Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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sus viajes; que procuraba que el Papa lo recibiese, sin alcanzarlo; y que eran evidentes las pruebas del decaer del Gran Copto, a quien en Roma conocían, sobre todo, en las casas de empeños. Espoleó su caballo el joven, quien respondió con una mirada desdeñosa a la andanada de maledicencia, y en breve, sabedor de que lo visitaba el hijo del Chambelán von Howen, el propio Cagliostro salió a la puerta de su aposento, a darle la bienvenida. No necesitamos que corriera mucho espacio, para verificar la precisión de lo relativo a las finanzas del siciliano, no obstante el trajinar de una camarera francesa y de un mayordomo de cómica solemnidad, que iban de esa habitación a la contigua, toqueteando, soplando y fingiendo estar muy ocupados. Fiel a su personaje, Cagliostro recordó con entusiasmo hiperbólico la sesión del palacio de la Baronesa von der Recke, y escuchó con avidez al muchacho que le narraba sus experiencias y se proclamaba su discípulo. Estaban en plena euforia de trascendentes intercambios, cuando hizo su aparición Serafina. Como a su esposo, la había maltratrado el tiempo, pero en ella, por haber sido tan hermosa, tornábanse más visibles los estragos. Venía trémula de cólera, y la presencia de un mozo de tan buen porte, sin desarmarla por completo, amenguó la furia que se aprestaba a derramar sobre su marido, de suerte que se ingenió para combinar las ojeadas iracundas dirigidas al más viejo, a quien algo murmuró de unas cuentas impagas, con las sonrisas encaminadas al menor, que la miraba respetuosamente. Desapareció la Condesa tan rápido y dando muestras de tanta resolución como había surgido, y Cagliostro, luego de menear la cabeza con bondadosa melancolía (porque es cierto que amaba siempre a su irritada mujer), reanudó el diálogo, insistiendo en que esperaba que el Papa le otorgase una audiencia, merced a la eficacia del agente del Obispo de Trento; y que comprendiera la razón de su actitud filosófica, aunque estaba al tanto de que, a raíz de pronósticos relativos a la caída de la monarquía francesa, el Pontífice no paraba de gruñir que eran obra de los diabólicos masones, quienes proyectaban proceder de igual manera con los regímenes similares, sin perdonar ni a los sucesores del santo Pescador. Hizo un amplio ademán, como si aventase al aire hostil, y se animó su fisonomía, al mencionar la amistad que lo vinculaba al Bailío de Loras, Gran Cruz de la Orden de Malta, y por su intermedio al Gran Maestre Emmanuel de Rohan, de la ilustre familia del Cardenal, su protector; y al invitar a Alfred Franz para concurrir, tres días más tarde, a las dos de la mañana, a la Villa de los Caballeros de Malta, en el Monte Aventino, donde ofrecería una sesión sin duda destinada a ser memorable. (Es aquella Villa famosa, a través de cuya cerradura, por consejo de Mr. Jim, Mrs. Vanbruck se maravilló distinguiendo la recortada cúpula de San Pedro.) La sesión fue importante, tanto por sus resultados como por su público, y por sus consecuencias para mi señor. Se desarrolló en una sala amplia iluminada ricamente, decorada con los símbolos masónicos y con una multitud de grotescas figuras, que aspiraban a ser egipcias, asirías o chinas. Un extraño altar les prestaba fondo, y en él, de acuerdo con el gusto de Cagliostro, se acumulaban las calaveras, las serpientes, los monos embalsamados, los murciélagos, ampollas, amuletos y alambiques. Formaba la concurrencia un nutrido mundo principal del cual sólo reconocí al cardenal De Bernis, embajador de Francia, al Bailío Antinori y a la Princesa Rezzonico. Cesaron los murmullos no bien entró el Conde, que mal disfrazaba su deterioro bajo la mitra, seguido de su esposa, a quien el artificio de los afeites algo había devuelto de su belleza. Sentóse el mago en un trípode, y durante más de una hora nos contó su vida, su fantástica vida, iniciada en Menfis, junto a Tutmosis III, y prolongada entre escribas y sacerdotes, en las riberas del Nilo (¡ah bribón, si yo hubiese podido hablar!). Mientras estiraba su discurso, la Reina de Saba encendía lámparas y sahumerios. Pronto, una sutil neblina envolvió al disertante, cuya biografía no desdeñaba ni su actuación como augur, en el templo de Júpiter, ni su participación célebre en el festín de las bodas de Caná. Terminó gritando que nada era imposible para él, un inmortal, anterior al Diluvio. —¡Soy —exclamó— el que fue, el que es y el que será! A continuación, dentro de una vasija transparente, transformó el agua en vino; exhibió su elixir de la larga vida, que dio de beber a algunos (debía de ser un licor muy feo, porque observé que el Gran Maestre Rohan, no deseoso, quizá, de alargar tan Manuel Mujica Láinez 203 El escarabajo

sus viajes; que procuraba que el Papa lo recibiese, sin alcanzarlo; y que eran evidentes<br />

las pruebas del decaer del Gran Copto, a quien en Roma conocían, sobre todo, en las<br />

casas de empeños. Espoleó su caballo el joven, quien respondió con una mirada<br />

desdeñosa a la andanada de maledicencia, y en breve, sabedor de que lo visitaba el hijo<br />

del Chambelán von Howen, el propio Cagliostro salió a la puerta de su aposento, a darle<br />

la bienvenida. No necesitamos que corriera mucho espacio, para verificar la precisión de<br />

lo relativo a las finanzas del siciliano, no obstante el trajinar de una camarera francesa y<br />

de un mayordomo de cómica solemnidad, que iban de esa habitación a la contigua,<br />

toqueteando, soplando y fingiendo estar muy ocupados. Fiel a su personaje, Cagliostro<br />

recordó con entusiasmo hiperbólico la sesión del palacio de la Baronesa von der Recke, y<br />

escuchó con avidez al muchacho que le narraba sus experiencias y se proclamaba su<br />

discípulo. Estaban en plena euforia de trascendentes intercambios, cuando hizo su<br />

aparición Serafina. Como a su esposo, la había maltratrado el tiempo, pero en ella, por<br />

haber sido tan hermosa, tornábanse más visibles los estragos. Venía trémula de cólera, y<br />

la presencia de un mozo de tan buen porte, sin desarmarla por completo, amenguó la<br />

furia que se aprestaba a derramar sobre su marido, de suerte que se ingenió para<br />

combinar las ojeadas iracundas dirigidas al más viejo, a quien algo murmuró de unas<br />

cuentas impagas, con las sonrisas encaminadas al menor, que la miraba<br />

respetuosamente. Desapareció la Condesa tan rápido y dando muestras de tanta<br />

resolución como había surgido, y Cagliostro, luego de menear la cabeza con bondadosa<br />

melancolía (porque es cierto que amaba siempre a su irritada mujer), reanudó el diálogo,<br />

insistiendo en que esperaba que el Papa le otorgase una audiencia, merced a la eficacia<br />

del agente del Obispo de Trento; y que comprendiera la razón de su actitud filosófica,<br />

aunque estaba al tanto de que, a raíz de pronósticos relativos a la caída de la monarquía<br />

francesa, el Pontífice no paraba de gruñir que eran obra de los diabólicos masones,<br />

quienes proyectaban proceder de igual manera con los regímenes similares, sin perdonar<br />

ni a los sucesores del santo Pescador. Hizo un amplio ademán, como si aventase al aire<br />

hostil, y se animó su fisonomía, al mencionar la amistad que lo vinculaba al Bailío de<br />

Loras, Gran Cruz de la Orden de Malta, y por su intermedio al Gran Maestre Emmanuel<br />

de Rohan, de la ilustre familia del Cardenal, su protector; y al invitar a Alfred Franz para<br />

concurrir, tres días más tarde, a las dos de la mañana, a la Villa de los Caballeros de<br />

Malta, en el Monte Aventino, donde ofrecería una sesión sin duda destinada a ser<br />

memorable. (Es aquella Villa famosa, a través de cuya cerradura, por consejo de Mr. Jim,<br />

Mrs. Vanbruck se maravilló distinguiendo la recortada cúpula de San Pedro.)<br />

La sesión fue importante, tanto por sus resultados como por su público, y por sus<br />

consecuencias para mi señor. Se desarrolló en una sala amplia iluminada ricamente,<br />

decorada con los símbolos masónicos y con una multitud de grotescas figuras, que<br />

aspiraban a ser egipcias, asirías o chinas. Un extraño altar les prestaba fondo, y en él, de<br />

acuerdo con el gusto de Cagliostro, se acumulaban las calaveras, las serpientes, los<br />

monos embalsamados, los murciélagos, ampollas, amuletos y alambiques. Formaba la<br />

concurrencia un nutrido mundo principal del cual sólo reconocí al cardenal De Bernis,<br />

embajador de Francia, al Bailío Antinori y a la Princesa Rezzonico. Cesaron los murmullos<br />

no bien entró el Conde, que mal disfrazaba su deterioro bajo la mitra, seguido de su<br />

esposa, a quien el artificio de los afeites algo había devuelto de su belleza. Sentóse el<br />

mago en un trípode, y durante más de una hora nos contó su vida, su fantástica vida,<br />

iniciada en Menfis, junto a Tutmosis III, y prolongada entre escribas y sacerdotes, en las<br />

riberas del Nilo (¡ah bribón, si yo hubiese podido hablar!). Mientras estiraba su discurso,<br />

la Reina de Saba encendía lámparas y sahumerios. Pronto, una sutil neblina envolvió al<br />

disertante, cuya biografía no desdeñaba ni su actuación como augur, en el templo de<br />

Júpiter, ni su participación célebre en el festín de las bodas de Caná. Terminó gritando<br />

que nada era imposible para él, un inmortal, anterior al Diluvio.<br />

—¡Soy —exclamó— el que fue, el que es y el que será!<br />

A continuación, dentro de una vasija transparente, transformó el agua en vino; exhibió<br />

su elixir de la larga vida, que dio de beber a algunos (debía de ser un licor muy feo,<br />

porque observé que el Gran Maestre Rohan, no deseoso, quizá, de alargar tan<br />

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