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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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experiencia fue una de las más fantásticas (sólo comparable a la que acumulé en la<br />

feérica Isla de Avalón) de mi larga vida. Se desarrolló en el laboratorio donde Donna<br />

Oderisia se afanaba infructuosa y tenazmente, hacía años. <strong>El</strong> médium colocó en el centro<br />

de la mesita del tapete rojo, una transparente jarra colmada de agua, y encendió dos<br />

velas. La Princesa y Maroc se sentaron a ambos lados de él (costó un poco que el negro<br />

servidor se aviniese a hacerlo delante de su dueña) y unieron sus manos las que,<br />

formando un triángulo, reposaron en la cubierta púrpura, encima de la cual se destacaba<br />

la blanquinegra Estrella de Salomón. Bailaban lánguidamente las llamas, proyectando<br />

sobre las paredes en las que se recortaban los alambiques, móviles sombras, y de<br />

pronto, inesperada, la del turbante de Maroc, ornada con dos cortas plumas, renovó para<br />

mí la pintura de Khepri, el Dios <strong>Escarabajo</strong>, mi Dios, tal cual está en la tumba de la Reina<br />

Nefertari, y que lo representa con cuerpo humano, teniendo un escarabajo por cabeza.<br />

Aquella impresión duró segundos, porque ya me distraía el oscilar del excéntrico<br />

extranjero, quien sin quitar la mirada de la vasija que brillaba como un inmenso<br />

diamante, dio en canturrear y en mascullar unos vocablos deshilvanados, en tanto que<br />

yo, en la diestra de Donna Oderisia a la cual se entrelazaban los delicados y trémulos<br />

dedos del adolescente, sentía que un eléctrico fluir me cruzaba, y que su potencia daba<br />

la vuelta a la mesilla, a través de las seis manos juntas. Un buen espacio transcurrió, sin<br />

que aconteciera nada: temblaba Maroc, y la Princesa miope y medio tuerta, hurgaba la<br />

escena detrás del velo que descendía de su complicado pelucón. Ya no se movía ni<br />

hablaba Alfred Franz. Rígido, hermosísimo, desordenado el cabello y entreabierta la boca<br />

que conociera el Arcángel, fijaba la extática quietud de sus ojos castaños en el recipiente.<br />

Entonces tuvo lugar lo extraordinario, en cuyo proceso me correspondió tan insólita como<br />

involuntaria participación.<br />

Echó Alfred Franz la cabeza hacia atrás, cerró los párpados, y una convulsión lo<br />

estremeció, mientras renacía su murmurada melopea que en breve transformaría en<br />

apagado gemir. Donna Oderisia y Maroc, espantados, vieron (esto es innegable) que de<br />

mí, del <strong>Escarabajo</strong>, brotaba, como en ciertos cuentos de Oriente, algo cuya definición no<br />

se me ocurre, pero que semejaba una leve y ondulante gasa, la cual, como si estuviera<br />

hecha de humo, fue ascendiendo y desenvolviéndose, hasta llenar el reducido<br />

laboratorio. Ahora, el médium, cuya mano advertí que vibraba y se humedecía, había<br />

callado, y apenas se oían las respiraciones anhelosas de los tres. Gradualmente, en ese<br />

tul y ese vapor, comenzaron a desenredarse, cual si se esbozaran, borraran y<br />

recuperaran, unas pálidas apariencias, y estupefacto, uno tras otro, fui reconociendo el<br />

perfil y el tocado con alas de buitre, altas plumas y el disco solar de mi divina Reina<br />

Nefertari; el turbante absurdo de la cortesana Simaetha; la calvicie y la mueca de<br />

Aristófanes; la guirnalda de violetas de Parma del escritor Cayo Helvio Cinna; la<br />

expresión taciturna de César bajo los lauros; la musculatura del Dios del Tíber, cubierta<br />

de húmedas rosas; los petos enjoyados de los Siete Durmientes bizantinos y el aleteo de<br />

sus custodios; la desnudez enorme de Zoe, entre gitanos imprecisos; las barbas<br />

mugrientas de Carlomagno, sus estupendos ojos, su talismán, su glorioso sobrino del<br />

Olifante y de la ahusada cintura; la verde cara de Dindi, el duende alquilador de<br />

dragones; las siluetas brumosas del viejo terceto que imaginó sus vidas en el palacio<br />

Polo de Venecia; la gracia burlona del espléndido y trágico Febo di Poggio y la infinita<br />

tristeza de Miguel Ángel; la elegancia del despreciativo Livio Altoviti; la pequeñez<br />

orgullosa de Don Diego de Acedo, la plácida inmensidad de la Monstrua, la distinción y el<br />

triste mirar de Felipe IV, y tantas sombras más... Eran como bocetos, muy vagos<br />

todavía, pero poco a poco las figuras se intensificaron y completaron, aunque sin adquirir<br />

ningún color, como si las constituyese una materia translúcida, desvaída, fluctuante... ¡Y<br />

eran mi mundo! ¡Eran míos! De mí surgían, cual si el muchacho taumaturgo poseyese la<br />

virtud de extraer y concretar mis memorias, lo que estaba encerrado dentro de mí, de<br />

modo que yo no resultaba un diminuto <strong>Escarabajo</strong> de lapislázuli, la talla de un orfebre<br />

egipcio, sino un descomunal cofre mágico que aprisionaba docenas y docenas de<br />

milenarios cautivos. Colmaban la habitación, amontonándose, sobreponiéndose,<br />

mezclando sus transparencias y girando paulatinamente contra los muros, como Alfred<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 197<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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