Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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curandería, de embuste, de sacrilegio; blandieron la nómina de los hombres con quienes<br />
había prostituido a Lorenza, y que incluía desde el Virrey de Barcelona y el Cardenal de<br />
Rohan hasta el Chambelán von Howen; le enrostraron que con malas artes había<br />
seducido a los menores; que oficiaba ritos infernales, los cuales caricaturizaban a los<br />
católicos; lo interrogaron sobre las verdades de la fe. <strong>El</strong> Gran Copto se defendió negando,<br />
embarullando, burlándose, afligiéndose. Trató la defensa de hacerlo pasar por loco, y no<br />
lo consiguió. Se le quiso aplicar la pena de muerte, mas el Papa la conmutó por la de<br />
cárcel perpetua, quizá considerando más valiosa para su causa la del alargamiento de la<br />
tortura moral del masón, y terminó mandando que lo confinaran en la tétrica roca de San<br />
Leo, en las Marcas Septentrionales. Hasta que ese desenlace se produjo, los dos adeptos<br />
esperaron el milagro que poblaba sus conversaciones: seguramente,<br />
incuestionablemente, el gran mago concluiría por salvarse. Reservaba para el final la<br />
prueba rotunda y magnífica de su poder. Se elevaría en el aire, más alto, mucho más<br />
alto que el Arcángel de bronce del Castel Sant'Angelo ante la estupefacción y contricción<br />
de sus jueces, y se desvanecería dentro de una nube, en el cielo de Roma, los brazos<br />
abiertos, como un ave triunfal; o haría que rodease, en su prisión, un rojo círculo de<br />
fuego, seguido por el cual dejaría la mazmorra, atravesaría los enrejados corredores,<br />
llegaría al puente, y lo cruzaría entre los ángeles de Bernini, sin que nadie osara<br />
oponerse al avance de aquella aureola ígnea. Tomábanse de las manos, como dos<br />
abandonados niños, Clarice y Alfred Franz. ¡Qué hermosos eran y qué tristes! ¿Se<br />
amaban? ¿Se amaban con un amor virgen, los niños que discurrían de ángeles y de<br />
aureolas, cercados por una vaguedad y una diafanidad de fantasmas? Los veía yo<br />
fraternalmente unidos en su desamparo; ningún pensamiento que no estuviese<br />
consagrado al maestro de prodigios, cabía en sus frentes. Y, noche a noche, esperaban...<br />
Sonó la hora en que hubo que rendirse a la inexorable certidumbre de que nada había<br />
que hacer. Alejandro Cagliostro partió, encadenado, flanqueado de alabardas y picas,<br />
hacia la roca cruel de San Leo. Aun en tan desgraciada oportunidad, alimentaron los<br />
jóvenes la ilusión de su fuga resplandeciente. Abríanse las puertas del carro, y el<br />
fascinador salía, en medio de los soldados, como Cristo de su sepulcro. No... no salió...<br />
Pero... ¿cómo?, ¿por qué? A ellos, más que a los magistrados, les constaba la sublime<br />
fuerza del Conde. ¿Qué aguardaba...? Y en el ánimo de Alfred Franz y de Clarice se<br />
infiltró un dejo de desilusión que empero no logró rendirlos.<br />
Un atardecer, hallábanse ambos acodados a la minúscula ventana de la habitación de la<br />
niña, meditabundos y cogidos de las manos según su costumbre. Oteaban la plaza de la<br />
Minerva, el elefante coronado por el obelisco, la iglesia construida sobre un templo<br />
pagano, el convento... Planeaba en el aire una tibieza primaveral. ¡Con cuánta minucia<br />
recuerdo aquella tarde! Poco a poco, la plaza se fue inundando de gente, en buena parte<br />
de vecinos, que jaraneaban y reían. <strong>El</strong> nombre de Cagliostro resonaba en los<br />
comentarios, y desde arriba, en su segundo piso, tensos, veían los muchachos el negrear<br />
bullicioso, que apenas dejaba lugar alrededor del elefante de mármol. De repente<br />
apareció un carro viejo, tirado por dos jamelgos centenarios, henchido hasta el tope de<br />
trastos abigarrados, sobre los cuales se encaramaban algunos soldados, tambaleantes<br />
por el zangoloteo y tambaleantes por bebidos. Precipitáronse los guerreros de su<br />
elevación, con riesgo de romperse una pierna o un brazo, y se entregaron a armar una<br />
pila de leños, que presto ardió y se mudó en hoguera, aumentando el regocijo general.<br />
Recrudeció éste cuando los infantes empezaron a arrojar en las llamas la suerte más<br />
peregrina de elementos inusuales: triángulos de madera, bandas y fajas en las que<br />
relumbraba lo dorado, cráneos cubiertos de pinturas, espadas forjadas con cruces y otros<br />
diseños, disecados búhos, crisoles, heráldicas fantasiosas... Al unísono, uno de aquellos<br />
héroes leía con voz gangosa que entrecortaba el hipo, el decreto ordenador del autodafé<br />
de las infamias del brujo Balsamo, ¡llamado Cagliostro. Y continuaban nutriendo la<br />
inflamación y provocando aplauso, las salomónicas estrellas, los estandartes, los<br />
delantales que ostentaban inscripciones fabulosas, los documentos, los libros, los<br />
manuscritos... Levantóse el incendio en torno del elefante, del fasto de su gualdrapa, del<br />
obelisco egipcio a cuyos jeroglíficos las lenguas de fuego simulaban escribir, y se<br />
prolongó la destrucción de cuanto había creado la fiebre del Gran Copto, estimulando el<br />
206 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo