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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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pretendió prolongar el cuestionario, pero por suerte Cagliostro me dio un trozo de<br />

chocolate, me dijo que poseo dones excepcionales para la comunicación ultraterrena, y<br />

me envió a casa.<br />

Calló nuestro visitante, y la habitación quedó fugazmente como suspendida en el silencio<br />

y aislada del resto del mundo. Después, repentino, desde la vía de Toledo, irrumpió el<br />

rumor palpitante de Nápoles, la respiración de la ciudad más poblada de Italia. La<br />

Princesa de Bisignano, que durante el relato entero no había apartado la mirada de Alfred<br />

Franz, deteniéndose a veces en su cara cuidadosamente esculpida, a veces en la<br />

impaciencia de sus largas manos, y a veces en el aristocrático abandono de su espigado<br />

cuerpo, no resistió y apretó una de esas manos elocuentes, exagerando la intimidad de<br />

alguien a quien acababa de conocer, y dando a su actitud un aire maternal que no me<br />

engañó.<br />

—¿Y no se produjo ninguna otra visión? —investigó, porque le interesaba, y para estirar<br />

la entrevista.<br />

—Hubo otras; la principal y rarísima tuvo lugar escasos días antes de que los Cagliostro<br />

partieran de Curlandia para San Petersburgo. <strong>El</strong> Conde había logrado varios prodigios,<br />

curaciones, predicciones. En aquella ocasión, el público reunido en el palacio de la<br />

Baronesa, al cual se le exigió un mutismo absoluto, sobrepasó notablemente la cifra<br />

anterior. Fue muy extraño. Sin prevenirnos, el taumaturgo anunció que requeriría con mi<br />

ayuda la presencia del Arcángel San Miguel. La primera parte de la ceremonia reprodujo<br />

con mínimos cambios la pasada —el aceite, la vasija de cristal, los velones—; la variante<br />

consistió en la inclusión de un grueso libro, puesto sobre un atril, en cuya misteriosa<br />

escritura, acaso hebraica (yo era un niño a la sazón... ¿qué podía saber de tales cosas?)<br />

reparé, al paso que Cagliostro deslizaba sus dedos sobre mi frente, sobre mis sienes,<br />

sobre mis párpados que se cerraron, y suavemente me conducía detrás del biombo,<br />

hasta que desfallecí en los almohadones.<br />

Leía Cagliostro en alta voz, y yo, como si viviese un sueño, lo escuchaba voltear las<br />

páginas del libraco. Llamaba a Miguel, Señor de Angeles Guerreros, y me interpelaba de<br />

tanto en tanto:<br />

—¿Ves al Arcángel? ¿Lo ves? ¿Lo oyes?<br />

—No... no... —¿Ves al Arcángel?<br />

Bruscamente oí..., lo oyeron todos..., un batir de alas. Hice un esfuerzo, abrí los ojos y<br />

debí cerrarlos en seguida, porque me rodeó, cegándome, una intensa claridad que<br />

asimismo observaron los presentes: se diría que se incendiaba el biombo. Entonces,<br />

entornando los ojos apenas, como por una delgada mirilla, llegué a ver, sí, sí, a ver...,<br />

una forma hecha de luz deslumbrante, en cuyo fulgor discerní una armadura de oro y<br />

unas anchas plumas de plata.<br />

—¡Lo veo! —grité—, ¡lo veo!<br />

—Yo también —exclamaron algunas veces trémulas—. ¡También yo lo veo!<br />

La forma ardiente se aproximó a mí, y en la boca sentí el calor y la tersura de unos<br />

labios. Caí desvanecido. Debí quedar en cama muchos días, delirando, hasta que cedió la<br />

fiebre y recuperé la serenidad. La Baronesa fue a visitarme, llevándome confituras y los<br />

cuentos de Perrault, lo cual, luego de la experiencia sufrida, mostraba qué ingenua era,<br />

pese a sus aires. <strong>El</strong> Conde von Howen, mi padre, más Chambelán que nunca, consideró<br />

al regalo de «Caperucita Roja» y «Cenicienta» un honor insigne, y cuando, algo más<br />

tarde, la dama se hizo acompañar por el propio Duque de Curlandia, tosco y altivo, mi<br />

padre lo aguardó doblado hasta el suelo, con un candelabro en la diestra, cual si el<br />

Santísimo Sacramento se dignase a entrar en nuestra casa.<br />

Terminó Alfred Franz su narración, y nuevamente un silencio hondo y breve se apoderó<br />

del aposento donde la Princesa de Bisignano, incorporada en el canapé, comía con los<br />

ojos al vástago de los Von Howen, como si aspirara, a su turno y vanamente, a<br />

hipnotizarlo. En el transcurso efímero de aquel momento excepcional, enfrentáronse en<br />

mi memoria la imagen de los ángeles radiantes, victoriosos, que bajaban del Cielo sobre<br />

el Monte Pion, a modo de un gran relámpago de metales y pedrerías, con truenos de<br />

trompetas, escoltando al que cabalgaba un alado palafrén, para abatir a los demonios<br />

tentadores de los Santos Durmientes, y la imagen del Arcángel recién descrito, metido<br />

194 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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