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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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once. Pero Don Diego no reflexionaba; Don Diego esperaba y sufría. Más tarde,<br />

probablemente oyendo venir a alguno, ocultaba su pequeñez detrás de la escultura,<br />

hasta que, alejado el riesgo, volvía a la anterior posición de hinojos, al gemir y a las<br />

quejas.<br />

Ese extraño rito duró unas dos semanas. Tanto había enflaquecido rni señor, que se le<br />

marcaban los pómulos salientes, azulosas ojeras le sombreaban la cara, y sus manos<br />

parecían las de un cadáver. Salía de la cárcel del Alcázar y se apostaba en la calle Mayor,<br />

hasta que un coche surgía, lo reconocían por el aludo sombrero, calado ahora hasta las<br />

orejas, y lo dejaban en el vecindario del Retiro, cuando no se trataba de un caballero<br />

que, por broma, se avenía a subir en la grupa a quien pesaba tan poco. De nuevo junto<br />

al híbrido indiferente, el Primo recomenzaba sus dulces lamentos, pero fui notando que a<br />

los sollozos suscitados por su ruina, empezaron a mezclarse palabras de amor: eso es,<br />

que no se dirigía el enano al bronce como a un semidiós poderoso y venerado, sino a<br />

alguien a quien amaba, a quien verdaderamente amaba con un vano amor desvariante, y<br />

sus manecitas de frágiles huesos se descruzaron y, temblando, rozaron, palparon y<br />

mimaron una y otra vez al bello cuerpo frío.<br />

La insostenible situación hizo crisis el día en que se ingenió para no abandonar el Buen<br />

Retiro. Durante varias horas se escondió, cambiando el lugar donde disimulaba su<br />

presencia, de acuerdo con lo que más le convenía. Ni comió, ni bebió. Espió el paso<br />

cadencioso, medido, del Rey, en cuya mano apoyaba levemente la suya la Reina Mariana,<br />

jovencita y ya grave, ya melancólica. Vio al bondadoso Marqués de Orani, al detestado<br />

Marqués de Villerbal. Vio al gracioso Nicolás Pertusato y a la grotesca Maribárbola, que<br />

Velázquez pintaría después en su cuadro de las Meninas. Casi lo descubrió, olfateando,<br />

tironeando, el mastín que de una trailla llevaba el enano Nicolasito. Vio desfallecer la<br />

tarde en las ventanas; se empezó a estrellar la perfumada noche; y vio cómo regresaban<br />

al Alcázar los Reyes y los Grandes obsequiosos y las pirueteantes sabandijas, presididas<br />

por las antorchas de los dos Gentileshombres de Placer que lo habían traicionado. Vio<br />

que por fin en los alrededores no permanecía nadie. Entonces, murmurando algo que<br />

semejaba una oración, en la que se interponían los ruegos, las lágrimas y las eternas<br />

frases amorosas, Don Diego de Acedo, primo de Su Majestad Católica por voluntad de<br />

ésta, se desnudó y, sin quitarme de su cuello, se echó sobre la estatua querida, a la que<br />

rodeó con sus cortos brazos. Así lo hallaron muerto los guardias, la mañana siguiente. Se<br />

asombraron de su escualidez, que le exponía el liviano esqueleto como en una lámina de<br />

anatomía. Y nada trascendió sobre el episodio, ni a las gacetillas, ni a los avisos, ni a los<br />

mentideros porque lo prohibió severísimamente el pudibundo Felipe IV.<br />

180 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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