Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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que los sobrecogidos por las estatuarias presencias, éramos el inocente Mr. Jim y yo: la atracción ejercida sobre Mrs. Dolly Vanbruck no se originaba en las estéticas singularidades que nos circuían, sino en un hombre de hueso y carne, que hubiera podido ser su nieto, lo moreno y bruñido de cuya piel, así como lo negro de sus ojos y del vello que su abierta camisa descubría, contrastaban y vivían encendidamente, en medio de tanta muerta blancura. En vano su afeminado compañero, ignorante de los austeros gustos de Mr. Jim, trató de imitarlo y de cautivar la mirada del inglés, prodigando pestañeos y toses, hasta que el temor de perder su valioso tiempo lo impulsó a regresar a la plaza de San Domenico Maggiore y su gentío. Nosotros y el velludo, que ante la indignación del británico había esbozado ya una charla con Mrs. Dolly, ingresamos en la sacristía, donde nos aguardaba el horror. Mr. Jim y Mrs. Vanbruck ahogaron un grito, en tanto que el mozo recién incorporado soltaba una breve risa. Hasta yo, que sabía de qué se trataba, participé del espanto del profesor y mi señora. En vitrinas altas, levántanse ahí dos personajes de pesadilla: los esqueletos de un hombre y de una mujer, de los cuales han sido eliminadas las partes blandas, con excepción del complejo sistema circulatorio, que los cubre totalmente de una telaraña de venas y arterias, mientras que los principales órganos, reducidos a la red sanguínea, conservan su forma ausente. La mujer intensificando el pavor, retiene sus ojos de apariencia intacta, redondos y duros. Nunca me he encarado con nada tan atroz. Recordé en seguida la agitación mudada en pánico con que asistí, en uno de los laboratorios, a los procedimientos con que el Príncipe, secundado por el médico palermitano, confeccionó esos diabólicos terrores. Volví a ver a Don Raimondo, serio y fino, inclinado conmigo sobre los cadáveres, despojándolos delicadamente de la piel y de las partes internas, e inyectando una mezcla metálica desconocida en los intrincados conductos de la sangre. Aquellos monstruos, junto a los cuales la Monstrua de Don Diego de Acedo era una Venus, habían sido exhibidos a la sazón a algunos selectos, en la Sala del Fénix del palacio, donde provocaron desmayos y chillidos. Don Raimondo, hombre de ciencia, sólo los consideraba el (fruto de arriesgadas experiencias anatómicas, y no tenía en cuenta la angustia, la zozobra y, repito, el terror que de ellos emanaba. En consecuencia no cabe sorprenderse de su actitud fría, observadora y como insensible, frente a los engendros que, por razones de estudio, había elaborado. En cambio sí es motivo de asombro la reacción de Mrs. Vanbruck. Transcurrido el primer momento de pavor, pese a que Mr. Jim apenas balbucía, la señora recuperó el dominio norteamericano, y la voracidad pasional, sus razones de ser, en la vida. Hizo fulgurar el enorme brillante que en la mano izquierda, sobre el guante, utilizaba a modo de señuelo; indicó con él, vagamente, los cuerpos desollados, como si en un invernáculo mostrase unas plantas curiosas; parpadeó volviéndose al italiano, y reanudó la conversación con seguridad imperturbable. Ese pillete de Nápoles se llamaba Giovanni Fornaio. Fue él quien me arrojó al Egeo, cuando el yacht de Mrs. Vanbruck navegaba delante del cabo Artemision. Se comprenderá, entonces, la trascendencia que para mí invistió nuestra visita a la capilla de Don Raimondo de Sangro, Príncipe de Sansevero. Fácilmente se deduce también el arrepentimiento de Mr. Jim, silencioso y ferviente adorador de Mrs. Dolly, por habernos conducido a esa trampa. Esta digresión rencorosa me ha apartado en la cronología, de mi existencia a la vera de Don Raimondo. Fue una época regida por el aprendizaje de mucha cosa nueva, de entreabrir puertas hacia zonas ignotas, de asombros útiles, de paz en los sentimientos, y de meditación. Reflexioné entonces largamente sobre la anomalía de mi sino de espectador de los milenios, y sobre la exclusividad inconmensurable que significa ser fiel a un amor más fuerte que el tiempo. En ocasiones inesperadas, cuando espiaba el adelanto de una de las invenciones del Príncipe, la hierática fisura de la Reina Nefertari cruzaba el aposento, de perfil, como en las pinturas de su sepulcro, y el llevado y traído Escarabajo resplandecía. A veces llamaba a la puerta, quedamente, la hermosa Donna Carlota Caietani, quien nunca entraba en las vedadas cámaras de investigación de su esposo, y a la distancia yo distinguía su sonrisa leve, que evocaba la de mi Reina, y comprendía que Don Raimondo la quisiese tanto, porque entre ambos se aseguraba una Manuel Mujica Láinez 185 El escarabajo
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que los sobrecogidos por las estatuarias presencias, éramos el inocente Mr. Jim y yo: la<br />
atracción ejercida sobre Mrs. Dolly Vanbruck no se originaba en las estéticas<br />
singularidades que nos circuían, sino en un hombre de hueso y carne, que hubiera podido<br />
ser su nieto, lo moreno y bruñido de cuya piel, así como lo negro de sus ojos y del vello<br />
que su abierta camisa descubría, contrastaban y vivían encendidamente, en medio de<br />
tanta muerta blancura. En vano su afeminado compañero, ignorante de los austeros<br />
gustos de Mr. Jim, trató de imitarlo y de cautivar la mirada del inglés, prodigando<br />
pestañeos y toses, hasta que el temor de perder su valioso tiempo lo impulsó a regresar<br />
a la plaza de San Domenico Maggiore y su gentío. Nosotros y el velludo, que ante la<br />
indignación del británico había esbozado ya una charla con Mrs. Dolly, ingresamos en la<br />
sacristía, donde nos aguardaba el horror.<br />
Mr. Jim y Mrs. Vanbruck ahogaron un grito, en tanto que el mozo recién incorporado<br />
soltaba una breve risa. Hasta yo, que sabía de qué se trataba, participé del espanto del<br />
profesor y mi señora. En vitrinas altas, levántanse ahí dos personajes de pesadilla: los<br />
esqueletos de un hombre y de una mujer, de los cuales han sido eliminadas las partes<br />
blandas, con excepción del complejo sistema circulatorio, que los cubre totalmente de<br />
una telaraña de venas y arterias, mientras que los principales órganos, reducidos a la red<br />
sanguínea, conservan su forma ausente. La mujer intensificando el pavor, retiene sus<br />
ojos de apariencia intacta, redondos y duros. Nunca me he encarado con nada tan atroz.<br />
Recordé en seguida la agitación mudada en pánico con que asistí, en uno de los<br />
laboratorios, a los procedimientos con que el Príncipe, secundado por el médico<br />
palermitano, confeccionó esos diabólicos terrores. Volví a ver a Don Raimondo, serio y<br />
fino, inclinado conmigo sobre los cadáveres, despojándolos delicadamente de la piel y de<br />
las partes internas, e inyectando una mezcla metálica desconocida en los intrincados<br />
conductos de la sangre. Aquellos monstruos, junto a los cuales la Monstrua de Don Diego<br />
de Acedo era una Venus, habían sido exhibidos a la sazón a algunos selectos, en la Sala<br />
del Fénix del palacio, donde provocaron desmayos y chillidos. Don Raimondo, hombre de<br />
ciencia, sólo los consideraba el (fruto de arriesgadas experiencias anatómicas, y no tenía<br />
en cuenta la angustia, la zozobra y, repito, el terror que de ellos emanaba. En<br />
consecuencia no cabe sorprenderse de su actitud fría, observadora y como insensible,<br />
frente a los engendros que, por razones de estudio, había elaborado. En cambio sí es<br />
motivo de asombro la reacción de Mrs. Vanbruck. Transcurrido el primer momento de<br />
pavor, pese a que Mr. Jim apenas balbucía, la señora recuperó el dominio<br />
norteamericano, y la voracidad pasional, sus razones de ser, en la vida. Hizo fulgurar el<br />
enorme brillante que en la mano izquierda, sobre el guante, utilizaba a modo de señuelo;<br />
indicó con él, vagamente, los cuerpos desollados, como si en un invernáculo mostrase<br />
unas plantas curiosas; parpadeó volviéndose al italiano, y reanudó la conversación con<br />
seguridad imperturbable. Ese pillete de Nápoles se llamaba Giovanni Fornaio. Fue él<br />
quien me arrojó al Egeo, cuando el yacht de Mrs. Vanbruck navegaba delante del cabo<br />
Artemision. Se comprenderá, entonces, la trascendencia que para mí invistió nuestra<br />
visita a la capilla de Don Raimondo de Sangro, Príncipe de Sansevero. Fácilmente se<br />
deduce también el arrepentimiento de Mr. Jim, silencioso y ferviente adorador de Mrs.<br />
Dolly, por habernos conducido a esa trampa.<br />
Esta digresión rencorosa me ha apartado en la cronología, de mi existencia a la vera de<br />
Don Raimondo. Fue una época regida por el aprendizaje de mucha cosa nueva, de<br />
entreabrir puertas hacia zonas ignotas, de asombros útiles, de paz en los sentimientos, y<br />
de meditación. Reflexioné entonces largamente sobre la anomalía de mi sino de<br />
espectador de los milenios, y sobre la exclusividad inconmensurable que significa ser fiel<br />
a un amor más fuerte que el tiempo. En ocasiones inesperadas, cuando espiaba el<br />
adelanto de una de las invenciones del Príncipe, la hierática fisura de la Reina Nefertari<br />
cruzaba el aposento, de perfil, como en las pinturas de su sepulcro, y el llevado y traído<br />
<strong>Escarabajo</strong> resplandecía. A veces llamaba a la puerta, quedamente, la hermosa Donna<br />
Carlota Caietani, quien nunca entraba en las vedadas cámaras de investigación de su<br />
esposo, y a la distancia yo distinguía su sonrisa leve, que evocaba la de mi Reina, y<br />
comprendía que Don Raimondo la quisiese tanto, porque entre ambos se aseguraba una<br />
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<strong>El</strong> escarabajo