Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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2. LA ADORABLE REINA NEFERTARI<br />
Así como los ojos del entendimiento se abrieron, para Poseidón, dentro del estudio<br />
ateniense del escultor Kalamis, los míos abriéronse en el taller dirigido en Tebas por<br />
Nehnefer, jefe de los Orfebres del Rey de Egipto. Comienza ahí el relato de mi existencia,<br />
dedicado a mi compañero de bronce, en la hondura del mar. Como se supondrá, la<br />
narración variadísima fue interrumpida constantemente por Poseidón, que exigía<br />
aclaraciones, pues a menudo no captaba en absoluto lo que yo trataba de contarle, ni<br />
podía imaginar quién era la inmensa mayoría de los personajes que circulaban por mi<br />
historia. Tales preguntas y paréntesis estiraron, complicaron y ramificaron<br />
extraordinariamente mi crónica, y confieso que muchas veces irritaron mi paciencia, pues<br />
me hallé en la situación de un anciano sabio y experimentado que intenta referir sus<br />
memorias a una criatura, y si el viejo, como en mi caso, es un pequeño <strong>Escarabajo</strong><br />
sagaz, mientras que la criatura es un fornido grandullón, eso agrava las cosas. En<br />
consecuencia, prefiero olvidar y descartar los interrogatorios del marino (un ingenuo<br />
buenazo, es cierto, pero muy limitado) y ceñir mis anales, estrictamente, al itinerario de<br />
mi fabulosa odisea.<br />
Repito, entonces, que los ojos de la comprensión y de los sentidos se abrieron, para mí,<br />
en el taller tebano de Nehnefer, jefe de los Orfebres de Ramsés II. Y si algo será difícil,<br />
más aún, imposible de explicar, en el desarrollo de mi extensa biografía, es la sensación<br />
que experimenté en aquel crucial momento. Fue como si, repentinamente, una<br />
abundancia ardorosa de sangre, o una vivificante irrigación de savia, o un orgasmo como<br />
los enloquecedores que a Mrs. Vanbruck le provocaba el maldito Giovanni, recorriese la<br />
piedra que me configura, de súbito densa de vida: he aquí las imágenes naturales más<br />
adecuadas que se me ocurren, pero no dan, no pueden transmitir una noción de la<br />
realidad, del vibrar delicioso que, aun permaneciendo yo inmóvil, me estremeció<br />
espiritualmente hasta lo más recóndito, y de la impresión extravagante que tuve, pues<br />
en mi interior sucedía algo así como si en su pétrea solidez se desatrancasen puertas y<br />
ventanas imprevistas, para que por ellas se precipitara, hacia mi intimidad, un torrente<br />
de sonidos y de luz. Al improviso, vi, oí, respiré olores y, lo que resulta todavía más<br />
fantástico, comprendí. Sobre el <strong>Escarabajo</strong> de lapislázuli, la inteligencia volcaba,<br />
tumultuosas, las percepciones, las intuiciones, las concepciones, un caudal deslumbrador.<br />
Lo primero que advertí fue un niño de unos diez años, moreno, bello y grave,<br />
semidesnudo, con un grueso bucle caído a un costado de la cabeza. Luego supe que<br />
aquél era el hermano menor del Faraón reinante; que se llamaba Khamuas, y que<br />
asombraba a los escribas más eruditos con el portento de su ciencia de los libros sacros.<br />
En ese instante sus labios pronunciaban, en voz muy baja, las últimas palabras<br />
inescrutables de una fórmula mágica, la fórmula a la cual adeudo ser harto más que una<br />
piedra insensible. Cuando la frase final se desvaneció, y me noté dueño de lo que, a falta<br />
de otro vocablo, denominaré una personalidad, reparé en que se movían, fantasmales,<br />
detrás del niño hermoso e impasible, de largos y negros ojos, dos vagas figuras. Quizá —<br />
deduje después— fueran las de dos dioses: Seth, el hechicero, con el cuerpo humano y<br />
una cambiante cabeza, no sé si de oso hormiguero o de jirafa, y Thot, el letrado de la<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 19<br />
<strong>El</strong> escarabajo