Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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cubiertos de gloria y de ceniza, o tiznados de barro y de lava, «quedaban bien» y «muy bien», luego de bañarse, en sus grandes recibos, a los que añadían, aunque no hablaran y se limitaran al trato de la limonada y los bizcochos, pinceladas profundas de dignidad y erudición, ya que no en vano toda la Europa culta pendía de sus descubrimientos. No podían faltar. Confió la tarea de asegurarlos al irreemplazable Maroc y, a fin de reforzar la importancia de su convite, se despojó de mí, como una reina que envía un mensaje, y me puso en el anular del negro. A Pompeya nos fuimos, en el coche del Príncipe de Sansevero, indiscutiblemente mejor que el descuajeringado de su prima. ¡Con cuánta claridad reveo el viaje! La opresora tarde de verano pesaba sobre el sudoroso Maroc, que guiaba la yunta de zainos, y los cipreses trotaban a ambos lados del vehículo, como si lo pretendieran alcanzar. De lejos ubicamos a Herculano y a Pompeya, por la nube de polvo grisáceo procedente de las excavaciones, que les formaba encima un techo tembloroso, al que la intensidad solar, portadora de un calor tremendo, imponía matices nacarados. Descendió Maroc del pescante, y nos internamos en un dédalo de callejas abandonadas, flanqueadas de casas pequeñas llenas de escombros, desde cuyo interior, de repente, contrastando con tanta aflicción y desamparo, nos atisbaban pintadas figuras que prolongaban en la muerte inmóviles bacanales, con faunos, con machos cabríos, con panderos y con bailarinas, veladas apenas. Oímos voces, a la distancia, del lado del Odeón, y se apresuró el negro. Encontramos allí, metidos en un hoyo, a cuatro personajes que empolvaba la ceniza y que no cesaban de carraspear. Detrás, apoyados en sus palas, los contemplaban dos obreros. Junto a estos últimos, Maroc observó la labor singular a la que se entregaban los del socavón. Evidentemente, acababan de hallar una pieza importante, y al comunicárselo, excitados, daban comienzo a su limpieza, raspándola y frotándola con cuidado sumo. Emergieron por fin con ella a la superficie, y pude comprobar que se trataba de un alto brasero de bronce, al que servían de sostén tres figuras de sátiros, provistas de erguidos sexos descomunales. Sacudiéronse como perros los hombres, y prosiguieron su parloteo y su higiénica operación, ignorantes de la presencia del enviado de Donna Oderisia, en tanto que los obreros se marchaban, las palas al hombro, meneando las cabezas. Uno de los jóvenes frotadores sacó un cuaderno de la faltriquera, y fue anotando, prolijamente, las medidas de la vasija y sus soportes, que otro le iba enumerando, deteniéndose en especial en la longitud de los talos, la cual fue objeto de una intensa discusión en alemán en la que lodos intervinieron, fuera de uno que quedó aparte, quitándose las cenizas de la ropa y mirando cómo, sucesivamente, los restantes persistían con científico fervor germano, en obtener el largo exacto de los miembros, curvos como cimitarras, que otorgaban tanto prestigio a los caprinos semidioses. Este que a un lado permaneció, con cierta reserva bien educada, ojeando a los demás y a su priápico entusiasmo, era Mr. William Low, ya entonces bibliotecario de Lord Withrington of Great Malvern. Los tres alemanes —había dos jóvenes y uno mayor— siguieron escarbando, friccionando, bruñendo y midiendo, hasta que Maroc optó por acercarse al de más edad, y transmitirle la invitación de la Princesa. Agradeció, lisonjeado, el arqueólogo, inquiriendo si con ellos podrían llevar al Profesor Low, sabio irlandés, huésped casual de las ruinas, y ante la afirmativa respuesta del esclavo, prorrumpieron los teutones en un vocerío ansioso y alegre, de lo que deduje lo mucho que los atraía la vida mundana, y lo que los fatigaba su profesional aislamiento. Supe después que el director general de los trabajos era un español nacido en Roma, quien rehuía cualquier contacto social, y sufría amargado por la gran sombra que sobre él continuaba proyectando. Winckelmann, el ilustre anticuario y esteta, muerto veinte años atrás. De Winckelmann procedían, espiritualmente, aquellos alemanes, en particular su jefe, Johannes Müntz, y el español detestaba cuanto olía a alemán, aun a Goethe, que en aquella época había recorrido las excavaciones, y no había ocultado su decepción, centrando en cambio su elogio en los vinos que allá se bebían. Los estudiosos tudescos parecían muy afectos también al Lacrima Christi del Vesubio, y como ellos el austero irlandés, porque no he echado en olvido que, probablemente para festejar el hallazgo de los faunos eficaces, descorcharon Manuel Mujica Láinez 209 El escarabajo

cubiertos de gloria y de ceniza, o tiznados de barro y de lava, «quedaban bien» y «muy<br />

bien», luego de bañarse, en sus grandes recibos, a los que añadían, aunque no hablaran<br />

y se limitaran al trato de la limonada y los bizcochos, pinceladas profundas de dignidad y<br />

erudición, ya que no en vano toda la Europa culta pendía de sus descubrimientos. No<br />

podían faltar. Confió la tarea de asegurarlos al irreemplazable Maroc y, a fin de reforzar<br />

la importancia de su convite, se despojó de mí, como una reina que envía un mensaje, y<br />

me puso en el anular del negro. A Pompeya nos fuimos, en el coche del Príncipe de<br />

Sansevero, indiscutiblemente mejor que el descuajeringado de su prima. ¡Con cuánta<br />

claridad reveo el viaje! La opresora tarde de verano pesaba sobre el sudoroso Maroc, que<br />

guiaba la yunta de zainos, y los cipreses trotaban a ambos lados del vehículo, como si lo<br />

pretendieran alcanzar. De lejos ubicamos a Herculano y a Pompeya, por la nube de polvo<br />

grisáceo procedente de las excavaciones, que les formaba encima un techo tembloroso,<br />

al que la intensidad solar, portadora de un calor tremendo, imponía matices nacarados.<br />

Descendió Maroc del pescante, y nos internamos en un dédalo de callejas abandonadas,<br />

flanqueadas de casas pequeñas llenas de escombros, desde cuyo interior, de repente,<br />

contrastando con tanta aflicción y desamparo, nos atisbaban pintadas figuras que<br />

prolongaban en la muerte inmóviles bacanales, con faunos, con machos cabríos, con<br />

panderos y con bailarinas, veladas apenas. Oímos voces, a la distancia, del lado del<br />

Odeón, y se apresuró el negro.<br />

Encontramos allí, metidos en un hoyo, a cuatro personajes que empolvaba la ceniza y<br />

que no cesaban de carraspear. Detrás, apoyados en sus palas, los contemplaban dos<br />

obreros. Junto a estos últimos, Maroc observó la labor singular a la que se entregaban<br />

los del socavón. Evidentemente, acababan de hallar una pieza importante, y al<br />

comunicárselo, excitados, daban comienzo a su limpieza, raspándola y frotándola con<br />

cuidado sumo. Emergieron por fin con ella a la superficie, y pude comprobar que se<br />

trataba de un alto brasero de bronce, al que servían de sostén tres figuras de sátiros,<br />

provistas de erguidos sexos descomunales. Sacudiéronse como perros los hombres, y<br />

prosiguieron su parloteo y su higiénica operación, ignorantes de la presencia del enviado<br />

de Donna Oderisia, en tanto que los obreros se marchaban, las palas al hombro,<br />

meneando las cabezas. Uno de los jóvenes frotadores sacó un cuaderno de la faltriquera,<br />

y fue anotando, prolijamente, las medidas de la vasija y sus soportes, que otro le iba<br />

enumerando, deteniéndose en especial en la longitud de los talos, la cual fue objeto de<br />

una intensa discusión en alemán en la que lodos intervinieron, fuera de uno que quedó<br />

aparte, quitándose las cenizas de la ropa y mirando cómo, sucesivamente, los restantes<br />

persistían con científico fervor germano, en obtener el largo exacto de los miembros,<br />

curvos como cimitarras, que otorgaban tanto prestigio a los caprinos semidioses. Este<br />

que a un lado permaneció, con cierta reserva bien educada, ojeando a los demás y a su<br />

priápico entusiasmo, era Mr. William Low, ya entonces bibliotecario de Lord Withrington<br />

of Great Malvern.<br />

Los tres alemanes —había dos jóvenes y uno mayor— siguieron escarbando,<br />

friccionando, bruñendo y midiendo, hasta que Maroc optó por acercarse al de más edad,<br />

y transmitirle la invitación de la Princesa. Agradeció, lisonjeado, el arqueólogo,<br />

inquiriendo si con ellos podrían llevar al Profesor Low, sabio irlandés, huésped casual de<br />

las ruinas, y ante la afirmativa respuesta del esclavo, prorrumpieron los teutones en un<br />

vocerío ansioso y alegre, de lo que deduje lo mucho que los atraía la vida mundana, y lo<br />

que los fatigaba su profesional aislamiento. Supe después que el director general de los<br />

trabajos era un español nacido en Roma, quien rehuía cualquier contacto social, y sufría<br />

amargado por la gran sombra que sobre él continuaba proyectando. Winckelmann, el<br />

ilustre anticuario y esteta, muerto veinte años atrás. De Winckelmann procedían,<br />

espiritualmente, aquellos alemanes, en particular su jefe, Johannes Müntz, y el español<br />

detestaba cuanto olía a alemán, aun a Goethe, que en aquella época había recorrido las<br />

excavaciones, y no había ocultado su decepción, centrando en cambio su elogio en los<br />

vinos que allá se bebían. Los estudiosos tudescos parecían muy afectos también al<br />

Lacrima Christi del Vesubio, y como ellos el austero irlandés, porque no he echado en<br />

olvido que, probablemente para festejar el hallazgo de los faunos eficaces, descorcharon<br />

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