Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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un par de botellas en momentos en que partíamos. Fue así como cumplimos con el<br />
encargo de Donna Oderisia Bisignano.<br />
¿Qué le habrá entendido Herr Johannes Müntz a Maroc? ¿Qué habrá descifrado su duro<br />
oído, de lo que los gruesos labios del africano, muy próximos, infiltraban en él, utilizando<br />
una media lengua negroitaliana? Lo obvio es que no comprendió cuál era el carácter de la<br />
fiesta a la cual era convidado al par de sus amigos, y que creyó que se refería a un baile<br />
de máscaras, lo cual explica el alborozo con que los tres nórdicos, ingenuos y radiantes,<br />
se repitieron la noticia, y explica que tanto ellos como Mr. Low se presentasen en los<br />
salones de la Princesa, admirablemente vestidos de liebres.<br />
Hubieran podido detenerlos los domésticos distribuidos con candelabros en la escalinata<br />
roída, y aclararles su absoluta equivocación. Supongo que si no lo hicieron, y si<br />
resistieron la carcajada tentadora, fue porque, como auténticos italianos, se dijeron<br />
que sería tonto perder la oportunidad de burlar a unos auténticos alemanes. Éstos<br />
surgieron, pues, ante la inmediata estupefacción de los invitados numerosos de Donna<br />
Oderisia, en alto las orejas peludas, recubiertos de pieles primorosamente cosidas que no<br />
habrá sido fácil conseguir. Hubo unos instantes de asombrado silencio, en que los recién<br />
venidos dieron la impresión de haberse transfigurado en estatuas de dioses orejudos,<br />
hasta que la Princesa, presintiendo en esas pelambres a los arqueólogos pompeyanos,<br />
con ayuda del impertinente y del Príncipe de Sansevero, se alzó del diván apoyada en su<br />
primo y, adelantándose con mi tendida mano, que besaron las Liebres confusas, les dio<br />
la bienvenida, sin abandonar su tono de aristocrática naturalidad, y les preguntó por la<br />
exhumación del bronce de los faunos, del cual hablaba toda Nápoles. Moviéronse las<br />
orejas, en tanto que las Liebres se pasaban la ofrecida diestra, y a poco, gracias a que la<br />
Princesa ordenó, dada la situación excepcional, que en vez de limonada les sirvieran el<br />
vino del Vesubio, las Liebres se tornaron frívolas y locuaces y, en medio de la gritería<br />
napolitana que irritaba a la señora, resonaron las risotadas de Herr Müntz y sus bárbaras<br />
inflexiones, a las que acompañaba un permanente levantar de copas y un constante<br />
agitar do largos y vellosos órganos auditivos. Empero, noté entonces que lo mismo que<br />
en el Odeón de Pompeya, durante la extracción del brasero célebre (y muy citado ya por<br />
las damas de la región a sus amantes, en las horas de física debilidad), una de las<br />
actuales Liebres no participaba de la euforia de sus compañeras y estaba como perdida<br />
en la barahúnda, bajo sus apéndices disparatados. Era, por supuesto, Mr. William Low.<br />
Como yo, Don Raimondo de Sangro advirtió el abandono de la Liebre apocada, y se le<br />
arrimó bondadosamente:<br />
—La Liebre —le dijo, poniéndole una mano en el hombro—, como el Conejo, es amiga de<br />
la Luna; más aún, en ocasiones la mitología la transforma en la Luna misma. Pero<br />
también está unida a la esencia de la Tierra generadora, y simboliza la fecundidad y el<br />
misterio de la vida que sin pausa se renueva a través de la muerte. Lo felicito por haber<br />
venido bajo la apariencia de una liebre, Mr. Low. Nos regala un ejemplo de suprema<br />
filosofía. Le ruego, cuando regrese a Inglaterra, que felicite a Lord James Withrington, a<br />
quien he tenido el honor de tratar, por el ingenio de su bibliotecario.<br />
Aquellas palabras fueron sin duda harto nobles, pero no bastaron para que el irlandés se<br />
sintiera cómodo. A poco, la fiesta contó con una Liebre menos, y confieso que no le<br />
concedí demasiada atención, porque lo que en realidad me preocupaba era la suerte de<br />
Alfred Franz. Supongo que Mr. William se volvió de inmediato a Grcat Malvern. Su señor<br />
lo había mandado a Nápoles para que se esforzase por adquirir algunos de los mil<br />
ochocientos papiros descubiertos en una villa de Herculano, pero no lo permitió el celoso<br />
monarca de las Dos Sicilias, así que Mr. Low retornó a sus tierras como había venido. Sin<br />
embargo, sospecho que el asunto de las Liebres del palacio Bisignano, tan estúpido en el<br />
fondo, debe haber marcado una impronta en lo más íntimo de su corrección intachable,<br />
de su esmerada cortesía y de su congénita timidez. No volví a verlo hasta que, cinco<br />
años más tarde, en Roma, lo reconocí desde el meñique de la Signora Cassandra<br />
Chisolieri, posadera del Panteón. Como Monsieur Casanova, cuando el Conde de<br />
Waldstein le encargó la compra de un conjunto de libros, en Nápoles, para la biblioteca<br />
de su castillo bohemio, Mr. William Low viajó esa vez a Roma con una misión similar,<br />
encomendada por Lord James, con destino a las dilatadas estanterías de Withrington<br />
210 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo