Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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ahora corretearía por los Campos Elíseos de los canes; también se había retirado definitivamente del globo terráqueo el Príncipe de Bisignano, y nadie notó su ausencia. La Princesa, tan poco viuda, rozaría los setenta años. Y así como, la vez pasada, de inmediato inferí que el Conde era un caballero, presentí en seguida que este otro Conde no lo era, ni su esposa una dama, por más que desde la puerta prodigasen las cortesías, los melindres, los grititos amables, el breve palmoteo admirativo, y cuanto se ajustaba entonces a las convenciones más «á la page» de la elegante educación, y que me resultó sobreactuado, y más digno de gente de teatro que del auténtico señorío. Él debía andar por la cuarentena; su robustez y su corto y ancho cuello acentuaban la medianía de su estatura; y sus grandes ojos, oscuros y protuberantes, se fijaban doquier intensamente, cual si se propusiese hipnotizar a las personas y a los objetos. Vestía, como Saint-Germain, con minucioso aliño, y como él sembraba las alhajas en el traje y en las manos. En realidad, parecía una caricatura de Saint-Germain. Después se supo que su verdadero nombre era José Balsamo; que había nacido en el barrio más miserable de Palermo, teniendo por padre a un joyero, tal vez judío; y que su mujer, Lorenza, una romana preciosa, hija de un fundidor de hojalata, antes de los catorce años ya vivía de su adorable cuerpo tarifado, práctica que el siciliano estimuló, organizó y aprovechó luego de su casamiento, hasta que llegó la hora de que el aventurero progresista se apellidase Conde Alejandro Cagliostro, y adoptase el grado de Coronel de un caprichoso regimiento de Brandeburgo, y de que ella se llamara la Condesa Serafina. Esos antecedentes se desconocían aún cuando se presentaron en el palacio Bisignano, pero no en vano mi experiencia es larga, y no obstante el primor del espadín del Conde, y el pañuelo blasonado, con borde de encajes, que la Condesa sostenía entre dos dedos, presentí la superchería de la pareja. Por lo demás, llegaba precedida por una fama extraordinaria. A menudo, durante las milagrosas recepciones de la Princesa invencible, que continuaban realizándose ante la estupefacción y el fluir de público, sin que decreciese ni la cifra de los criados ni la cantidad de bizcochos (tanto que corrió la sospecha de que sus búsquedas habían sido recompensadas con el hallazgo de la piedra filosofal), se mencionaba a Cagliostro y se referían sus fabulosos triunfos. Obviamente, el hombre había adquirido, vaya uno a saber cómo, poderes incalificables, porque escapa a la lógica que tantos testigos pudieran equivocarse, al mencionar la maravilla de sus curas, y su acierto, en Londres, de premiados números de lotería; al ser acogido en La Haya con pompa y fervor, por sus colegas masones y magos; al intimar en Leipzig con el célebre iluminado Dom Pernety, un ex benedictino que le enseñó a invocar a los muertos; al procurar a sus seguidores los «baños de inmortalidad» y el dialogar con los ángeles, a semejanza de Swedenborg, el sueco visionario; al pretender como Saint- Germain, pero sin recurrir a su tono cáustico, sino describiéndola con énfasis, su asistencia (por invitación) a las bodas de Caná, donde bebió el vino prodigioso; y por fin su adopción del sonoro título de Gran Copto, mientras que Serafina recibía, modestamente, el de Reina de Saba, para aplicarlos a la jerarquía de ambos dentro de la Logia del Rito Egipcio. Aspiraba ésta a subordinar bajo su cetro o báculo a la totalidad de los ritos masónicos, lo que le había ganado miles de prosélitos en Alemania, en Italia, en Inglaterra, en Francia, en Polonia y en Rusia, aunque en ese último país, pese a la ayuda del Príncipe Potemkin, favorito de la Gran Catalina, no le fue demasiado bien. Tales eran los personajes que ahora, sentados en sendas sillas junto a Donna Oderisia, reclinada pensativamente en su diván, avivaban su pasión por el ceremonioso ocultismo, con una charla vivaz, mezcla de italiano, de francés y hasta —en el caso de Cagliostro— de una especie de árabe, y hacían desfilar ante su inmovilidad deferente el embarullado espejismo de los lugares inalcanzables para la principesca economía: El Cairo, Malta, Bérgamo, Barcelona, Londres, La Haya, Venecia, Leipzig, Konigsberg. Curlandia, San Petersburgo, Varsovia, Estrasburgo, Burdeos y por fin Lyon de donde venían y donde el Gran Copto había empezado a construir con el aporte orgulloso de los masones locales, la casa de su logia para la cual un escultor de prestigio modelaba la estatua de Isis. La Princesa bebía sus palabras; también yo y el negro contagiado de su enajenada devoción. Recorrieron el laboratorio de la lacrimosa napolitana, pero en vez de aprobarlo como hiciera el Conde de Saint-Germain, le sugirió Cagliostro que completase el ornato, 190 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

ahora corretearía por los Campos <strong>El</strong>íseos de los canes; también se había retirado<br />

definitivamente del globo terráqueo el Príncipe de Bisignano, y nadie notó su ausencia.<br />

La Princesa, tan poco viuda, rozaría los setenta años. Y así como, la vez pasada, de<br />

inmediato inferí que el Conde era un caballero, presentí en seguida que este otro Conde<br />

no lo era, ni su esposa una dama, por más que desde la puerta prodigasen las cortesías,<br />

los melindres, los grititos amables, el breve palmoteo admirativo, y cuanto se ajustaba<br />

entonces a las convenciones más «á la page» de la elegante educación, y que me resultó<br />

sobreactuado, y más digno de gente de teatro que del auténtico señorío.<br />

Él debía andar por la cuarentena; su robustez y su corto y ancho cuello acentuaban la<br />

medianía de su estatura; y sus grandes ojos, oscuros y protuberantes, se fijaban doquier<br />

intensamente, cual si se propusiese hipnotizar a las personas y a los objetos. Vestía,<br />

como Saint-Germain, con minucioso aliño, y como él sembraba las alhajas en el traje y<br />

en las manos. En realidad, parecía una caricatura de Saint-Germain. Después se supo<br />

que su verdadero nombre era José Balsamo; que había nacido en el barrio más miserable<br />

de Palermo, teniendo por padre a un joyero, tal vez judío; y que su mujer, Lorenza, una<br />

romana preciosa, hija de un fundidor de hojalata, antes de los catorce años ya vivía de<br />

su adorable cuerpo tarifado, práctica que el siciliano estimuló, organizó y aprovechó<br />

luego de su casamiento, hasta que llegó la hora de que el aventurero progresista se<br />

apellidase Conde Alejandro Cagliostro, y adoptase el grado de Coronel de un caprichoso<br />

regimiento de Brandeburgo, y de que ella se llamara la Condesa Serafina. Esos<br />

antecedentes se desconocían aún cuando se presentaron en el palacio Bisignano, pero no<br />

en vano mi experiencia es larga, y no obstante el primor del espadín del Conde, y el<br />

pañuelo blasonado, con borde de encajes, que la Condesa sostenía entre dos dedos,<br />

presentí la superchería de la pareja. Por lo demás, llegaba precedida por una fama<br />

extraordinaria. A menudo, durante las milagrosas recepciones de la Princesa invencible,<br />

que continuaban realizándose ante la estupefacción y el fluir de público, sin que<br />

decreciese ni la cifra de los criados ni la cantidad de bizcochos (tanto que corrió la<br />

sospecha de que sus búsquedas habían sido recompensadas con el hallazgo de la piedra<br />

filosofal), se mencionaba a Cagliostro y se referían sus fabulosos triunfos. Obviamente, el<br />

hombre había adquirido, vaya uno a saber cómo, poderes incalificables, porque escapa a<br />

la lógica que tantos testigos pudieran equivocarse, al mencionar la maravilla de sus<br />

curas, y su acierto, en Londres, de premiados números de lotería; al ser acogido en La<br />

Haya con pompa y fervor, por sus colegas masones y magos; al intimar en Leipzig con el<br />

célebre iluminado Dom Pernety, un ex benedictino que le enseñó a invocar a los<br />

muertos; al procurar a sus seguidores los «baños de inmortalidad» y el dialogar con los<br />

ángeles, a semejanza de Swedenborg, el sueco visionario; al pretender como Saint-<br />

Germain, pero sin recurrir a su tono cáustico, sino describiéndola con énfasis, su<br />

asistencia (por invitación) a las bodas de Caná, donde bebió el vino prodigioso; y por fin<br />

su adopción del sonoro título de Gran Copto, mientras que Serafina recibía,<br />

modestamente, el de Reina de Saba, para aplicarlos a la jerarquía de ambos dentro de la<br />

Logia del Rito Egipcio. Aspiraba ésta a subordinar bajo su cetro o báculo a la totalidad de<br />

los ritos masónicos, lo que le había ganado miles de prosélitos en Alemania, en Italia, en<br />

Inglaterra, en Francia, en Polonia y en Rusia, aunque en ese último país, pese a la ayuda<br />

del Príncipe Potemkin, favorito de la Gran Catalina, no le fue demasiado bien.<br />

Tales eran los personajes que ahora, sentados en sendas sillas junto a Donna Oderisia,<br />

reclinada pensativamente en su diván, avivaban su pasión por el ceremonioso ocultismo,<br />

con una charla vivaz, mezcla de italiano, de francés y hasta —en el caso de Cagliostro—<br />

de una especie de árabe, y hacían desfilar ante su inmovilidad deferente el embarullado<br />

espejismo de los lugares inalcanzables para la principesca economía: <strong>El</strong> Cairo, Malta,<br />

Bérgamo, Barcelona, Londres, La Haya, Venecia, Leipzig, Konigsberg. Curlandia, San<br />

Petersburgo, Varsovia, Estrasburgo, Burdeos y por fin Lyon de donde venían y donde el<br />

Gran Copto había empezado a construir con el aporte orgulloso de los masones locales, la<br />

casa de su logia para la cual un escultor de prestigio modelaba la estatua de Isis. La<br />

Princesa bebía sus palabras; también yo y el negro contagiado de su enajenada<br />

devoción. Recorrieron el laboratorio de la lacrimosa napolitana, pero en vez de aprobarlo<br />

como hiciera el Conde de Saint-Germain, le sugirió Cagliostro que completase el ornato,<br />

190 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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