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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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incorporándole unas tibias cruzadas, cráneos, talismanes y las figurillas de varios dioses<br />

egipcios, asirios y chinos, cayendo en el error disparatado de asimilar los egipcios al<br />

fárrago restante. No era eso, precisamente, lo que le interesaba a Donna Oderisia, sino lo<br />

relativo a los «baños de inmortalidad», citados apenas en la charla, y en los que soñaba<br />

sumergirse. Sin embargo, parece que la operación no era tan sencilla, porque exigía la<br />

construcción de un pabellón de tres pisos en una montaña; el aislamiento ahí del<br />

candidato, cuarenta días, en el curso de los cuales ayunaba y sería visitado por los<br />

ángeles, lo que no le vendría mal, pues debería confeccionar la llamada «carta virgen»,<br />

utilizando la piel de un aborto concebido por una mujer hebrea. Por último el Gran Copto<br />

le aconsejaba que no emprendiese una tarea tan compleja (la edificación y conseguir el<br />

aborto), ya que cuarenta días después, en el momento de meterse en el ganado baño, él,<br />

cuya presencia era imprescindible, no estaría ya en Nápoles. Partieron los Cagliostro, por<br />

consiguiente, dejándole a la Princesa, como recuerdo, una cartulina que tenía pintado el<br />

emblema del Rito Egipcio: una serpiente con una manzana en la boca, erguida sobre la<br />

cola y atravesada por una flecha, aporte asaz, inferior a la moneda de oro del Conde de<br />

Saint-Germain.<br />

Algo olvidé consignar (y empero para mí es importante), en relación con estas dos<br />

memorables visitas, y es que ambos, tanto Saint-Germain como Cagliostro, se fijaron en<br />

mí, igual que Sangro, con particular atención, me tuvieron en sus manos, y acaso, pero<br />

esto escapa a mi percepción, captaron mi íntima substancia. <strong>El</strong>lo acreció la deferencia<br />

que la Princesa otorgaba al obsequio de Don Raimondo, y desde entonces, en tanto se<br />

sucedían las recepciones, Donna Oderisia repitió, como un tic, el hacerme girar<br />

constantemente alrededor de su dedo, lo que despertaba la curiosidad de los invitados, y<br />

provocaba la anécdota del atractivo que el <strong>Escarabajo</strong> había ejercido sobre los hombres<br />

más inquietantes de Europa, y que la señora nutría con el dato de su cosecha —pero<br />

atribuido a los dos insignes taumaturgos extranjeros— de que la esencia sacra de mi<br />

lapislázuli escondía miríficos y antiquísimos poderes, exageración que no me incomodó y<br />

aun aduló mi orgullo, del cual me acuso, un vez más, ante el ecuánime Dios de los<br />

cristianos.<br />

<strong>El</strong> tiempo inexorable caminó con paso rítmico, y las recepciones de la Princesa, las<br />

recepciones, las recepciones, subsistieron, insistieron, se acumularon, con ligeros<br />

cambios, mal pese a los temblores de tierra y a las erupciones del Vesubio: el Príncipe<br />

Ravaschieri se llevó sus ladridos a la tumba; el Caballero Actón, que aseguró su amoroso<br />

imperio omnímodo sobre la Reina María Carolina, se mostró con una expresión de<br />

descaro que lo proclamaba; el pintor alemán Tischbein, llegado a Nápoles con Goethe,<br />

retrató a la Princesa de Bisignano, creando un ejemplo de sutileza artística, pues sólo<br />

reprodujo el perfil normal de la modelo: en un incendio, el cuadro se coció y tostó, así<br />

como se ha esfumado la halagüeña imagen de la señora por Angélica Kaufman, que en<br />

algún museo o colección vegetará, con la triste placa «Retrato de una Desconocida»; el<br />

glorioso Goethe, de pronto, fingió prestar el oído a la Musa, como le vi hacer a<br />

Aristófanes, pero el griego no fingía y su Musa era otra: reclamó el álbum de la Princesa,<br />

se posó una mano en la frente y con la diestra acarició la pluma, miró en el techo los<br />

descuartizados Amores y, entre aplausos, escribió, como si acabara de ocurrírsele:<br />

«¿Conoces el país donde el limón florece?»; Lord Hamilton se atrevió a presentarse una<br />

tarde, del brazo de la estupenda y renombrada Mrs. Emma Hart, que no era todavía la<br />

renombrada y estupenda Lady Hamilton, embajadora de Inglaterra, y en temprana edad<br />

había ejercido el mismo oficio fornicatorio de la Condesa de Cagliostro; y Donna Oderisia<br />

persistió ajetreando en su gabinete de alquimista, con menos asiduidad, colgada del<br />

generoso Príncipe de Sansevero, su sabio primo, porque la pierna corta y el zapato<br />

abrumador la incomodaban más y más. Hasta que, como una manifestación ultraterrena,<br />

llamó el adolescente a la puerta del palacio Bisignano; habrían pasado cinco años desde<br />

la visita de Cagliostro.<br />

<strong>El</strong> siroco soplaba aquel día veraniego, torturando la cabeza de la señora. Nápoles, la<br />

divina Nápoles, curvaba su somnolencia sobre las cadenciosas ondulaciones de la bahía,<br />

como un colosal lagarto bajo el sol, e invitaba a dormir, con lo cual ilustraba su tradición<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 191<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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