Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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la corta pierna y el ojo indeciso: —Permitidme —dijo con beata unción— que béselos labios que han besado los del Arcángel. Y le plantó un prolongado beso. Una vez que el mozo consiguió desasirse, añadió: —Por supuesto, sois mi huésped. Mañana os mostraré mi laboratorio. Ya descubriremos a Monsieur Cagliostro. Condúcelo, Maroc, a la habitación rosa, donde hay las pinturas de fachadas de pintorescos edificios. Se instaló Alfred Franz, y esa noche renació, más agudamente, la sorpresa que me había desconcertado al presentarse el seminarista en el palacio Bisignano, y al notar yo la impresión que a la Princesa le causara, pues repito que desde que fue mi dueña jamás advertí que la perturbase semejante hormigueo. Mientras comían juntos, se agitó la señora en su silla, como una alborotada doncellita; suspiró, puso los ojos en blanco, se llevó a menudo una mano al pecho, como si el corazón le doliera, y en fin nos ofreció, al muchacho, al negro y a mí, los síntomas teatralmente característicos de quien ha sido objeto del Amor veleidoso a quemarropa, lo cual, teniendo en cuenta su edad y la de Howen, separadas por una distancia de más de medio siglo, cabe calificar por lo menos de alarmante. Bien hizo el forastero en cerrar con doble vuelta de llave su cuarto rosa, ya que estaba leyendo uno de los libros que para su distracción le había prestado Donna Oderisia (supongo que «La Cadena de Oro de Hornero», de un alquimista árabe, regalo del Conde de Saint-Germain), cuando oyó que la Princesa, que había trotado, cojeando, por las galerías gélidas, sin más abrigo que una bata liviana y flotante, orlada de plumas marchitas, llamaba a su puerta. —¿Quién es? —preguntó el muchacho desde la cama. —Soy yo... Oderisia... Oderisia de Bisignano... Se inquietó Alfred Franz: —¿Qué necesitáis, a esta hora? Tardó mi propietaria en contestar, y lo hizo con un hilo de voz pudorosa: —Sólo quería... sólo quería besar la santa huella del Arcángel San Miguel, antes de dormirme. —Id con Dios, señora. El Arcángel os manda su bendición por mi intermedio. Obstinóse la Princesa, mas eran tales sus estornudos que únicamente se percibía, entre ellos, la piadosa súplica de besar al Arcángel». Para colmo me empleaba a mí, al correcto Escarabajo de la divina esposa de Ramsés II, a fin de golpear la clausurada puerta, lo que testimonia a qué grado de aberración había descendido. —Señora, os repito que vayáis con Dios. De lo contrario, me obligaríais a abandonar vuestro palacio mañana. —No... no... —gimió Donna Oderisia—. Eso nunca. Y completó su frase con unas nobles palabras que no hubiese creído ninguno de los numerosos adultos habitantes de Nápoles: —Me ofendéis, Monsieur Alfred Franz von Howen. Os equivocáis sobre mis intenciones. Dicho lo cual, envolviéndose en su bata como una patricia romana en su túnica, y sonándose la alterada nariz, regresó pausadamente a su habitación. Al día siguiente se encontró con el joven como si nada hubiese sucedido, y desde entonces, durante la semana en que éste permaneció en su casa, no volvió a embarazarlo con alusiones al culto de San Miguel. Por lo demás, la absorbieron los preparativos de su próxima recepción, y como el huésped se aferró al anuncio de que partiría antes, es obvio que la Princesa, previamente a perderlo, se apresuró a sacar provecho, aunque más no fuese, de sus condiciones recónditas. En efecto, guarneciendo su rostro muy maquillado con lo que imaginó ser una sonrisa sibilina, le formuló la siguiente proposición: —Por azar he averiguado dónde se halla Cagliostro actualmente. Y bien, os ofrezco cambiaros ese informe, que tanto os interesa, por que realicéis para mí una sesión demostrativa de vuestros poderes. Pensé, al madurar esta idea, que podríamos invitar a mi primo el sabio Don Raimondo de Sangro, Príncipe de Sansevero, pero me dije que su escepticismo materialista entorpecería las manifestaciones. No temáis: si lo autorizáis, estaríamos solos vos, yo y Maroc. Vaciló el curlandés, sin decidirse, hasta que terminó aceptando el trueque. Aquella 196 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

la corta pierna y el ojo indeciso:<br />

—Permitidme —dijo con beata unción— que béselos labios que han besado los del<br />

Arcángel.<br />

Y le plantó un prolongado beso. Una vez que el mozo consiguió desasirse, añadió:<br />

—Por supuesto, sois mi huésped. Mañana os mostraré mi laboratorio. Ya descubriremos a<br />

Monsieur Cagliostro. Condúcelo, Maroc, a la habitación rosa, donde hay las pinturas de<br />

fachadas de pintorescos edificios.<br />

Se instaló Alfred Franz, y esa noche renació, más agudamente, la sorpresa que me había<br />

desconcertado al presentarse el seminarista en el palacio Bisignano, y al notar yo la<br />

impresión que a la Princesa le causara, pues repito que desde que fue mi dueña jamás<br />

advertí que la perturbase semejante hormigueo. Mientras comían juntos, se agitó la<br />

señora en su silla, como una alborotada doncellita; suspiró, puso los ojos en blanco, se<br />

llevó a menudo una mano al pecho, como si el corazón le doliera, y en fin nos ofreció, al<br />

muchacho, al negro y a mí, los síntomas teatralmente característicos de quien ha sido<br />

objeto del Amor veleidoso a quemarropa, lo cual, teniendo en cuenta su edad y la de<br />

Howen, separadas por una distancia de más de medio siglo, cabe calificar por lo menos<br />

de alarmante. Bien hizo el forastero en cerrar con doble vuelta de llave su cuarto rosa, ya<br />

que estaba leyendo uno de los libros que para su distracción le había prestado Donna<br />

Oderisia (supongo que «La Cadena de Oro de Hornero», de un alquimista árabe, regalo<br />

del Conde de Saint-Germain), cuando oyó que la Princesa, que había trotado, cojeando,<br />

por las galerías gélidas, sin más abrigo que una bata liviana y flotante, orlada de plumas<br />

marchitas, llamaba a su puerta.<br />

—¿Quién es? —preguntó el muchacho desde la cama.<br />

—Soy yo... Oderisia... Oderisia de Bisignano... Se inquietó Alfred Franz:<br />

—¿Qué necesitáis, a esta hora? Tardó mi propietaria en contestar, y lo hizo con un hilo<br />

de voz pudorosa:<br />

—Sólo quería... sólo quería besar la santa huella del Arcángel San Miguel, antes de<br />

dormirme.<br />

—Id con Dios, señora. <strong>El</strong> Arcángel os manda su bendición por mi intermedio.<br />

Obstinóse la Princesa, mas eran tales sus estornudos que únicamente se percibía, entre<br />

ellos, la piadosa súplica de besar al Arcángel». Para colmo me empleaba a mí, al correcto<br />

<strong>Escarabajo</strong> de la divina esposa de Ramsés II, a fin de golpear la clausurada puerta, lo<br />

que testimonia a qué grado de aberración había descendido.<br />

—Señora, os repito que vayáis con Dios. De lo contrario, me obligaríais a abandonar<br />

vuestro palacio mañana.<br />

—No... no... —gimió Donna Oderisia—. Eso nunca.<br />

Y completó su frase con unas nobles palabras que no hubiese creído ninguno de los<br />

numerosos adultos habitantes de Nápoles:<br />

—Me ofendéis, Monsieur Alfred Franz von Howen. Os equivocáis sobre mis intenciones.<br />

Dicho lo cual, envolviéndose en su bata como una patricia romana en su túnica, y<br />

sonándose la alterada nariz, regresó pausadamente a su habitación.<br />

Al día siguiente se encontró con el joven como si nada hubiese sucedido, y desde<br />

entonces, durante la semana en que éste permaneció en su casa, no volvió a<br />

embarazarlo con alusiones al culto de San Miguel. Por lo demás, la absorbieron los<br />

preparativos de su próxima recepción, y como el huésped se aferró al anuncio de que<br />

partiría antes, es obvio que la Princesa, previamente a perderlo, se apresuró a sacar<br />

provecho, aunque más no fuese, de sus condiciones recónditas. En efecto, guarneciendo<br />

su rostro muy maquillado con lo que imaginó ser una sonrisa sibilina, le formuló la<br />

siguiente proposición:<br />

—Por azar he averiguado dónde se halla Cagliostro actualmente. Y bien, os ofrezco<br />

cambiaros ese informe, que tanto os interesa, por que realicéis para mí una sesión<br />

demostrativa de vuestros poderes. Pensé, al madurar esta idea, que podríamos invitar a<br />

mi primo el sabio Don Raimondo de Sangro, Príncipe de Sansevero, pero me dije que su<br />

escepticismo materialista entorpecería las manifestaciones. No temáis: si lo autorizáis,<br />

estaríamos solos vos, yo y Maroc.<br />

Vaciló el curlandés, sin decidirse, hasta que terminó aceptando el trueque. Aquella<br />

196 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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