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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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desagradablemente la suya, lo escupía disimulándolo tras su puño de encajes): agrandó<br />

al doble el brillante que el cardenal De Bernis lucía, por medio de un engaño de<br />

prestidigitador del cual habrá salido ganancioso, al cambiar brillante por cristal de roca...<br />

Y sucedió luego lo que en verdad me impresionó, e impresionó más aún a Von Howen.<br />

Traída de la diestra por Serafina, entró por el costado una niña corno de quince años,<br />

menuda, rubia, de grandes ojos grises e intensa palidez. Sus ojos brillaban a veces<br />

singularmente, como si un leve polvo de oro temblase en sus pestañas. Se parecía<br />

mucho, en frágil, a uno de los Siete Durmientes, a Dionisio, y también al hada Maroné de<br />

Avalen. Era encantadora. «Mi pupila», la llamó Cagliostro, y al punto, tal como hiciera<br />

con el pequeño Alfred Franz en Curlandia, pero sin recurrir al escondite del biombo, le<br />

ordenó que fijase su atención en un recipiente de cristal, lleno de agua. Dos minutos<br />

bastaron para que la muchacha cediera al sueño magnético; lo raro es que sólo yo notara<br />

que mi amo también caía en trance. Y entonces, simultáneamente, ella en voz alta y él<br />

en voz baja, fueron respondiendo a las preguntas del taumaturgo. Un estremecimiento<br />

sacudió las filas de la nobleza, cuando la niña de ojos radiantes inició sus profecías, que<br />

mi dueño murmuraba a la par, como si hablase para mí.<br />

Así pasaron, frente al aterrado público, los anuncios del avance de una muchedumbre de<br />

hombres y mujeres, que chillaba y bramaba: «¡A Versalles!», de que, dentro de esa<br />

multitud, iba uno de sangre real; de que la Bastilla sería tomada y abatida. Aquello era<br />

demasiado para el cardenal De Bernis, quien podía ignorar que le habían escamoteado su<br />

sortija, pero entendía perfectamente que le auguraban el final del soberano a quien<br />

servía como embajador. Se levantó, fastidiado, pidiendo su capa y su coche, en tanto<br />

que el Gran Copto (después se corroboró con cuánta razón) le repetía que es inútil<br />

pretender enfrentar al Destino, y que, por desgracia, lo que tenía que ser, sería.<br />

Indiscutiblemente, por más que los convidados se comprometieron a guardar silencio<br />

sobre lo ocurrido, fue el mismo Cardenal quien lo comunicó a Pío VI, insinuándole acaso<br />

que el falso Conde colaboraba con los pretensos destructores de Francia; que las<br />

predicciones no eran tales, sino brotes de sus deseos monstruosos; y solicitándole en esa<br />

oportunidad, en nombre de la Reina María Antonieta, la eliminación de Cagliostro. No<br />

aspiraba a otra cosa el Papa, y puso en marcha la maquinaria inquisitorial. <strong>El</strong> Santo<br />

Oficio obtuvo una traidora declaración de Serafina, la cual se sumó a la masa de<br />

documentos acusatorios recogidos, y terminó de desconcertar y desesperar a su<br />

enamorado esposo. Huyeron los masones; el Bailío di Loras se asiló en la Embajada<br />

francesa. <strong>El</strong> arresto del mago fue confiado a un piquete que lo encerró en el Castel<br />

Sant'Angelo, donde quedaron en depósito su papelería, sus espejos, sus frascos, su<br />

muñeca flexible, sus trípodes y sus libros. A Lorenza (ya no Serafina) la enclaustraron en<br />

una casa de monjas. Cundió el terror, porque se difundió la impostura de que la<br />

Masonería alistaba un ejército, en la frontera de los Estados Pontificios, y se fortificó la<br />

prisión donde nadie, en absoluto, podía entrevistarse con Cagliostro.<br />

No se metieron con Alfred Franz von Howen, por desconocer su existencia. Durante los<br />

primeros días violentos, permaneció en el hostal del Panteón, como petrificado, sin<br />

entender la causa de las fanáticas reacciones. Quedaba largas horas en su habitación,<br />

inmóvil, como si escuchase una voz oculta. Por fin, dándome la insólita impresión de<br />

haber recogido el mensaje que buscaba y aguardaba, resolvió salir a la calle. Apenas nos<br />

alejamos: en la vecina plaza de Santa María sopra Minerva, topamos con un albergue<br />

cuya modestia aventajaba la del nuestro. Con nadie consultó el muchacho, previamente<br />

a trepar su empinada escalera hasta el segundo piso, golpear a una puerta y entrar en el<br />

cuarto antes de que le contestaran. <strong>El</strong> cuarto era minúsculo; lo atestaban un camastro<br />

estrecho una silla y una caja sobre la cual había una jarra de loza. En la silla,<br />

reproduciendo la actitud reconcentrada y expectante que el curlandés adoptara en su<br />

propio alojamiento, estaba la niña del salón de los Caballeros de Malta. La encontré<br />

todavía más pequeña que la noche fatal en que la Reina de Saba la presentó al<br />

desazonado auditorio patricio.<br />

Hincó Alfred Franz una rodilla en el suelo, frente a ella, y con sus manos largas y sólidas<br />

tomó las de la adolescente, que quebradizas parecían de tan delicadas. Sus ojos castaños<br />

indagaron en los de la muchacha dorados y grises. De esa suerte estuvieron mirándose<br />

204 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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