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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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11. EL BIBLIOTECARIO Y LOS REYES<br />

Un lustro había transcurrido desde que me despedí de las bellas manos de Alfred Franz<br />

von Howen, no sin melancolía pero seguro de que su destino sería bondadoso, pues de<br />

ellas cuidaba, por ahora, el verdadero amor, cuando apareció en el albergue del Panteón<br />

el irlandés William Low, bibliotecario de Lord Withrington, gran señor de Inglaterra. Yo<br />

tenía entonces por morada repentina el meñique derecho de la opulenta Signora<br />

Cassandra Chisolieri, legítima mujer del posadero. Digo «repentina», porque el hecho de<br />

que me sacase del cajón donde yo dormitaba, no dependía de las circunstancias sino de<br />

su humor: a veces se enojaba conmigo para acoger a un visitante, y accionaba<br />

luciéndome, y a veces dejaba correr sobre mí la sucia agua jabonosa, mientras lavaba<br />

platos, fuentes, ollas y tazones, conservadores de restos de salsas y viandas,<br />

enredándome por ahí unos rojos fideos que se dijeran greñas de la propia Medusa. La<br />

llegada del irlandés coincidió con una de mis ocasiones de ostentación, de revolotear<br />

como un picaflor azul sobre el gordo meñique, mientras la esposa de Beppo Chisolieri<br />

atendía al cliente que solicitaba alojamiento, removiendo sus nalgas y pechos abundosos,<br />

casi como si bailase una solitaria y ondulante pavana para él.<br />

De inmediato me percaté de que Mr. Low quizá me había reconocido, por la excesiva<br />

tenacidad con que me clavaba los ojos. En cambio yo no lo reconocí. Era un caballero de<br />

bastante más que mediana estatura, robusto, bien parado, de unos sesenta años,<br />

enriquecidos por la blanca y alineada pulcritud de los dientes, y desguarnecidos por la<br />

despoblación de la fina cabellera; exaltado el conjunto por el brillo de los ojos ojerosos y<br />

cambiantes, y por la calidad de cada rasgo, indicador de que aquel hombre en su<br />

juventud había sido apuesto, y de que en la madurez conservaba suficientes testimonios<br />

intactos de la que fuera una excelente encuadernación. Vestía una sobria casaca de color<br />

tabaco, y hasta la media pierna, unas calzas de verde aceituna. Se movía con cierto<br />

vigilado y profesoral empaque, y había que aguardar a que sonriera para que a él<br />

volviesen, súbitas, una inesperada luz y una vibración de mocedad, que luego cedían con<br />

el retorno al porte mesurado de quien desempeña funciones pedagógicas. Tanto me<br />

había reconocido, que lo manifestó a la Signora Cassandra:<br />

—¿No perteneció esa sortija —preguntó— a la Princesa Oderisia Bisignano, de Napóles?<br />

Mudóse la expresión albergadoramente amable de la posadera. Se ruborizó primero, y<br />

luego se enfadó como si la acusaran de ladrona:<br />

—La dejó en pago, años atrás —declaró, desafiante, rotunda— un joven conde alemán. O<br />

acaso un príncipe. Lo olvidé. Ahora es mía.<br />

Mr. William Low habrá considerado prudente cambiar el tema, pues solicitó las<br />

condiciones de la habitación y terminó aceptándolas. En ese momento, mientras subía la<br />

escalera, y miraba al aire, como persiguiendo una imagen o una memoria, lo recordé. Era<br />

una de las Liebres, una de las cuatro Liebres, la Liebre de Irlanda. Naturalmente, esto<br />

exige una explicación.<br />

Al referirme a los preparativos de la última fiesta de la Princesa de Bisignano a la que me<br />

tocó asistir, desde su dedo y su diván, descuidé contar que previamente tuve que ir a<br />

Pompeya. Deseosa de que su reunión en obsequio de Monsieur Casanova de Seingalt<br />

fuese lo más perfecta posible, a pesar de lo precario de sus recursos, tuvo en cuenta que<br />

era menester, fundamentalmente, que de ella participaran los arqueólogos ocupados en<br />

resucitar las ciudades sepultas. Donna Oderisia sostenía que los sabios extranjeros,<br />

208 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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