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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Posadera de tosca progenie, las escenas se repiten... se repiten... se repiten... sin que,<br />

no obstante, el Mundo merezca llamarse monótono.<br />

A la Signora Chisolieri no la volvimos a ver. Después de saldar su cuenta, dejó Mr. Lovv<br />

dos monedas de oro, sobre la mesa donde, hacia el crepúsculo, apuraba su Lacrima<br />

Christi y, conmigo fijo en su anular, trepó en el carruaje que el Signor Beppo fue<br />

colmando de envoltorios. En él atravesamos la campiña romana y Nápoles, que el<br />

irlandés, quizá palpando, angustiado, las invisibles orejas de liebre, cruzó con los ojos<br />

cerrados, hasta que llegamos al puerto y embarcamos en seguida. Veinte días más tarde,<br />

avisté finalmente, en los Midlancls de Inglaterra, las torres, los techos y los muros de<br />

Withrington Hall, emergiendo de un parque frondoso.<br />

La construcción era la consecuencia de las centurias. Reunía partes edificadas bajo<br />

Enrique VIII, con partes del tiempo de su hija <strong>El</strong>izabeth, o elevadas en el siglo XVIII. Un<br />

ala había sido destruida en el curso de la Guerra Civil, y los Parlamentarios dispusieron<br />

que el foso se cegase. <strong>El</strong> conjunto hubiera podido resultar abigarrado, de no mediar el<br />

encanto de una enredadera siempre verde, que cubría su totalidad, con excepción de la<br />

capilla del siglo XV (los Withrington eran católicos) y sus empinados ventanales. Y luego,<br />

para completar la estampa de lírica gracia, estaban los olmos, las encinas y los robles,<br />

entrelazados en el que más que parque se dijese bosque, pues fuera de los geométricos<br />

canteros de boj, cuyo dibujo en la parte posterior se explayaba, hacia el estanque, hacia<br />

sus cisnes y sus sauces desconsolados, el resto de la espesura recordaba la cercanía de<br />

esa misteriosa floresta de Arden, a la que yo había oído nombrar a menudo a las hadas<br />

de la isla de Avalón, y que las hadas habitaban también, a veces con un rumor de<br />

incontables abejas.<br />

Lord Wilhringlon of Great Malvern (noveno del título) aguardaba a Mr. Low en la exterior<br />

gradería, frente a la puerta principal. Tendría más o menos la misma edad que su<br />

bibliotecario y semejante estatura, pero era más magro y ágil; una exuberante y<br />

desordenada cabellera blanquísima lo destacaba, como las cejas, blancas también, la<br />

respingada nariz y los oscuros ojos redondos. Vestía con sencillez, y en él se notaba,<br />

simultáneamente, al intelectual y al gran señor campesino. No bien dejamos el coche,<br />

Lord James acosó a preguntas a Mr. William, y mientras los criados bajaban los bultos y,<br />

escoltados por ellos, fuimos pasando a través de salones y salones, no paró de<br />

interrogarlo sobre los libros que traía, hasta que hicimos escala en la biblioteca.<br />

Precedíala un ancho corredor, atestado de estatuas y de fragmentos de mármoles<br />

antiguos.<br />

En cuanto a la biblioteca, debo declarar que habiendo visto tanto y tanto, en los azares<br />

de una dilatadísima existencia, me asombró. Oí referir después que Gibbs, el famoso<br />

arquitecto de formación barroca, la había diseñado, hacía setenta años, a pedido de un<br />

antecesor bibliómano, y que de entonces preservaba sus floridos medallones de yeso, su<br />

arquería y su esmerada blancura, pero que el dueño actual la amplió y completó, a fin de<br />

que albergase un fabuloso tesoro de cincuenta y cinco mil libros impresos, cuatrocientos<br />

mil folletos y más de cuatro mil grabados, además de múltiples cajas de manuscritos sin<br />

clasificar; una maravilla, que gobernaba con riguroso celo Mr. William Low. Invadimos su<br />

calma y en seguida, febrilmente, hubo que desenvolver sobre las mesas numerosas los<br />

paquetes, cuyo contenido Lord Withrington examinaba con exclamaciones de entusiasmo.<br />

Yo, entretanto, observé el vasto aposento, doblado en ángulo recto a la distancia, que<br />

superponía los pulcros anaqueles en los que se alineaban los rojos, los verdes, los azules<br />

y los oros de los libros, casi hasta el curvo techo, para ser coronados allí por una serie de<br />

bustos de bronce de pensativos personajes, a los que separaban clásicas urnas de<br />

pórfido. La luz entraba a raudales, por las puertas-ventanas, entre los muebles adosados<br />

a los muros, y pincelaba aquí un atril con un atlas abierto, allá unos orondos globos<br />

terráqueos, y más allá tales o cuáles encuadernaciones que fulgían como alhajas. ¡Qué<br />

paz, qué paz lujosa y digna prevalecía en aquel lugar, donde seguramente los libros<br />

susurrarían entre ellos, a medianoche, cuando las hadas de la floresta de Arden los<br />

espiaban detrás de los vidrios, algunas de ellas con exorbitantes sombreros de velloritas<br />

amarilloverdosas, la flor que vuelve visible lo invisible, las mismas hadas que sonrieron<br />

en el vecino Slratlorcl, sobre los hombros de Shakespeare!<br />

212 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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