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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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—Adiós, Arcángel —musitó la señora—, no os olvidéis de mí.<br />

Inesperadamente, me quitó de su mano y me puso en el anular izquierdo del mozo.<br />

—Usadlo —le dijo—; es el escarabajo secreto, el escarabajo místico. Por él os adeudo lo<br />

más fantástico que en la vida me fue permitido ver. No podría regalaros nada que<br />

quisiese más.<br />

Besó el adolescente la mano que había sido mi refugio después de que pertenecí al<br />

Príncipe de Sansevero, y se fue. Alcancé a ver que Donna Oderisia se cubría la cara con<br />

la sábana, posiblemente para que el llanto no acentuase su fealdad. Declaro que aquella<br />

póstuma confesión de amor hacia mí me conmovió, pero ya tenía yo que ajustar mis<br />

sentimientos a la idea de cambiar de morada y, después de un dedo que torturaba la<br />

artritis y entretejían las arrugas, acomodarme en uno fino y fuerte, por el cual circulaba<br />

el calor de la sangre nueva.<br />

Al galope, al trote, al paso, cabalgamos de Nápoles a Roma, merced a un obsequio más<br />

de Don Raimondo. Tampoco vestía el curlandés las ambiguas ropas de seminarista<br />

ecuestre que trajo de su país, sino unas, de verde terciopelo enriquecido con hilos de<br />

plata, que fueron del borroso Príncipe de Bisignano, y que su viuda le hizo adaptar. No<br />

bien nos acercamos a la ciudad santa, se multiplicaron las ciénagas insalubres, las tierras<br />

incultas, y la doble amenaza de los mosquitos pestíferos y del bárbaro bandidaje.<br />

Felizmente no nos detuvieron los delegados de esta última actividad, de modo que en<br />

Roma ingresamos de noche, en medio de una oscuridad maloliente casi absoluta, y de<br />

una nube de tenaces mosquitos chupadores que Alfred Franz procuró aventar,<br />

revolviendo como aspas los brazos y lanzando de tanto en tanto furiosas maldiciones,<br />

pues metido en la negrura de una callejuela, sus manos golpeaban sin proponérselo<br />

contra alguna de las enseñas comerciales que alrededor pendían. Desembocó mi amo en<br />

una plaza, en la que encima de una puerta brillaba una pequeña luz; presintió que se<br />

trataba de un albergue; acertó; allí nos hospedaron en una cámara miserablemente<br />

minúscula; quitóse el muchacho las botas; se arrojó sobre un jergón que por suerte no<br />

alcanzaba a distinguir; y el heredero de los orgullosos Condes von Howen durmió durante<br />

doce horas consecutivas, sin que lograse despabilarlo la conspiración de piojos y pulgas,<br />

hasta que lo despertó el rayo de sol que por el ventanuco enano se colaba y hacía buen<br />

rato que le apuntaba al rostro.<br />

Se levantó Alfred Franz reclamando un baño, lo que provocó sorpresa y conciliábulos<br />

entre el posadero y su mujer, y culminó, ante su insistencia, en la provisión de una gran<br />

tina de madera, colmada hasta el tope de agua caliente, que colocaron con cierta<br />

ceremonia en el aposento del albergue destinado a domicilio de jugadores de naipes y a<br />

refectorio, y al cual esa mañana llenaba un público bastante nutrido de tahúres y de<br />

tragones. En verdad, había que tener dieciocho años como mi flamante señor; había que<br />

proceder de casta linajuda, además de poseer su delgado cuerpo elegante, para entrar<br />

llevándome por única indumentaria, en aquella poblada habitación, sumergirse en la cuba<br />

con la mayor naturalidad y, sin más cortina que las nubes de vapor que ascendían de<br />

ella, entregarse a la propia y venturosa higiene. Al rato estábamos en la calle, y nos<br />

encontramos con que residíamos frente a un enorme edificio redondo, cubierto por una<br />

amplia cúpula y precedido por una columnata de piedra rosa y gris. Era el Panteón; el<br />

Panteón construido, como reza la inscripción latina del pórtico, por «Marco Vipsanio<br />

Agrippa, Cónsul por tercera vez». Supe más tarde que este personaje era el yerno de<br />

Augusto, pero Alfred Franz no se había trasladado a Roma disfrutando de vacaciones<br />

turísticas, así que, recobrada la cabalgadura, descansados, lavados y lustrados, echamos<br />

a andar a través de la urbe, en busca de los Cagliostro. Volvíase la gente detrás del<br />

juvenil y flexible caballero del verde atavío y la cabeza descubierta, a quien empezaba a<br />

sombrearle el labio superior un bigote más grácil que el de Monsieur Casanova, y<br />

probablemente inspirado por el del histórico amante.<br />

Pronto nos enteramos de que el Conde Alejandro Cagliostro y la Condesa Serafina<br />

paraban en «La Scalinata», un hospedaje de la plaza de Spagna, y allá nos fuimos. Los<br />

incrédulos y guasones informantes le habían dicho a mi amo que el tal Conde era un<br />

truhán, que las iba de médico pero no curaba, y que en cambio no cesaba de disparatar<br />

sobre la soberbia estrambótica de sus orígenes, y sobre la apócrifa heterogeneidad de<br />

202 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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