue de la Harpe, hasta el tendejón de un<br />
compraventero, sobre el cual caía la sombra erizada de la iglesia de Saint-Séverin.<br />
Porfiaban en robarme, lo que confirma la ávida flaqueza de la condición humana. Allí,<br />
previo el sonar de unos luises sobre el mostrador, me quedé muy atribulado. Durante<br />
una semana, abrigué la ilusión de que Mr. William vendría a rescatarme, mas luego me<br />
resigné, una vez más, a mi mudable destino. Desconozco qué suerte habrá corrido el<br />
buen bibliotecario, y especialmente si los ángeles y las hadas lo secundaron para que<br />
compusiese su poema de la «Anunciación». ¿Lo habrá compuesto mi querida Liebre de<br />
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