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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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de los soberanos de Transilvania; y hasta había —contaba con más enemigos aún que el<br />

Príncipe de Sansevero— quienes juraban que era un jesuíta español, el cual, luego de<br />

colgar los hábitos, había casado en México con una mujer dueña de una fortuna<br />

cuantiosa, y la había envenenado. En realidad se ignoraba su filiación y procedencia, y él<br />

mismo se complacía en embarullarlas, al aseverar que había oído determinada marcha<br />

triunfal cuando Alejandro ingresó en Babilonia; al evocar su intervención en la batalla de<br />

Marignan, a comienzos del siglo XVI; al dar la impresión, murmurando ambiguamente,<br />

de que Carlos V, Francisco I y Enrique VIII le habían confiado tal o cuál secreto; o al<br />

decir, de paso, que él nunca dejaría de ser joven. En ese momento aparentaba cuarenta<br />

y cinco ágiles años, y tozudos calculadores afirmaban que no tenía menos de cien. A la<br />

Princesa le gustó el alquimista galante, quien venía de Venecia, rumbo a Malta y a la<br />

India, y en Venecia había enseñado cómo domesticar a las abejas, y cómo fascinar a las<br />

serpientes por medio del canto y de la música. Hablaba veinte lenguas occidentales y<br />

orientales; entendía tanto de violas y laúdes como de tinturas y de medicina; había<br />

conquistado a Luis XV y a Mme. de Pompadour, al punto de participar de las<br />

ambicionadas comidas selectas, en los «pequeños departamentos» de Versalles; y a<br />

Donna Oderisia la hizo reír, contándole gravemente a propósito de la transmigración de<br />

las almas, que Pitágoras, durante la guerra de Troya, fue gallo. También Saint-Germain<br />

gustó de la Princesa, de su refinada simpatía y de su capacidad de escuchar y de<br />

responder con una salida oportuna. Juntos se trasladaron al laboratorio —ella cojeando y<br />

apoyándose en el brazo del Conde—, y Saint-Germain alabó la mesa cubierta con un<br />

paño rojo, que enriquecía el bordado de la Estrella de Salomón, blanca y negra, entre dos<br />

candelabros ornados con pentáculos solares, los cuales sostenían una espada. Observó<br />

luego, en los armarios, los frascos que contenían áloe, clavo, azafrán, mirra, adormidera,<br />

benjuí y los más heterogéneos ingredientes. Miró por fin las cartas astrológicas, y<br />

terminó felicitando a la Princesa, y diciéndole que el ambiente en el cual desarrollaba sus<br />

empíricas investigaciones le recordaba el creado por la Marquesa de Urfé, a lo que<br />

contestó Donna Oderisia, bajando los ojos y encogiéndose, que en el de la Marquesa se<br />

había inspirado, en París, para decorar el suyo.<br />

Había sobre la mesa una moneda de plata, que usaba la señora en sus experimentos; la<br />

cogió el Conde, la aproximó a la llama, le añadió un polvillo que sacó de una de sus cajas<br />

conspicuas —esas cuyas piedras preciosas cambiaban de color, cerca del fuego—, y en<br />

dos minutos el metal empezó a dorarse, hasta convertirse en una moneda de oro. Saint-<br />

Germain la entregó a Maroc, quien besó su diestra; luego la Princesa la hizo perforar y<br />

colgar de una cadena que el negrillo llevaba siempre.<br />

Durante la siguiente visita de Sansevero, le comunicó su efusiva prima la impresión<br />

entusiasta que le había causado Monsieur de Saint-Germain, y Sangro, consciente de la<br />

desmesurada influencia que todo lo portentoso ejercía sobre el fantasear de Donna<br />

Oderisia, añadió a los previos informes sobre el huésped, que entre los Rosacruces, cuyo<br />

fin proclamado consistía en purificar al hombre interior, al que prometían longevidad y<br />

sapiencia por medio de una solidaridad fanática, política y oculta, gozaba Saint-Germain<br />

del crédito de haber sido, en una vida anterior, el propio Christian Rosencreutz, traductor<br />

de Hermes Trimegisto, el dios mago, y fundador de la Orden en el siglo XIV; y como<br />

ciertos estudiosos sostenían, por su lado, que el verdadero fundador fue el Faraón<br />

Tutmosis III, mantenían éstos, asimismo, para no renunciar al enlace del Conde con las<br />

raíces de la Rosa Cruz, que en Saint-Germain se había reencarnado el gran Tutmosis, lo<br />

cual me pareció, a mí, egipcio y monárquico, una herética exageración y una falta de<br />

respeto, pues no sé cómo osaban meterse con los Faraones intocables, estos boticarios y<br />

prestidigitadores de tan dudosa mística. Empero, confieso que, como a la Princesa, el<br />

Conde de Saint-Germain me atrajo.<br />

No sucedió otro tanto —sentí que la reacción de mi ama armonizaba con la mía— cuando<br />

el negro (ya no negrillo) Maroc introdujo en la sala al Conde y a la Condesa de<br />

Cagliostro. Habían transcurrido dos lustros, desde que recibimos a Saint-Germain, y nada<br />

se había modificado en esencia allí: envejecieron personas y cortinajes; se acentuó el<br />

cuarteado del fresco mitológico del techo; un segundo perrito, idéntico, sustituyó al que<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 189<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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