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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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ocasión en que lanzaba un grito de alegría, al retribuir el triunfo sus esfuerzos, yo<br />

relampagueaba también en su anular. Únicamente me exasperó que, tras consagrarse a<br />

perfeccionar varias piedras preciosas, mudando un zafiro en diamante y una amatista en<br />

rubí, se especializara en reproducir los lapislázulis, aun dotándolos de finas vetas de oro,<br />

como si eso fuera posible.. ¡Ay, sí que era posible y que lo hacía, y para colmo me<br />

confrontaba a mí, el Gran <strong>Escarabajo</strong> de la Dinastía XIX, con esas espléndidas<br />

falsificaciones, y no se advertía diferencia alguna!<br />

Con debérsele tantas maravillas, y las que olvidé consignar, como la pintura luminosa, y<br />

los cuadros (una Salomé y la cabeza del Bautista) hechos con lanas, me apresuro a<br />

subrayar que la que prefería, de sus obras maestras, fue la Capilla de Santa María della<br />

Pietá, elocuente testimonio de su amor a sus antepasados y de su descollante habilidad<br />

de hombre de ciencia, explotada en favor del arte. Dicho templo se halla junto al palacio:<br />

bastaba cruzar la sacristía y ascender una holgada escalera, para encontrarse con la<br />

tribuna desde la cual, sin dejar la mansión de los Sansevero, se oía misa. En cuanto a la<br />

capilla, es muy añosa; la reconstruyó y amplió uno del abolengo, Patriarca de Alejandría,<br />

un siglo y medio antes de que Don Raimondo encarase la tarea de transformarla en<br />

panteón y apoteosis de quienes le precedieran en los éxitos de su misma sangre. Si bien<br />

dio comienzo a la obra cuando poco le faltaba para desprenderse de mí, es fuerza que<br />

me detenga en el infrecuente edificio pues, como al minuto se verificará, su existencia se<br />

vincula de modo estrecho con mi destino.<br />

A mí sólo me tocó, mientras se iniciaban las tareas de adorno, acudir diariamente con mi<br />

señor, comprobar los progresos preliminares de decoradores y escultores, a quienes Don<br />

Raimondo prodigaba consejos y sugería técnicas. Fue brotando así, en torno de la nave,<br />

el prodigio de los primeros monumentos, de un barroquismo enfático, entrelazados con<br />

símbolos y alegorías. A menudo, escoltando desde la penumbra nuestro andar a la vera<br />

de tanta grandeza sustentada por el mármol de querubes y victorias, oíamos unas risillas<br />

agudas. Procedían de dos o tres «castrati», de los numerosísimos muchachos preparados<br />

para el canto eclesiástico, los cuales, no habiendo resultado perfecta la intervención<br />

quirúrgica que afinaría y afeminaría su timbre, optaban por vivir de un comercio que los<br />

acercaba a múltiples caballeros, sin que el aporte de sus voces interesase demasiado. <strong>El</strong><br />

Príncipe de Sansevero los dispersaba con el pañuelo de randas, como si fuesen moscas.<br />

A esa Capilla de la Pietá volví, poco menos que doscientos años más tarde, en el dedo<br />

medio derecho de Mrs. Vanbruck, guiados por Mr. Jim, quien deseaba mostrar a la<br />

señora la napolitana rareza, y de camino contó las historias y enumeró los inventos de<br />

Don Raimondo, que yo conocía mejor, pues en su realización algo intervine. Me conmovió<br />

el diseño, asaz modificado, de la palatina fachada y del portal, que crucé durante lustros,<br />

y noté, como una prueba más del respeto de la ciudad por sus seculares costumbres, que<br />

aquella mañana merodeaban por el vecindario de la capilla unos cuantos jóvenes, los<br />

cuales, sin haber sido menester que se sometiesen a operaciones similares a las muy<br />

despojadoras de quienes los antecedieran, utilizaban idénticos medios de vida.<br />

Entreverábanse con ellos, en cordial camaradería, otros rapaces en una paralela<br />

actividad, regida por homogéneas leyes económicas, tenía por obvia meta al sexo<br />

opuesto. Toda esa gente reía, se burlaba y jaraneaba, feliz, ingenuamente, de gozar del<br />

sol y de saberse hermosa, como únicamente en Nápoles sucede con tan ruidosa<br />

vehemencia: ni siquiera a los bufones y enanos del Alcázar oí meter tanta bulla.<br />

Entrarnos, pues, en la capilla, seguidos por un par de esos individuos, a los que, al<br />

principio y equivocándome, no atribuí ninguna importancia. <strong>El</strong> teatro ofrecido por el<br />

ornato de la iglesia, no permitía ocuparse de nada más. Alrededor de la nave única,<br />

contorneando la velada y alarmante figura del Cristo yacente, se desarrolla el<br />

espectáculo fantasmal de Jos Sangro, antepasados del Príncipe, alguno de ellos a punto<br />

de salir de su sepulcro, otros acechantes, con cascos y armaduras, rodeados por seres<br />

togados o desnudos (hay uno, sobre todo, al que viste y desviste una red maravillosa),<br />

entre un rígido aletear de ángeles y una temible inmovilidad de grifos, águilas y leones.<br />

Analizando esos espectros, sobrecogidos, circulamos. <strong>El</strong> apagado tono caduco de Mr. Jim,<br />

traducía las inscripciones y explicaba los parentescos, con un fondo amenguado de<br />

gritería jubilosamente prostituta, que procedía de afuera. Pero en breve me percaté de<br />

184 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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