Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Fuese Mr. William a su cuarto, a afeitarse. Disponía de una cámara tendida de género de<br />
chintz. ocre con repetidos paisajes, a la que un solo grabado decoraba: el retrato,<br />
terriblemente austero, de John Miltón, a la edad de sesenta y dos años. Pese a lo<br />
heterodoxo de sus ideas religiosas y a su actuación en pro de Oliver Cromwell, Mr. Lovv<br />
lo admiraba, no por «<strong>El</strong> Paraíso Perdido», sino por los sonetos petrarquistas que releía de<br />
tanto en tanto. Es que Mr. Low era, a su vez, no sólo un estudioso pertinaz de filosofía y<br />
de estética, sino un poeta, y un poeta notable. De eso más adelante hablaré; por ahora<br />
me limito a acompañarlo a la biblioteca, su dominio. Mr. William Lovv la camina de un<br />
extremo al otro, deteniéndose para resbalar las yemas de la mano en que estoy, sobre<br />
los lomos y tejuelos de unos libros, como si acariciara un cuerpo muy amado.<br />
Súbitamente gira hacia una de las ventanas, como si presintiese una presencia en su<br />
claridad. Se aproxima y mira afuera. No se ha equivocado. Por el césped viene, lenta,<br />
como si flotara, una alta y delgada mujer. Lleva un ancho sombrero de paja, sobre el<br />
cual palpita un leve chal de Cachemira, que anuda bajo el mentón, y un vestido gris<br />
perla, que la ciñe y se arrastra detrás, a modo de una segunda sombra. Trae una cestita<br />
bajo el brazo, llena de rosas recién cortadas, y a medida que se acerca se perfila la<br />
lánguida belleza de sus rasgos, de sus ojos más bien pequeños pero muy dulces, que<br />
enmarca el lacio cabello castaño y recogido. Su cabeza se inclina a veces, sobre el largo<br />
cuello flexible, y eso añade a una fascinación que no necesita de cosméticos ni de<br />
retoques, algo de ave retraída y armoniosa. Es Lady Rowena Withrington. En ese<br />
momento, Lord James, su marido, más alto aún, realzado por la elegancia de las botas<br />
estrechas, se llega a darle el brazo, porque en breve sonará la campana que llama a<br />
almorzar. En esa casa donde tantos cuadros hay y donde cada escena se compone ante<br />
mí como otro cuadro, el grupo me hará pensar después en Thomas Gainsborough, un<br />
artista cuyos retratos en el comedor me aguardan. Y al comedor me voy, con Mr.<br />
William, que está emocionado.<br />
Si la biblioteca de Withrington Hall me impresionó por imponente, no me impresionó<br />
menos el comedor, dónelo la platería desfilaba bajo las quietas miradas de las efigies<br />
pintadas por Lawrence, por Gainsborough, por Stubbs y por Reynolds que, algunas con<br />
brillantes uniformes militares o magníficos mantos de la Orden de la Jarretera, otras con<br />
ropa de caza o con vestidos femeninos de Corte, formaban la ronda teatral de<br />
antepasados últimos, en torno de un enorme óleo ecuestre de Carlos I, por Van Dyck,<br />
que desde el testero principal nos presidía o, para hablar mejor, reinaba. Además de los<br />
señores del lugar y de Mr. Low, sentáronse a la mesa los dos frutos del matrimonio, John<br />
y Sebastián, de quince y doce años respectivamente, a quienes el bibliotecario servía<br />
asimismo de preceptor, sin demasiado éxito. La conversación estuvo a cargo de Lord<br />
James y Mr. William, pues Lady Rowena, el chal de Cachemira sobre las espaldas, la<br />
mayor parte del tiempo se limitó a volver los ojos, soñadoramente, hacia la ventana del<br />
parque, y a sonreírle a su esposo, limitando la comunicación con el bibliotecario a inquirir<br />
si las romanas usaban todavía muy alta la cintura; a los niños les estaba prohibido hablar<br />
durante el almuerzo. En vano intentó su padre estimular el interés de ambos jóvenes por<br />
las compras recientes del preceptor, e infundirles la felicidad que le causaba poseer los<br />
dos tomos de la «Cosmographia» de Pomponius Mela de 1478, con sus encuadernaciones<br />
originales, y el soberbio Vitruvio de 1544, que perteneció a Pier-Luigi Farnese, porque fue<br />
obvio que el pensamiento adolescente vagaba a lo lejos. Entonces el noble Lord que<br />
masticaba despacio un rosbif, a ciencia cierta británicamente insulso, eligió ocuparse de<br />
asuntos prácticos, vinculados con la propiedad. Ambos son inolvidables.<br />
—He resuelto —declaró no sin solemnidad— cuál será, desde hoy, en definitiva y<br />
poniendo punto a discusiones que se prolongan hace más de dos siglos, el dormitorio de<br />
esta casa donde la Reina <strong>El</strong>izabeth pernoctó, para disgusto del segundo Lord Withrington.<br />
Será el cuarto verde del ala izquierda, la cual es, por lo demás, la parte isabelina. <strong>El</strong><br />
cuarto verde, y que no se hable más. Que mañana mismo lleven allá la cama inmensa<br />
que tiene una columna apolillada, y los dos retratos, el de la Reina de pie sobre un mapa<br />
de las Islas, y el de Lord Dudley con jubón púrpura. Se les señalará a los huéspedes —<br />
añadió, bajando el tono y atisbando a sus vástagos— que Dudley la visitó de noche en<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 213<br />
<strong>El</strong> escarabajo