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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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de taumaturgo, de masón, de diplomático, de viajero por las regiones invisibles, y de<br />

amador, de amador, de amador; una fama que lo enaltecía como si al entrar lo llevasen<br />

en andas. La fama seguía ahí, mas él ya no era él; atrás, remoto, había quedado el<br />

petimetre galante, atrayente, versallesco. A quien teníamos frente a nosotros, y con un<br />

vago crujir de huesos se inclinaba, era al bibliotecario del Conde de Waldstein, el cual lo<br />

había recogido por caridad hacía tres años, lo había metido entre libros en su castillo de<br />

Bohemia, y ahora, quizás apiadado de su fastidio y de su pesadumbre, lo había enviado a<br />

Nápoles, con el encargo de adquirir las últimas publicaciones para sus anaqueles. No<br />

importa: el Chevalier de Seingalt se hallaba delante de nosotros, luciendo su caja de rapé<br />

con la miniatura de Federico el Grande y marco de rubíes, y ya lo rodeaban, ya lo<br />

palmeaban, va se doblaban las damas en reverencias desfallecientes, ya lo abrumaban<br />

de recuerdos y de bizcochos, ya lo salpicaban de elogios y de limonada, ya iba de un<br />

ángulo al otro del salón, deteniéndose, haciendo revolotear como mariposas las<br />

manecitas, entre napolitanos vociferantes y napolitanas neuróticas de curiosidad y<br />

frenéticas de seducción, al par que Donna Oderisia, triunfal, extremaba la perversa burla<br />

al límite de llamar a su lado, con coqueteos mohines, a las Princesas de Francavilla y<br />

Ravaschieri, de hacer que se sentasen y de hablarles de fruslerías. Pero paralelamente,<br />

su solitario ojo de águila no eludía ni un detalle de los besamanos; del navegar de las<br />

bandejas más y más despobladas, en aquel mar de pelucas; del distante, como soñado,<br />

fluir desde la sala vecina de la música de Scarlatti; de cuanto hacía su huésped de honor,<br />

que ahora conversaba con el embajador de Inglaterra, ahora con los Príncipes de<br />

Belmonte y de Sansevero, ahora con el pintor Tischbein, ahora divertía a un grupo de<br />

damas, quienes vigilaban sus risas obviamente, pues hubieran podido ser estrepitosas. Y<br />

en medio de la multitud de cabezas blancas, Dpnna Oderisia Bisignano divisaba y perdía<br />

la ondulación de la castaña cabellera de Alfred Franz, y se me ocurre que se decía en su<br />

interior, sin suspender el parloteo con las Princesas nerviosas, que el día siguiente,<br />

pasada la fiesta y su alboroto, tendría que dedicarse a él en especial. Pero de repente<br />

sentí el estremecimiento de su escalofrío, porque yo también me percaté de que Von<br />

Howen dialogaba con Casanova, y también yo me acordé de la relación que unía a<br />

Seingalt y a Cagliostro.<br />

Las dos aristocráticas prisioneras aprovecharon los segundos de distracción para<br />

escabullirse, y lo habrán lamentado en seguida, puesto que precisamente entonces el<br />

ambicionado visitante cruzó el salón y ocupó una de las sillas, junto a la dueña de la<br />

casa, que se incorporó aún más, acodándose en los almohadones. Donna Oderisia se<br />

aprestaba a endilgarle su preparado discurso sobre el «Icosamerón», mas su<br />

interlocutor, adelantándosele, se refirió al simpático hijo de su amigo el Conde von<br />

Howen, Chambelán del Ducado de Curlandia, y a su vivo interés por Cagliostro. Agregó<br />

que, ante una pregunta suya, lo había informado de que el mago estuvo en Trento,<br />

donde atendía a achacosos, a moribundos y hasta a fallecidos, pero que ya andaría<br />

camino de Roma, acompañado por el Obispo de aquella diócesis, ocultista como él, quien<br />

proyectaba presentarlo al Papa. Mi señora palideció, y deploro decir que embarulló de<br />

punta a punta su versión de las aventuras de Eduardo y <strong>El</strong>isabeth. Ese momento, que<br />

debió coincidir con la corona de un éxito merecido, ya que me consta que aceleró el<br />

trabajo de volar sobre la novela, hubiese sido, contrariamente, el del bochorno de su<br />

fracaso, si no la hubiera salvado el oportuno arrimarse de Raimondo de Sangro, quien<br />

reanudó para Casanova su explicación del experimento de la lámpara inextinguible.<br />

Como cabía prever, la siguiente mañana Alfred Franz agradeció su hospitalidad a la<br />

Princesa, y le comunicó su inmediata partida para Roma. Lo hizo a la vez que el palacio<br />

parecía zarandeado por una tempestad, a causa de la barabúnda del barrer y sacudir de<br />

alfombras, del baldear de escaleras, del arrastrar de muebles y del taconear de<br />

servidores. Hundida en la cama, despelucada, sin cosméticos, sin velo, una compresa fría<br />

puesta sobre la frente, Donna Oderisia lo escuchó sin ni siquiera intentar una réplica.<br />

Sacó de la tibieza de las cobijas los brazos descarnados, y acertó a rogar:<br />

—Debo dar mi adiós al Arcángel Miguel. Torció el gesto el muchacho, y apoyó sus labios<br />

jóvenes en aquellos labios secos.<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 201<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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