Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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de felicidad y de dulce pereza. Vaciló Donna Oderisia, dispuesta a ordenar a Maroc que despachara al huésped incógnito, y por fin, dando la impresión de obedecer a un impulso invencible, murmuró que lo hiciera pasar. Recuerdo con nitidez el sentimiento que despertó en mí. Era alto y muy delgado; no usaba peluca, y su cabello castaño se revolvía en suaves ondas que a medias le cubrían las orejas; castaños tenía también los ojos, a los que de súbito apagaba una soñadora melancolía, y de súbito encendía una viva y extraña claridad. Recuerdo la perfección de su nariz, y de sus fuertes pero delicadas manos; y el encanto indeciso todavía, como lebrel cachorro, con que se adelantaba. Nos dijo, en un italiano con dejo alemán, llamarse Alfred Franz, y ser hijo del Conde von Howen, Chambelán del Duque de Curlandia, y al no poseer la Princesa ni la más leve noción de tal ducado, aclaró que se extendía del golfo de Riga a Livonia, lo cual no disipó la ignorancia, ya que a Donna Oderisia, Riga y Livonia le habrán parecido lugares imaginarios, novelescos, fuera de la lógica y napolitana realidad. Pero eso no desazonaba a mi ama; lo que sí la turbó transparentemente, y más de lo que la habían agitado los besamanos de Saint-Germain y de Cagliostro, egregios e inmortales, fue (para mi enorme sorpresa, pues nunca la vi así) la aparición de ese muchacho particular de diecisiete o dieciocho años, que se inclinaba delante de ella, y hacia los suyos levantaba sus ojos orientales, sombreados por largas pestañas. No era dueño de una belleza comparable a la de Febo di Poggio, inspirador de Buonarroti, ni tampoco lo rodeaba un aura de misterio tan intensa corno la que iluminó a lámblico de Éfeso, pero reunía en su sola personalidad ambos rasgos fundamentales, y aunque cada rasgo se expresaba en él en proporción mucho menor del que respectivamente ennoblecía a lámblico y a Febo, para mí resultaba Alfred Franz más seductor, pues su juventud era a un tiempo bella y misteriosa, lo cual no abunda demasiado. La historia que nos narró con una voz clara que la emoción estremecía, terminó de fascinar a la Princesa, cuya jaqueca se había borrado como por ensalmo. Supimos de sus labios que diez años atrás, cuando tenía alrededor de ocho, los Condes de Cagliostro llegaron a Mitau, capital de su tierra, invitados por el Barón Peter von Biren, Duque de Curlandia, a quien arrebataban dos amores: el lujo y la magia, bajo la influencia de Luis XIV para lo primero, y para lo segundo de Swedenborg. Este último había iniciado en ciertos secretos extraordinarios a la mujer más importante del ducado, la Baronesa von der Recke, quien unía la ambición a la beldad, y se había casado, no hacia mucho, con dicho Barón y Duque, hombre vulgar, de plebeyo origen (e inmensamente opulento), a quien lo único que la vinculaba era su devoción a las prácticas ocultistas. No solamente Swedenborg, sino los otros grandes «iluminados», Don Pernety, el francés Saint-Martin y el suizo Lavater, que sin mover los labios hablaban con los Superiores Desconocidos, habían metamorfoseado a la risueña ciudad de Mitau, a través de los magos locales y de la aristocracia entusiasta, en uno de los centros del hermetismo de la zona del Báltico. El arribo de Cagliostro a ese mundo pendiente de lo extrasensorial, transportó a sus adeptos a una zona de maravillas alucinantes. La Baronesa fue en seguida su inseparable satélite, y al pequeño Alfred Franz. hijo de un noble y alto funcionario francmasón, le tocó actuar imprevistamente como intermediario con los seres incorpóreos. —Sucedió que por aquel entonces —prosiguió el joven curlandés— murió Federico, un muchacho, hermano de la Baronesa von der Recke, quien lo adoraba. La señora casi perdió la razón, y contrajo la costumbre nocturna de vagar por la tétrica soledad de los cementerios, sollozando y llamando en vano al muerto querido. No bien se instaló Cagliostro en Mitán, le imploró que invocase al espíritu bienamado. Se trataba de una operación de riesgo y ardua, que el Conde no había osado ensayar aún, de modo que tardó en responder. Entiendo, por lo que pesqué de la conversación de mis mayores, que el Gran Copto utilizó un papiro hallado en el alto valle del Nilo, cuyo texto los sacerdotes de Osiris empleaban a su vez cuando recurrían al arte necromántico. Estaba traducido al griego, y él lo había hecho retraducir al italiano; lo estudió, y contestó que intentaría la comunicación, pero que para llevarla a cabo era imprescindible contar con un niño virgen, que serviría de puente entre nuestra margen y la opuesta. Mi padre, el Chambelán, se enteró del caso, y me ofreció al punto, imagino yo que sin pensar en los 192 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

de felicidad y de dulce pereza. Vaciló Donna Oderisia, dispuesta a ordenar a Maroc que<br />

despachara al huésped incógnito, y por fin, dando la impresión de obedecer a un impulso<br />

invencible, murmuró que lo hiciera pasar.<br />

Recuerdo con nitidez el sentimiento que despertó en mí. Era alto y muy delgado; no<br />

usaba peluca, y su cabello castaño se revolvía en suaves ondas que a medias le cubrían<br />

las orejas; castaños tenía también los ojos, a los que de súbito apagaba una soñadora<br />

melancolía, y de súbito encendía una viva y extraña claridad. Recuerdo la perfección de<br />

su nariz, y de sus fuertes pero delicadas manos; y el encanto indeciso todavía, como<br />

lebrel cachorro, con que se adelantaba. Nos dijo, en un italiano con dejo alemán,<br />

llamarse Alfred Franz, y ser hijo del Conde von Howen, Chambelán del Duque de<br />

Curlandia, y al no poseer la Princesa ni la más leve noción de tal ducado, aclaró que se<br />

extendía del golfo de Riga a Livonia, lo cual no disipó la ignorancia, ya que a Donna<br />

Oderisia, Riga y Livonia le habrán parecido lugares imaginarios, novelescos, fuera de la<br />

lógica y napolitana realidad. Pero eso no desazonaba a mi ama; lo que sí la turbó<br />

transparentemente, y más de lo que la habían agitado los besamanos de Saint-Germain<br />

y de Cagliostro, egregios e inmortales, fue (para mi enorme sorpresa, pues nunca la vi<br />

así) la aparición de ese muchacho particular de diecisiete o dieciocho años, que se<br />

inclinaba delante de ella, y hacia los suyos levantaba sus ojos orientales, sombreados por<br />

largas pestañas. No era dueño de una belleza comparable a la de Febo di Poggio,<br />

inspirador de Buonarroti, ni tampoco lo rodeaba un aura de misterio tan intensa corno la<br />

que iluminó a lámblico de Éfeso, pero reunía en su sola personalidad ambos rasgos<br />

fundamentales, y aunque cada rasgo se expresaba en él en proporción mucho menor del<br />

que respectivamente ennoblecía a lámblico y a Febo, para mí resultaba Alfred Franz más<br />

seductor, pues su juventud era a un tiempo bella y misteriosa, lo cual no abunda<br />

demasiado.<br />

La historia que nos narró con una voz clara que la emoción estremecía, terminó de<br />

fascinar a la Princesa, cuya jaqueca se había borrado como por ensalmo. Supimos de sus<br />

labios que diez años atrás, cuando tenía alrededor de ocho, los Condes de Cagliostro<br />

llegaron a Mitau, capital de su tierra, invitados por el Barón Peter von Biren, Duque de<br />

Curlandia, a quien arrebataban dos amores: el lujo y la magia, bajo la influencia de Luis<br />

XIV para lo primero, y para lo segundo de Swedenborg. Este último había iniciado en<br />

ciertos secretos extraordinarios a la mujer más importante del ducado, la Baronesa von<br />

der Recke, quien unía la ambición a la beldad, y se había casado, no hacia mucho, con<br />

dicho Barón y Duque, hombre vulgar, de plebeyo origen (e inmensamente opulento), a<br />

quien lo único que la vinculaba era su devoción a las prácticas ocultistas. No solamente<br />

Swedenborg, sino los otros grandes «iluminados», Don Pernety, el francés Saint-Martin y<br />

el suizo Lavater, que sin mover los labios hablaban con los Superiores Desconocidos,<br />

habían metamorfoseado a la risueña ciudad de Mitau, a través de los magos locales y de<br />

la aristocracia entusiasta, en uno de los centros del hermetismo de la zona del Báltico. <strong>El</strong><br />

arribo de Cagliostro a ese mundo pendiente de lo extrasensorial, transportó a sus<br />

adeptos a una zona de maravillas alucinantes. La Baronesa fue en seguida su inseparable<br />

satélite, y al pequeño Alfred Franz. hijo de un noble y alto funcionario francmasón, le<br />

tocó actuar imprevistamente como intermediario con los seres incorpóreos.<br />

—Sucedió que por aquel entonces —prosiguió el joven curlandés— murió Federico, un<br />

muchacho, hermano de la Baronesa von der Recke, quien lo adoraba. La señora casi<br />

perdió la razón, y contrajo la costumbre nocturna de vagar por la tétrica soledad de los<br />

cementerios, sollozando y llamando en vano al muerto querido. No bien se instaló<br />

Cagliostro en Mitán, le imploró que invocase al espíritu bienamado. Se trataba de una<br />

operación de riesgo y ardua, que el Conde no había osado ensayar aún, de modo que<br />

tardó en responder. Entiendo, por lo que pesqué de la conversación de mis mayores, que<br />

el Gran Copto utilizó un papiro hallado en el alto valle del Nilo, cuyo texto los sacerdotes<br />

de Osiris empleaban a su vez cuando recurrían al arte necromántico. Estaba traducido al<br />

griego, y él lo había hecho retraducir al italiano; lo estudió, y contestó que intentaría la<br />

comunicación, pero que para llevarla a cabo era imprescindible contar con un niño<br />

virgen, que serviría de puente entre nuestra margen y la opuesta. Mi padre, el<br />

Chambelán, se enteró del caso, y me ofreció al punto, imagino yo que sin pensar en los<br />

192 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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