Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Caballero de la Real Orden de San Genaro, Gentilhombre de Cámara con Ejercicio, y muchos etcéteras, una de las personas más admirables, más fantásticas, más originales y sapientes cuya vida he tenido el honor de compartir. Viví con ese genio en su palacio de la plaza de San Domenico Maggiore, en medio de una atmósfera en la que la científica imaginación chiporroteaba y ardía de continuo. Me desconcierta que no se lo mencione más en la actualidad, y primordialmente que los napolitanos no hayan exaltado más la figura de quien sobresale como una de sus glorias. Era un caballero menudo, de rostro agradable y juvenil bajo la blanca peluca (tendría entonces veinticinco años), cuidadoso del vestir y de las maneras, sumamente cortés, aunque sujeto a repentinos raptos de cólera, como Miguel Ángel en otra escala, cuando lo interrumpían en sus complejos trabajos. Pertenecía a un linaje ilustre, que a lo largo de nueve centurias remontaba su estirpe hasta los soberanos carolingios, y en un reino que en Nápoles contaba con ciento veinte príncipes, y ciento cuarenta en Sicilia, muchos de ellos flamantes, remendados o improvisados, era un príncipe de verdad. Algo aprendí de la historia de dicha familia, a través de los frescos que enorgullecían varias de las habitaciones del palacio, y que la referían a partir de Oderisio, Abad de Montecasino y Cardenal después, creo que en el 1200, hasta el Paolo de Sangro a quien Felipe III de España otorgó el Toisón de Oro. Don Raimondo afirmaba justa ufanía en tales antecedentes, pero lo cierto es que una casa tan rica en héroes y en beatos ejemplares, no produjo ningún fruto tan raro, tan novedoso y tan memorable como él. Le pertenecí durante unos veinte años, y llegué a conocerlo bien, y a apreciar lo que aquel gran señor de afable y ceremoniosa reserva poseía de bondad, de indulgencia, de desdén por lo meramente mundano y de vigor intelectual. Salía poco y solía encerrarse en sus laboratorios, situados en los subterráneos palaciegos, y a veces, en una reunión, abandonaba imprevistamente el corro amistoso, el diálogo o el concierto, a los que asistía con aburrida gentileza, porque una idea acababa de ocurrírsele, y debía ponerla de inmediato en práctica. Yo corría con él, inseparable de su anular derecho, como del de lámblico, el Durmiente encantador, y juntos nos sumergíamos en el secreto de los sótanos. Los demás napolitanos, príncipes, duques, marqueses, coronas acumuladas, casi siempre de sangre menos azul y ardorosa, no conseguían habituarse a aquellas disparadas bruscas y a aquella actividad que acaso considerasen ofensas, por contraste con su aristocrática tradición de ocio invencible, y sólo la presencia de la bella Carlota Caietani, esposa y prima del impulsivo Don Raimondo, cuya suave sonrisa todos admiraban, lograba remediar actitudes de mi amo que pudieron, sin serlo, parecer agresivas e insolentes. Metido en sus refugios, modificábase la expresión del Príncipe de Sansevero: a la amabilidad sucedía la intensidad, y al tedio distraído, la alerta inquietud. Reemplazaba la casaca de seda por el moteado, mugriento mandil, y en el andar de horas no reaparecía, moviéndose de una retorta a un alambique y de un caldero en ebullición a una tinaja fétida, anotando y calculando, revolviendo y combinando, o bien se sentaba a crear los más extraños dibujos y a armar incomprensibles máquinas, hasta que el criado acudía, en puntas de pie, a traerle un tazón de caldo y medio Irasco de vino. En esos reductos, mientras fui suyo, vi surgir los inventos más diversos y extravagantes: una cera, lograda sin socorro de abejas, que servía para modelar esculturas; un aparato que permitía transmutar el agua salada en dulce, y otro que la elevaba a cualquier nivel; un arcabuz eficaz que con ninguno se cotejaba, un fabuloso cañón, confeccionado utilizando un liviano material, que semejaba hecho con pieles; mármoles blancos de Carrara y Puglia, coloreados con ingenio impar; un teatro pirotécnico, en el que resonaba el canto nítido de los pájaros; una personalísima instalación tipográfica; un procedimiento aplicado a los cartuchos de artillería que, junto al texto dedicado a renovar los ejercicios militares, le valió el elogio de Federico el Grande y de Mauricio de Sajonia; la pintoresca carroza anfibia, que ignoro si funcionó; y una lámpara sobrenatural cuya llama, como la luz de la imaginación de quien le diera vida, no se apagaba nunca. Pasmaba observarlo trabajar y compartir su trabajo, pues yo contribuía, desde su diestra, a la vigilancia de las cocciones y a la construcción de los artefactos, y cada Manuel Mujica Láinez 183 El escarabajo

Caballero de la Real Orden de San Genaro, Gentilhombre de Cámara con Ejercicio, y<br />

muchos etcéteras, una de las personas más admirables, más fantásticas, más originales<br />

y sapientes cuya vida he tenido el honor de compartir.<br />

Viví con ese genio en su palacio de la plaza de San Domenico Maggiore, en medio de una<br />

atmósfera en la que la científica imaginación chiporroteaba y ardía de continuo. Me<br />

desconcierta que no se lo mencione más en la actualidad, y primordialmente que los<br />

napolitanos no hayan exaltado más la figura de quien sobresale como una de sus glorias.<br />

Era un caballero menudo, de rostro agradable y juvenil bajo la blanca peluca (tendría<br />

entonces veinticinco años), cuidadoso del vestir y de las maneras, sumamente cortés,<br />

aunque sujeto a repentinos raptos de cólera, como Miguel Ángel en otra escala, cuando<br />

lo interrumpían en sus complejos trabajos. Pertenecía a un linaje ilustre, que a lo largo<br />

de nueve centurias remontaba su estirpe hasta los soberanos carolingios, y en un reino<br />

que en Nápoles contaba con ciento veinte príncipes, y ciento cuarenta en Sicilia, muchos<br />

de ellos flamantes, remendados o improvisados, era un príncipe de verdad. Algo aprendí<br />

de la historia de dicha familia, a través de los frescos que enorgullecían varias de las<br />

habitaciones del palacio, y que la referían a partir de Oderisio, Abad de Montecasino y<br />

Cardenal después, creo que en el 1200, hasta el Paolo de Sangro a quien Felipe III de<br />

España otorgó el Toisón de Oro. Don Raimondo afirmaba justa ufanía en tales<br />

antecedentes, pero lo cierto es que una casa tan rica en héroes y en beatos ejemplares,<br />

no produjo ningún fruto tan raro, tan novedoso y tan memorable como él.<br />

Le pertenecí durante unos veinte años, y llegué a conocerlo bien, y a apreciar lo que<br />

aquel gran señor de afable y ceremoniosa reserva poseía de bondad, de indulgencia, de<br />

desdén por lo meramente mundano y de vigor intelectual. Salía poco y solía encerrarse<br />

en sus laboratorios, situados en los subterráneos palaciegos, y a veces, en una reunión,<br />

abandonaba imprevistamente el corro amistoso, el diálogo o el concierto, a los que<br />

asistía con aburrida gentileza, porque una idea acababa de ocurrírsele, y debía ponerla<br />

de inmediato en práctica. Yo corría con él, inseparable de su anular derecho, como del de<br />

lámblico, el Durmiente encantador, y juntos nos sumergíamos en el secreto de los<br />

sótanos. Los demás napolitanos, príncipes, duques, marqueses, coronas acumuladas,<br />

casi siempre de sangre menos azul y ardorosa, no conseguían habituarse a aquellas<br />

disparadas bruscas y a aquella actividad que acaso considerasen ofensas, por contraste<br />

con su aristocrática tradición de ocio invencible, y sólo la presencia de la bella Carlota<br />

Caietani, esposa y prima del impulsivo Don Raimondo, cuya suave sonrisa todos<br />

admiraban, lograba remediar actitudes de mi amo que pudieron, sin serlo, parecer<br />

agresivas e insolentes. Metido en sus refugios, modificábase la expresión del Príncipe de<br />

Sansevero: a la amabilidad sucedía la intensidad, y al tedio distraído, la alerta inquietud.<br />

Reemplazaba la casaca de seda por el moteado, mugriento mandil, y en el andar de<br />

horas no reaparecía, moviéndose de una retorta a un alambique y de un caldero en<br />

ebullición a una tinaja fétida, anotando y calculando, revolviendo y combinando, o bien<br />

se sentaba a crear los más extraños dibujos y a armar incomprensibles máquinas, hasta<br />

que el criado acudía, en puntas de pie, a traerle un tazón de caldo y medio Irasco de<br />

vino.<br />

En esos reductos, mientras fui suyo, vi surgir los inventos más diversos y extravagantes:<br />

una cera, lograda sin socorro de abejas, que servía para modelar esculturas; un aparato<br />

que permitía transmutar el agua salada en dulce, y otro que la elevaba a cualquier nivel;<br />

un arcabuz eficaz que con ninguno se cotejaba, un fabuloso cañón, confeccionado<br />

utilizando un liviano material, que semejaba hecho con pieles; mármoles blancos de<br />

Carrara y Puglia, coloreados con ingenio impar; un teatro pirotécnico, en el que resonaba<br />

el canto nítido de los pájaros; una personalísima instalación tipográfica; un<br />

procedimiento aplicado a los cartuchos de artillería que, junto al texto dedicado a renovar<br />

los ejercicios militares, le valió el elogio de Federico el Grande y de Mauricio de Sajonia;<br />

la pintoresca carroza anfibia, que ignoro si funcionó; y una lámpara sobrenatural cuya<br />

llama, como la luz de la imaginación de quien le diera vida, no se apagaba nunca.<br />

Pasmaba observarlo trabajar y compartir su trabajo, pues yo contribuía, desde su<br />

diestra, a la vigilancia de las cocciones y a la construcción de los artefactos, y cada<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 183<br />

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