Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
epiquetear de las pullas y de los insultos. Casi una hora duró la ceremonia impuesta por<br />
el Tribunal del Santo Oficio. No perdí detalle; veo con retrospectiva lucidez el otro<br />
incendio, el del cielo crepuscular de Roma, hacia el cual ascendían las cúpulas y los<br />
campanarios; como vi entonces, en la memoria, la remota pira del Foro, el cuerpo de<br />
César entre las armas dispersadas y candentes, y el cuerpo despedazado del poeta<br />
Helvio, en cuya mano carbonizada sobrevivía yo. Luego, en la plaza de la Minerva, se fue<br />
aplacando la combustión; de las formas extrañas sólo quedaron esqueletos negruzcos;<br />
partió el carro, con el cargamento aullador de soldadesca, y sus ruedas se hundieron en<br />
las últimas brasas y en la ceniza; se deshizo la turba burlona, alejándose por las calles<br />
adyacentes; la columna de humo que vestía al obelisco se tornó más y más liviana, y sus<br />
bocanadas postreras alcanzaron a las patas del elefante rechoncho, el cual pareció flotar<br />
en el espacio, con su pilar, desterrado compatriota mío.<br />
Entonces me percaté de que entre el nacido en Mitau y la nacida en Bornarzo, el hijo de<br />
los condes y la hija de labriegos, que mientras duró la aniquiladora fogata se habían<br />
mantenido estáticos y como inanimados, en el refugio acechante de la ventanita, un<br />
cambio había tenido lugar. <strong>El</strong> cálido fluir que de una mano a la otra corría, fusionándolas,<br />
y que en su caudal arrastraba una agitación de imágenes de las cuales algo percibía el<br />
<strong>Escarabajo</strong>, paró súbitamente de manar. Soltáronse las manos; se estuvieron mirando<br />
sonrientes; por primera vez se besaron como se besan un hombre y una mujer; se<br />
arrojaron con ímpetu juvenil sobre el camastro por ellos intocado hasta ese día; y en él<br />
hicieron, apasionadamente, revueltamente, cayendo al suelo y prosiguiendo allí, como el<br />
Faraón Ramsés y la Reina Nefertari, lo que el hombre y la mujer suelen hacer en esos<br />
casos. Yo participé de sus arrebatos con alegría, pues no me inclino en especial a los<br />
amores místicos, aunque valoro su mérito. Las exigencias del sueño concluyeron por<br />
rendirlos.<br />
Al día siguiente charlaron como pudieron, ya que los besos se lo impedían, acerca de su<br />
futuro. A Bornarzo no cabía ir, pues nada vinculaba al aristocrático Alfred Franz de las<br />
largas manos nerviosas, con los cultivadores toscos que habían engendrado a Clarice;<br />
tampoco a Curlandia, donde los arrogantes Von Howen no hubiesen admitido a una hija<br />
de rústicos. Ya verían... Por lo pronto, había que saldar las cuentas. Sumaron sus<br />
melancólicos bienes, y comprobaron que no alcanzaban para el pago. <strong>El</strong> sacrificado fui<br />
yo, que en casa del posadero del Panteón quedé, bastante temeroso por el nuevo giro<br />
que adquiría mi zamarreada existencia. Nada sé de lo que después sucedió con ellos, que<br />
si habían perdido la maravilla de su privilegio hermético, obtuvieron en cambio el<br />
conocimiento no menos maravilloso del simple amor. Quizá se fueron a Napóles, en pos<br />
de la ayuda de la buena Princesa Oderisia Bisignano, quien armonizaba la frívola<br />
generosidad con la nobiliaria estrechez; o en pos de la del Príncipe Raimondo de Sangro,<br />
que en todo hallaba temas de invención, y posiblemente los utilizase para desarrollar una<br />
teoría sobre la aparición y desaparición coincidentes de los dones augurales, fundándola<br />
en la idea de que el amor (si realmente es el amor no una de sus máscaras) ocupa tanto<br />
sitio dentro de una persona, que anula la eventualidad de escape hacia zonas donde sus<br />
leyes no rigen y se borra su imagen, puesto que su deslumbramiento no tolera la<br />
rivalidad de ningún otro, y sabe que el fulgor de las visiones portentosas guarda en sí<br />
mismo una excluyente y suprema tentación. Lo cierto es que, para mí, de los ocultistas<br />
que por el palacio Bisignano desfilaron, incluyendo al Conde de Saint-Germain, a<br />
Monsieur Casanova de Seingalt y al Conde Cagliostro, el que con más acierto empleó sus<br />
artes mágicas fue Alfred Franz, apenas un muchacho, pues desprendió brevemente de mi<br />
armadura de lapislázuli, como si se entrelazasen en un sahumerio, los personajes<br />
numerosos que en su secreto duermen, y que nunca presintieron la pujanza de ese<br />
llamado imperioso.<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 207<br />
<strong>El</strong> escarabajo