Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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superior lo separaba dilatadamente de ambos aventureros. Maroc se condujo como un espía ejemplar. Además de la sensacional revelación de la llegada de Casanova, comunicó a su ama que el miércoles de la semana siguiente se serviría una cena en su honor en casa de la bonita Princesa Ravaschieri, viuda feliz del viejo Príncipe que ladraba, y el jueves otra, en la de la Princesa Francavilla, nuera del Gran Maestre de la Casa del Rey y rival mundana de Donna Oderisia. Antes de que su estupefacta señora lo interrumpiese, completó su informe acotando que sin duda la noticia habría cundido, pues en el escaparate de una librería había curioseado varias obras flamantes, en francés, de Monsieur Jaeques Casanova, y que notó que se iban vendiendo. La Princesa de Bisignano se mostró al punto digna de su sangre guerrera, por la rapidez militar con que encaró la situación. Su recibo estaba fijado para el martes, o sea que precedería a las comidas de sus competidoras, de modo que sin perder un minuto, bailoteante el ojo indeciso, pero el otro pétreo y agudo como de águila, garabateó y plegó un papel dirigido al Chevalier de Seingalt, en el cual mencionaba sus encuentros en París, casi cuarenta años atrás, en el gabinete de alquimia de la Marquesa de Urfé (inspirador de su laboratorio); aludía exquisitamente a la breve conexión sentimental que a la sazón establecieron, e invitaba al codiciado huésped a su fiesta. Asimismo mandó al negro irreemplazable que averiguara en qué posada vivía el convidado; que allí dejara el mensaje, y que siguiese al negocio del librero, obtuviera los volúmenes del veneciano, y le asegurase, por supuesto sin fijar fecha, que ya los pagarían. Partió el negro a escape, y lo imaginé sorteando carrozas, pajes con antorchas, literas, caballerías, tenderetes, pregoneros de ostras, de frutas y verduras, impregnándose de las miasmas que en medio del barroco lujo y la ansiosa pobreza transmitían, con algún soplo salino, el típico tufo de Nápoles; y corriendo, corriendo, emisario de un amor trasnochado, en tanto que Donna Oderisia, víctima de una súbita jaqueza atroz, se derrumbaba en su canapé favorito, y besaba fervorosamente la higa de azabache, el amuleto en cuya eficacia su italiana superstición tenía más fe que en Dios Todopoderoso. La aceptación inmediata de Casanova, la serenó. De vuelta, Maroc fue portador, además de dicho bálsamo que afirmaba su victoria sobre su adversaria pareja, de dos libros del trotamundos, publicado el uno en Leipzig y el otro en Praga, ese mismo año. En el primero narraba su comentadísima y aparentemente imposible huida de la terrible prisión de los Plomos, los «Piombi», de su ciudad natal, hacía mucho, y mi poder de memorizar, sin duda privilegiado si se tiene en cuenta el enorme archivo que acopio, guarda para siempre el complejo título del segundo: «Icosamerón, o Historia de Eduardo y Elisabeth, que pasaron 81 años entre los Megacrimes, habitantes del Protoclosmo en el interior de nuestro Globo». Totalmente recuperada, mi señora caló las gruesas gafas, se apoderó de los libros, los examinó con dedos veloces, y sea porque había oído referir en múltiples oportunidades los detalles de la evasión de la cárcel infranqueable de los Dux, sea porque, como yo, a la crónica prefería la novela, optó por esta última. Yo había participado de sus lecturas a menudo, pero debo admitir que durante ninguna le conocí un proceder tan singular como durante el recorrido de las veinte «jornadas» de este curioso y abultado romance. En verdad, me asombró comprobar la facultad que poseía de ocuparse simultáneamente de su recibo y de internarse en el dédalo del «Icosamerón». Iba yo al galope, con ella, atravesando el relato, eludiendo los obstáculos que alzaban las intercaladas reflexiones morales o filosóficas de Casanova, que suprimíamos, para ceñirnos sólo al argumento y su fantasía, cuando sin anuncio asomó uno de los criados, a preguntar a quién se podía recurrir para pedir al fiado más bizcochos. La admirable Princesa solucionó el dilema en un instante, y retornamos a brincar sobre las páginas, y a perseguir a Eduardo y Elisabeth quienes, metidos en una caja de metal, se hundían dentro del remolino del Maelstrom y aparecían en el centro de la Tierra, entre gente pura y extraña. Nos familiarizábamos a medias con aquellos bienaventurados, y ya estuvo de vuelta el doméstico imbécil, balbuciendo la negativa de la venta sin el pago efectivo. Bullió, soberbia, la sangre azul de la prima del Príncipe de Sansevero. Relampaguearon detrás de los cristales sus ojos entreverados e iracundos; Manuel Mujica Láinez 199 El escarabajo

superior lo separaba dilatadamente de ambos aventureros.<br />

Maroc se condujo como un espía ejemplar. Además de la sensacional revelación de la<br />

llegada de Casanova, comunicó a su ama que el miércoles de la semana siguiente se<br />

serviría una cena en su honor en casa de la bonita Princesa Ravaschieri, viuda feliz del<br />

viejo Príncipe que ladraba, y el jueves otra, en la de la Princesa Francavilla, nuera del<br />

Gran Maestre de la Casa del Rey y rival mundana de Donna Oderisia. Antes de que su<br />

estupefacta señora lo interrumpiese, completó su informe acotando que sin duda la<br />

noticia habría cundido, pues en el escaparate de una librería había curioseado varias<br />

obras flamantes, en francés, de Monsieur Jaeques Casanova, y que notó que se iban<br />

vendiendo.<br />

La Princesa de Bisignano se mostró al punto digna de su sangre guerrera, por la rapidez<br />

militar con que encaró la situación. Su recibo estaba fijado para el martes, o sea que<br />

precedería a las comidas de sus competidoras, de modo que sin perder un minuto,<br />

bailoteante el ojo indeciso, pero el otro pétreo y agudo como de águila, garabateó y<br />

plegó un papel dirigido al Chevalier de Seingalt, en el cual mencionaba sus encuentros en<br />

París, casi cuarenta años atrás, en el gabinete de alquimia de la Marquesa de Urfé<br />

(inspirador de su laboratorio); aludía exquisitamente a la breve conexión sentimental que<br />

a la sazón establecieron, e invitaba al codiciado huésped a su fiesta. Asimismo mandó al<br />

negro irreemplazable que averiguara en qué posada vivía el convidado; que allí dejara el<br />

mensaje, y que siguiese al negocio del librero, obtuviera los volúmenes del veneciano, y<br />

le asegurase, por supuesto sin fijar fecha, que ya los pagarían. Partió el negro a escape,<br />

y lo imaginé sorteando carrozas, pajes con antorchas, literas, caballerías, tenderetes,<br />

pregoneros de ostras, de frutas y verduras, impregnándose de las miasmas que en medio<br />

del barroco lujo y la ansiosa pobreza transmitían, con algún soplo salino, el típico tufo de<br />

Nápoles; y corriendo, corriendo, emisario de un amor trasnochado, en tanto que Donna<br />

Oderisia, víctima de una súbita jaqueza atroz, se derrumbaba en su canapé favorito, y<br />

besaba fervorosamente la higa de azabache, el amuleto en cuya eficacia su italiana<br />

superstición tenía más fe que en Dios Todopoderoso.<br />

La aceptación inmediata de Casanova, la serenó. De vuelta, Maroc fue portador, además<br />

de dicho bálsamo que afirmaba su victoria sobre su adversaria pareja, de dos libros del<br />

trotamundos, publicado el uno en Leipzig y el otro en Praga, ese mismo año. En el<br />

primero narraba su comentadísima y aparentemente imposible huida de la terrible prisión<br />

de los Plomos, los «Piombi», de su ciudad natal, hacía mucho, y mi poder de memorizar,<br />

sin duda privilegiado si se tiene en cuenta el enorme archivo que acopio, guarda para<br />

siempre el complejo título del segundo: «Icosamerón, o Historia de Eduardo y <strong>El</strong>isabeth,<br />

que pasaron 81 años entre los Megacrimes, habitantes del Protoclosmo en el interior de<br />

nuestro Globo». Totalmente recuperada, mi señora caló las gruesas gafas, se apoderó de<br />

los libros, los examinó con dedos veloces, y sea porque había oído referir en múltiples<br />

oportunidades los detalles de la evasión de la cárcel infranqueable de los Dux, sea<br />

porque, como yo, a la crónica prefería la novela, optó por esta última. Yo había<br />

participado de sus lecturas a menudo, pero debo admitir que durante ninguna le conocí<br />

un proceder tan singular como durante el recorrido de las veinte «jornadas» de este<br />

curioso y abultado romance. En verdad, me asombró comprobar la facultad que poseía<br />

de ocuparse simultáneamente de su recibo y de internarse en el dédalo del<br />

«Icosamerón». Iba yo al galope, con ella, atravesando el relato, eludiendo los obstáculos<br />

que alzaban las intercaladas reflexiones morales o filosóficas de Casanova, que<br />

suprimíamos, para ceñirnos sólo al argumento y su fantasía, cuando sin anuncio asomó<br />

uno de los criados, a preguntar a quién se podía recurrir para pedir al fiado más<br />

bizcochos. La admirable Princesa solucionó el dilema en un instante, y retornamos a<br />

brincar sobre las páginas, y a perseguir a Eduardo y <strong>El</strong>isabeth quienes, metidos en una<br />

caja de metal, se hundían dentro del remolino del Maelstrom y aparecían en el centro de<br />

la Tierra, entre gente pura y extraña. Nos familiarizábamos a medias con aquellos<br />

bienaventurados, y ya estuvo de vuelta el doméstico imbécil, balbuciendo la negativa de<br />

la venta sin el pago efectivo. Bullió, soberbia, la sangre azul de la prima del Príncipe de<br />

Sansevero. Relampaguearon detrás de los cristales sus ojos entreverados e iracundos;<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 199<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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