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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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apretadamente, como un actor de modesta categoría en la exigüidad de su camarín,<br />

detrás del biombo de la Baronesa von der Recke, asomando el extremo de una pluma<br />

argéntea acá y una fracción de aureola allá, y valoré mi privilegio y la plástica<br />

supremacía del primer cuadro. Ahora, repuesto de la emoción que le había causado su<br />

reseña, el joven tornó a hablar:<br />

—A partir de experiencias tan singulares, quedé como hechizado. Los misterios que me<br />

rodeaban desde mi infancia más remota, acentuaron su asedio, al tiempo que dejaban,<br />

paulatinamente, de ser invisibles. Eso no acontecía en forma permanente. De súbito<br />

sentía yo que empezaban a esbozarse, a colorearse, a ganar consistencia, a moverse y a<br />

rotar alrededor de mí.<br />

—¿Cómo son? —exclamó la Princesa, excitada.<br />

—Nadie me lo ha prohibido, pero sé que no lo debo decir. Para no defraudaros<br />

totalmente, os confío que hay uno, lo que se llama un <strong>El</strong>emental, benéfico, que asume la<br />

traza de una gran esfera azul, y que sin detenerse, gira y gira en torno.<br />

—¡Ah...! —se maravilló la Princesa napolitana, y con instintivo cuidado se acurrucó en el<br />

diván porque Alfred Franz se hallaba muy cerca, lo que la situaba en la órbita probable<br />

del <strong>El</strong>emental en cuestión.<br />

—Hacia mis quince años —continuó el adolescente—, se insinuó en mi magín la idea de<br />

que la materialización de esos seres incumbía al Conde Cagliostro quien, al utilizarme<br />

para sus especulaciones prodigiosas, puso en marcha en mi interior resortes ocultos, los<br />

cuales facilitaron mi involuntaria aproximación a ignoradas atmósferas. A medida que<br />

transcurría el tiempo, dicha sospecha se fue mudando en certidumbre y cuando, el año<br />

pasado, ensayé a mi vez, sin otra asistencia, una tentativa de indagación similar, y ésta<br />

alcanzó un éxito que excedía mis máximas esperanzas, comprendí que tenía que<br />

encontrar al Conde, referirle mi caso, y solicitar su consejo.<br />

—¿Así que habéis logrado, personalmente, resultados positivos? —porfió la gula psíquica<br />

de la Princesa. No le respondió Alfred Franz, pero dijo:<br />

—Mis padres, al multiplicarse mis desazonantes visiones, que juzgaron señales de que el<br />

Destino me había escogido como depositario de nuestra histórica locura familiar, y al<br />

crecer en Curlandia el descontento por las arbitrariedades crueles del Duque von Biren,<br />

con la consecuente probabilidad de que pronto fuese destituido, resolvieron meterme, sin<br />

tolerar protestas, en el seminario de Mitau, al cual ninguna vocación me conducía.<br />

Obedecí, pues no me quedaba más remedio, pero desde sus claustros procuré seguir la<br />

estela del Gran Copio, hasta que llegara la ocasión de reunirme con él. Me enteré de su<br />

paso por Nápoles y por este palacio, en el que se respeta a quienes cultivamos el arte<br />

hermético; de que la Condesa y el Conde fueron acusados de intervenir en el<br />

escandaloso robo del collar que, supuestamente, el Cardenal de Roñan habría pagado<br />

para la Reina de Francia, y de que, ante la falta de pruebas, se los absolvió; me enteré<br />

de que anduvieron por Londres, Basilea y Berna, y de que los perseguía la calumnia<br />

concretada en libelos y pasquines de envidiosos de toda Europa. Y ahí extravié su pista.<br />

Entonces me fugué del seminario. Atravesé, en mi patria, bosques, pantanos, dunas y<br />

lagos sin término. Para mantenerme, en el sur, me sumé a un grupo de educacionistas<br />

de abejas, las cuales, enfurecidas ignoro por qué, a punto estuvieron de matarme con<br />

sus aguijones, y no bien curé, reanudé el viaje, ciertos días a caballo, en carreta otros,<br />

otros a pie, y por fin en los infernales coches de posta que recorren esta península,<br />

destrozando viajeros. Gané doscientas monedas de plata, al juego, en Venecia; las perdí<br />

en Milán, y para colmo, en Florencia, trataron de venderme un título de conde, en<br />

nombre del Emperador de Austria, a mí, que lo único que poseo son títulos. Entré en mil<br />

iglesias, en mil tabernas, en mil posadas; consulté a masones, a martinistas, a<br />

rosacruces, a quienes pretenden descender ocultamente de los Templarios, y me<br />

enviaron de una ciudad a la opuesta, zigzagueando y sin un cobre; por fin, entendí,<br />

Señora, que mi meta segura eran vos y este palacio; y aquí estoy.<br />

<strong>El</strong> curlandés pronunció las últimas palabras, haciendo una reverencia que rubricó la<br />

calidad de su origen, y al besar la mano de la dama, besó al <strong>Escarabajo</strong> de Nefertari.<br />

Púsose de pie, harto nerviosa, Donna Oderisia, no obstante las desventajas de evidenciar<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 195<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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