Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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consuelo. Dos clérigos, a sueldo de los envidiosos, dieron alas al infundio de que había pactado con Satanás, y anunciaron que exorcizarían el palacio de Sansevero. Teníase noticia de que en él, largo tiempo atrás, un sobrino de San Carlos Borromeo, el Príncipe de Venosa, había muerto a su mujer, y aseguraban dichos falaces eclesiásticos que e! espíritu del infame poseía repentinamente a Don Raimondo. Por fin el Rey mandó desterrar a los patrañeros, y se restableció la calma. Regresó el Príncipe a los laboratorios, a perfeccionar la lámpara inextinguible y la carroza anfibia, pero la injusta persecución redujo sus grandes ilusiones, y fijó sus esfuerzos imaginativos en la capilla ancestral. Continuaba visitando a la leal Donna Oderisia, y un día de tantos en que ésta tornaba a elogiarle mi singularidad, mi armonía y mi colorido, imprevistamente el Príncipe me quitó de su anular y me deslizó en el mismo dedo de su parienta. Desde esa tarde y ese regalo, mi vida cambió: una etapa más se inauguraba. Con llevarse ambos tan bien, y con ser la Princesa, como su amigo, libresca y aguda, los diferenciaba su actitud frente al mundo: Don Raimondo necesitaba de la soledad para concentrarse, materializar y pulir sus ideas, y Donna Oderisia exigía estar rodeada de gente y de frívolo cotorreo, pues ese vecindario acicateaba la ironía que era como un desborde chispeante de su carácter hedonista. Esto último justifica sus vastas recepciones, a las que concurrían centenares de huéspedes, en el centro de los cuales la Princesa irradiaba. Yo, que compartí su intimidad y la de su insignificante marido, estoy en mejores condiciones que nadie para estimar la oposición entre esas fiestas y la vida cotidiana del palacio. Limitábase ésta a un par de habitaciones, a medias caldeadas en invierno, mientras que en la ringlera interminable de las salas desnudas que las circuían, tiritaban al unísono los criados estornudantes y los descascarados óleos de antecesores que usufructuaran la perdida fortuna. A pesar de la ruina amenazadora, la Princesa de Bisignano no cedía. Consecuente con el personaje que de sí misma se había trazado, cada mes ordenaba que todas las arañas, todos los apliques y todos los linternones se encendiesen; que los servidores de remendadas libreas se alineasen en la escalinata baldeada para el caso; que circulasen la limonada y los bizcochos y, tendida en su canapé, a sus pies el negrillo de turbante y al lado el faldero, daba la mano a besar a los invitados, y para cada uno tenía una frase que se comentaría luego. Los extranjeros de paso por Nápoles acudían a los saraos. Allí vi al solemne Goethe que, sin esforzarse, comparó la ciudad con el Paraíso; a Winckelmann, a Lord Hamilton, a Fragonard, a Tischbein, a los arqueólogos, dibujantes y grabadores que venían de Pompeya y Herculano, descubiertas recién y muy saqueadas por el refinado y enamoradizo embajador de Inglaterra. Allí oí por vez primera la delicia de la música de Scarlatti, de Gluck, de Pergolese, de Cimarosa, y cantar al castrado Caffarelli. Allí conocí a los amantes de la Reina María Carolina, hermana de María Antonieta y del Emperador de Austria: el Príncipe de Caramanica y el Caballero Acton, dos brillantes advenedizos surgidos no se sabía de dónde. Los napolitanos jugaban a ser franceses; peroraban en dudoso francés; se ofrecían rapé en tabaqueras de oro; se alisaban las solapas de raso florido; encomiaban el retrato de la Princesa por Angélica Kaufman, decorativamente corrector y embellecedor; pero en medio de tanta reverencia, exquisitez y remilgo, de repente olvidaban a Francia y descendían a Nápoles: restallaba una carcajada estruendosa, que estremecía las porcelanas de Sévres y de Capodimonte; largos gritos comunicaban a los presentes el júbilo de varias de las muchas princesas que en los aposentos estaban; al entablarse una discusión entre dos señores, se multiplicaban la violencia elocuente de los ademanes y la característica mímica con que ambos reunían en ramillete los cinco dedos de una mano, y los sacudían bajo sus respectivas narices o, de agravarse la disputa, la rabia con que introducían la uña de uno de los pulgares bajo uno de los dientes delanteros, y ¡a hacían sonar; y, por no abundar en detalles, repetíanse las oportunidades en que los más viejos (como ese Príncipe Ravaschieri que en vez de hablar, ladraba) salían a un balcón, para desde él gargajear y desflemar sobre el patio, lo cual, probablemente, les hubiera valido los aplausos del pueblo, semejantes a los que recibía el Rey Fernando, el narigudo, cuando se asomaba en su palco del Teatro San Cario, comiendo macarrones. Por suerte el ojo llorón de la Manuel Mujica Láinez 187 El escarabajo

consuelo. Dos clérigos, a sueldo de los envidiosos, dieron alas al infundio de que había<br />

pactado con Satanás, y anunciaron que exorcizarían el palacio de Sansevero. Teníase<br />

noticia de que en él, largo tiempo atrás, un sobrino de San Carlos Borromeo, el Príncipe<br />

de Venosa, había muerto a su mujer, y aseguraban dichos falaces eclesiásticos que e!<br />

espíritu del infame poseía repentinamente a Don Raimondo. Por fin el Rey mandó<br />

desterrar a los patrañeros, y se restableció la calma. Regresó el Príncipe a los<br />

laboratorios, a perfeccionar la lámpara inextinguible y la carroza anfibia, pero la injusta<br />

persecución redujo sus grandes ilusiones, y fijó sus esfuerzos imaginativos en la capilla<br />

ancestral.<br />

Continuaba visitando a la leal Donna Oderisia, y un día de tantos en que ésta tornaba a<br />

elogiarle mi singularidad, mi armonía y mi colorido, imprevistamente el Príncipe me quitó<br />

de su anular y me deslizó en el mismo dedo de su parienta. Desde esa tarde y ese<br />

regalo, mi vida cambió: una etapa más se inauguraba. Con llevarse ambos tan bien, y<br />

con ser la Princesa, como su amigo, libresca y aguda, los diferenciaba su actitud frente al<br />

mundo: Don Raimondo necesitaba de la soledad para concentrarse, materializar y pulir<br />

sus ideas, y Donna Oderisia exigía estar rodeada de gente y de frívolo cotorreo, pues ese<br />

vecindario acicateaba la ironía que era como un desborde chispeante de su carácter<br />

hedonista. Esto último justifica sus vastas recepciones, a las que concurrían centenares<br />

de huéspedes, en el centro de los cuales la Princesa irradiaba. Yo, que compartí su<br />

intimidad y la de su insignificante marido, estoy en mejores condiciones que nadie para<br />

estimar la oposición entre esas fiestas y la vida cotidiana del palacio. Limitábase ésta a<br />

un par de habitaciones, a medias caldeadas en invierno, mientras que en la ringlera<br />

interminable de las salas desnudas que las circuían, tiritaban al unísono los criados<br />

estornudantes y los descascarados óleos de antecesores que usufructuaran la perdida<br />

fortuna. A pesar de la ruina amenazadora, la Princesa de Bisignano no cedía.<br />

Consecuente con el personaje que de sí misma se había trazado, cada mes ordenaba que<br />

todas las arañas, todos los apliques y todos los linternones se encendiesen; que los<br />

servidores de remendadas libreas se alineasen en la escalinata baldeada para el caso;<br />

que circulasen la limonada y los bizcochos y, tendida en su canapé, a sus pies el negrillo<br />

de turbante y al lado el faldero, daba la mano a besar a los invitados, y para cada uno<br />

tenía una frase que se comentaría luego. Los extranjeros de paso por Nápoles acudían a<br />

los saraos. Allí vi al solemne Goethe que, sin esforzarse, comparó la ciudad con el<br />

Paraíso; a Winckelmann, a Lord Hamilton, a Fragonard, a Tischbein, a los arqueólogos,<br />

dibujantes y grabadores que venían de Pompeya y Herculano, descubiertas recién y muy<br />

saqueadas por el refinado y enamoradizo embajador de Inglaterra. Allí oí por vez primera<br />

la delicia de la música de Scarlatti, de Gluck, de Pergolese, de Cimarosa, y cantar al<br />

castrado Caffarelli. Allí conocí a los amantes de la Reina María Carolina, hermana de<br />

María Antonieta y del Emperador de Austria: el Príncipe de Caramanica y el Caballero<br />

Acton, dos brillantes advenedizos surgidos no se sabía de dónde. Los napolitanos jugaban<br />

a ser franceses; peroraban en dudoso francés; se ofrecían rapé en tabaqueras de oro; se<br />

alisaban las solapas de raso florido; encomiaban el retrato de la Princesa por Angélica<br />

Kaufman, decorativamente corrector y embellecedor; pero en medio de tanta reverencia,<br />

exquisitez y remilgo, de repente olvidaban a Francia y descendían a Nápoles: restallaba<br />

una carcajada estruendosa, que estremecía las porcelanas de Sévres y de Capodimonte;<br />

largos gritos comunicaban a los presentes el júbilo de varias de las muchas princesas que<br />

en los aposentos estaban; al entablarse una discusión entre dos señores, se<br />

multiplicaban la violencia elocuente de los ademanes y la característica mímica con que<br />

ambos reunían en ramillete los cinco dedos de una mano, y los sacudían bajo sus<br />

respectivas narices o, de agravarse la disputa, la rabia con que introducían la uña de uno<br />

de los pulgares bajo uno de los dientes delanteros, y ¡a hacían sonar; y, por no abundar<br />

en detalles, repetíanse las oportunidades en que los más viejos (como ese Príncipe<br />

Ravaschieri que en vez de hablar, ladraba) salían a un balcón, para desde él gargajear y<br />

desflemar sobre el patio, lo cual, probablemente, les hubiera valido los aplausos del<br />

pueblo, semejantes a los que recibía el Rey Fernando, el narigudo, cuando se asomaba<br />

en su palco del Teatro San Cario, comiendo macarrones. Por suerte el ojo llorón de la<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 187<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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