Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

Princesa velaba bajo el tul, para conservar el buen tono. Si notaba que éste flaqueaba o
se perdía, enviaba a su negrito como mensajero, y los reconvenía con sutiles burlas. A
poco, como unas calesitas en las que hubo un desperfecto que hizo chirriar el mecanismo
y lo detuvo, suspendiendo su giro encantador, la recepción, reorganizada, tornaba a
funcionar, con un fondo de violines que podían ser de Pergolese; se aplacaba la
intensidad de las voces, reaparecía la medida gesticulación cortesana; y el Nápoles
Borbón, que leía apenas, se acordaba de los Enciclopedistas franceses, tan nombrados,
sin entender con exactitud quiénes eran, qué querían, y si se hubiera podido alternar con
ellos en una sala, de igual a igual.
Donna Oderisia leía, somera y velozmente, y también certificaba al hacerlo su perseguida
calidad de excepción. Leía novelas, poemas, ensayos filosóficos, y aun difíciles textos
vinculados con la alquimia y la magia. Poseía un pequeño laboratorio, incomparable con
los del Príncipe de Sansevero, porque ni dominaba su enorme ciencia, ni participaba de
su seria responsabilidad. Soñaba, por supuesto, con fabricar oro y con alcanzar el elixir
de la vida perpetua, pero aunque trajinaba durante horas, renqueando de una probeta a
la vecina, torturando morteros y manejando fuelles y libros, lo hacía por moda, por
seguir la corriente general que hurgaba en las sobrenaturales penumbras, en pos de una
comunicación con lo extraordinario que, invisible, nos acecha..., e insistía, puesto que
nunca se prevé dónde puede saltar la liebre, y porque a lo mejor, mezclando y
mezclando, machacando y machacando, destilando y destilando, fortuitamente,
impensadamente, surgían por fin unas limaduras de metal precioso, o un atisbo del Más
Allá. Yo la acompañaba en su antro hediondo. Supongo que por mi condición de
escarabajo y de faraónico, y por ostentar en mi reverso signos para ella cabalísticos (¡oh
Reina...! ¡oh gran Reina!), me atribuía secretos poderes, lo que hacía que me frotase y
besuquease, antes de emprender una nueva e inútil operación. De algo, aparte de matar
el tiempo entre una fiesta y la siguiente, en un lugar que el fuego del hornillo y el atanor
abrigaban, le sirvieron sus mejunjes y explosiones. Ellos la relacionaron con algunos
hombres sumamente interesantes. Así como Don Raimondo archiconocía al dedillo el
valor de los experimentos de su prima (no obstante lo cual siempre le habló sobre los
mismos con formalidad bondadosa), hubo especialistas en la materia hasta quienes
alcanzó su inmerecida fama de experta, que a ella se acercaron para explorar su
comprensión o su ayuda, y que cuando se percataron de la futilidad nebulosa de su
esotérica erudición, habían caído ya, lo mismo que el Príncipe de Sansevero, bajo el
hechizo de esa mujer madura y fea, que como pocas manejaba el arte de la
conversación, y como pocas, bajo un tamiz equiparable al velo que desdibujaba su
rostro, se agenciaba para transmitir al interlocutor la calidez de la ternura, envuelta en el
chisporroteo de la broma. Entre aquellos hombres distintos, que se jactaban de gozar de
poderes superiores, y que en varias ocurrencias misteriosa o mañosamente, lo
evidenciaron, sobresalieron el Conde de Saint-Germain y el Conde Cagliostro, que ni
siquiera condes eran, pero que sedujeron a reyes, a príncipes, a sabios y a multitudes,
aunque sería injusto aparear su jerarquía. Ambas visitas al palacio Bisignano son
inolvidables. No vinieron juntos, ya que Saint-Germain despreciaba a Cagliostro, y
Cagliostro odiaba a Saint-Germain. El primero en besar la mano de mi señora, fue este
último.
Vi entrar entonces, introducido por el negrillo Maroc en la habitación donde la Princesa
había adoptado su habitual posición semiyacente, entre cojines, y donde no había nadie
más, a alguien que resaltaba por ser, obviamente, un gran señor. Ni alto ni bajo, de
cuerpo ceñido y piernas bien diseñadas, sonriente, lo que le permitió exhibir una
admirable dentadura, el brillo de sus ojos negros rivalizó, bajo la blanca y breve peluca,
mientras avanzaba, con el de los diamantes, turquesas, zafiros y rubíes que aprisionaban
la espuma de sus encajes, los botones de su casaca rosa de corte perfecto, las hebillas
de sus zapatos, y la finura enjoyada de sus dedos extendidos. Se movía con la segura
gracia propia del acostumbrado a los salones palaciegos. Habíamos oído, de labios de
Don Raimondo, las noticias más diversas acerca de su origen. Algunos lo creían hijo
natural de la Reina Ana María, viuda de Carlos II de España, el Rey embrujado, y del
Almirante de Castilla; otros, vástago de la misma Reina y de un judío portugués; otros,
188 Manuel Mujica Láinez
El escarabajo