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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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peligros que para mí encerraba la sesión, y únicamente deseando ser agradable y adular<br />

a la mujer del todopoderoso Von Biren. La verdad es que ni él ni mi madre se ocuparon<br />

jamás de mí, sino del primogénito; a mí me destinaron desde que nací a la Iglesia, sin<br />

duda con el fin de quitarme del medio y de que conmigo cargaran otros.<br />

—¡Pobre niño! —musitó cariñosamente Donna Oderisia, que era atea y bondadosa, y yo<br />

comprendí la causa del heteróclito vestir del mocito, pues participaba del hábito del<br />

seminarista y del atuendo del militar, con espada, botas y espuelas y hasta un tricornio<br />

emplumado.<br />

—Por mi parte —continuó Von Howen—, desde que oí mentar en voz baja el asunto de la<br />

comunicación zahori, concebí una doble inquietud: por un lado temblé, ante la<br />

perspectiva de ser víctima de un experimento que implicaba el atisbo de regiones apenas<br />

exploradas, las cuales podían ser terroríficas, y por el otro me aguijoneaba precisamente<br />

la tentación de entrever y aun de rozar esas regiones, pues desde mi infancia más lejana<br />

percibí, más bien como si las adivinase, si las intuyese, el lento ambular de presencias<br />

invisibles que me rodeaban por completo y, no obstante ser tan niño, auguré que el<br />

momento iba a llegar en que entraría en contacto con ellas.<br />

—¡Ah...! —suspiró la señora, como si se relamiese.<br />

—Sólo participaron de la sesión, además de los Cagliostro y dé mí, que oficiaría como<br />

indefenso médium, la Baronesa, mi padre, la tía de la mujer del Duque y su prima<br />

hermana. Nos convocó el mago en una cámara del antiguo palacio de los Von der Recke,<br />

previamente preparada, cuyo estudiado claroscuro no permitía distinguir nada más que<br />

un biombo, una mesa y varias sillas. Una vez que tomaron asiento, Cagliostro desnudó<br />

mi torso de niño siempre flaco, en el que se marcaba el pobre diseño de las costillas, y<br />

me lo untó y también al rostro, con el que denominó «aceite de la sabiduría», del que<br />

emanaba cierto olor mareante. Me revistió luego con una blanca túnica, confeccionada<br />

para alguien de mayor volumen, sin parar el murmullo de sus oraciones en una jerga<br />

para mí ininteligible; sacó su espadín y trazó en el suelo un triángulo, dentro del cual<br />

quedaron aparentemente aislados los concurrentes. En ese momento entró la Condesa<br />

Serafina, emperifollada con lo que supongo que sería su atavío de Reina de Saba, del que<br />

he conservado la imagen de una diadema cónica, y de muchas piedras multicolores<br />

titilando en los pliegues del ropaje. Traía una mesa minúscula, encima de la cual había<br />

una tallada vasija de cristal y dos altos candelabros con sus velas encendidas. Vuelve a<br />

mi mente ahora el temor que me alarmó de que todo aquello se volcara e hiciera añicos,<br />

y de que el estrépito ocasionado por la jarra rota, rompiese además la especie de<br />

encantamiento que había empezado a obrar en la habitación, pero Serafina se condujo<br />

con avezada habilidad, y depositó la mesilla en el centro del que simulaba ser un simple<br />

escenario, junto al biombo. <strong>El</strong> Conde me hizo poner de hinojos a un costado, y fijar mi<br />

atención en el recipiente. Jugaba en sus aristas y en el agua, el bailotear de los pabilos<br />

brillantes, y me fui como amodorrado, mientras que Cagliostro, con ambas manos<br />

puestas sobre mi cabeza, siguió el ronroneo de sus enigmáticas preces. Yo me dormía...,<br />

me dormía..., y por fin el mago me tomó de la mano y me guió detrás del biombo, donde<br />

me acostó sobre unos cojines. Volvió al breve proscenio, y a través de la mampara<br />

comenzó su interrogatorio. Lo oía como si me hablase desde un fondo de bruma, dónele<br />

su voz resonaba lejana y distinta.<br />

—¿Qué ves? —me preguntó—, ¿qué ves?<br />

Yo nada veía al principio, pero a poco eché a divisar la vaga figura de un muchacho rubio<br />

que sonreía. Lo describió mi lengua torpe, de chico y de sonámbulo, y en mi entresueño<br />

y su niebla se filtró el plañir de la Baronesa von der Recke, quien sollozaba: «Es él...,<br />

Dios mío..., es mi hermano Federico...»<br />

—¿Es feliz? —insistió Cagliostro—. ¿Qué ves?<br />

—Sonríe —acerté a replicar—. Sí, está contento.<br />

—Está en el Paraíso —concluyó el Conde.<br />

Advertí que perdía la cabeza, que me desmayaba. <strong>El</strong> mago me alzó en brazos, abrió mis<br />

ojos, clavó en ellos los suyos, grandes y salientes, que avisté en las tinieblas como dos<br />

piedras luminosas, o como dos insectos de negro y lustroso caparazón, y la Baronesa<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 193<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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