Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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sapiencia oculta, también antropomorfo, pero con cabeza de ibis. Ambos tenían los<br />
cabellos azules, de lapislázuli, de mi lapislázuli, y que se me excuse la vanidad. A poco,<br />
se esfumaron. No dudo ni un segundo, al evocarlos, de que los dos van al frente del<br />
prolongado cortejo de dioses que acompaña mi extraña vida, y que aparecen y<br />
desaparecen a mi vera, como enmascarados misteriosos. Los señalo porque, si es cierto<br />
que Poseidón le debe lo que es a un dios agraciado y joven, asimismo hubo dioses el día<br />
de mi nacimiento al espíritu, y fue el joven y agraciado Khamuas, el encantador<br />
intermediario entre los dioses y yo: la diferencia finca en que el divino muchacho de<br />
Poseidón se evaporó muerto de risa, en tanto que Seth y Thot (si tales, como creo,<br />
fueron) se eclipsaron sin desprenderse nunca de su hierática y teatral solemnidad, pero<br />
no hay que borrar de la mente que el dios de Poseidón (tal vez Mercurio) era griego, y<br />
los míos eran egipcios, y que aunque todos sean dioses, la diferencia de maneras y de<br />
humor entre unos y otros es bastante obvia, como recordará cualquier estudiante de<br />
Mitología.<br />
Luego del párvulo Khamuas, atrajo mi atención el jefe de los Orfebres, Nehnefer quien se<br />
mantenía algo alejado, respetuosamente. Rasurada la cabeza, sólo vestido con un corto<br />
paño alrededor de la cintura y exhibiendo un cuerpo de oscura y melancólica delgadez,<br />
que el tiempo había maltratado y consumido, acentuaba su ancianidad rugosa por<br />
contraste con la lisura bruñida del príncipe. Únicamente él fue testigo de la esotérica<br />
operación; concluida ésta, retiróse Khamuas en silencio, con un leve relampaguear de los<br />
pendientes que colgaban de sus lóbulos, y el reverencioso Nehnefer lo escoltó hasta la<br />
puerta; el orfebre golpeó las palmas, y artífices y artesanos llenaron bullangueramente el<br />
taller. Pusiéronse a trabajar todos, y yo, que poco a poco avanzaba en el camino de la<br />
conciencia, contemplé cuanto me circuía con ávida curiosidad. Observé, por lo pronto,<br />
que sobre la mesa donde reposaba se distribuía la más diversa suerte de metales y<br />
piedras, y aunque el tiempo corrió antes de que conociese sus nombres y calidades, me<br />
fascinaron, ya entonces, su color y fulgores, porque allí había trozos de electrum, traídos<br />
del desierto oriental y del país de Punt; turquesas de las minas del Sinaí; cornalinas,<br />
granates, calcedonias, amatistas, jaspes, cristales de roca, algunas láminas de plata,<br />
más preciada que el oro, confundidos con los buriles de obsidiana, los martillos hechos de<br />
guijarros pulidos o de madera, los cinceles de bronce y cobre, y las vasijas colmadas de<br />
cuentas de vidrio, amarillas, rojas, negras, azules y verdes, algunas de ellas muy<br />
simples, pero otras de formas caprichosas y audaces. En torno de la mesa y del horno y<br />
su soplete de caña, movíanse lapidarios, cinceladores y expertos en cerámica, bajo la<br />
dirección de Nehnefer. Dos enanos cumplían, por tradición, la tarea de engarzadores, y la<br />
alternaban con bufonerías que hacían reír a los demás. Uno de los retacones, a quien le<br />
dolía la vista, le rogó al jefe, ante mi espanto, que me prestase para tocar conmigo sus<br />
ojos enfermos, y si bien Nehnefer arguyó que los que poseen la virtud curativa son los<br />
escarabajos vivientes y nunca uno de lapislázuli, tanto porfió el minúsculo individuo que<br />
el maestro, encogiéndose de hombros, terminó por acceder, y en breve desfilé de mano<br />
en mano, de párpado en párpado y de córnea en córnea, porque no había nadie allí que<br />
no sufriese o lagrimease, a causa del polvillo sutil que desprendían las piedras<br />
elaboradas, y poblaba el aire. Constituye ese andar a través de los ojos del taller donde<br />
supe quién soy, mi inaugural ensayo viajero, y si por un lado debo decir que no fue<br />
agradable el contacto con tantas oftalmías, confieso, de igual modo, que por vez primera<br />
me picoteó el orgullo, al hacerme sentir, a mí que había nacido entre dioses, como un<br />
diminuto dios, dispensador de dádivas singulares. No demoró mucho mi ausencia, pues<br />
me reclamó Nehnefer, quien tenía listo ya el brazalete para engastarme.<br />
A esa alhaja la detallé con claridad: estaba explayada sobre la mesa, y era tal la<br />
importancia que se le concedía, que los artífices y discípulos despejaron el contorno, a fin<br />
de que la flexible pulsera que manipulaba el jefe luciera su máximo esplendor. La<br />
componían canutillos de oro, vidrio azul, lapislázuli, calcita y electrum, enhebrados con<br />
cornalinas y más vidrios azules, entre bordes de cuentas áureas. Tan preciosa era, que la<br />
contemplé embobado. Entonces oí, por primera vez (fue aquél, para mí, un día de<br />
muchas iniciaciones trascendentes), el nombre de la Reina Nefertari, a quien se la<br />
destinaba. Con escasos y hábiles ajustes, el maestro me fijó a la joya. A mí mismo, al<br />
20 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo