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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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encargo de Su Majestad, los grandes óleos de Velázquez (y entre ellos esa «Rendición de<br />

Breda» que tan apreciativamente comentarían, dos siglos y medio después, Dolly<br />

Vanbruck y Maggie Brompton), levantó la mirada el hombrecillo, vio en una sobrepuerta<br />

el retrato del niño Baltasar Carlos, caballero en la embalsamada jaca andaluza, y ahogó<br />

un grito que sobresaltó a los presentes y los hizo fijarse en él. Pero antes de que<br />

pudieran interrogarlo, los desencajados ojos de Don Diego habían indagado más arriba,<br />

en la pompa de los artesones del techo que encuadraban la policromía de los escudos de<br />

las provincias y conquistas españolas y su voz se quebró mientras chillaba:<br />

—¡Las mariposas...! ¿Cómo...? ¿No veis las mariposas gigantes...? ¡Ay, que ya nos caen<br />

encima!<br />

Quien cayó fue él, y hubo que traer agua y ocuparse de reanimarlo, porque se sabía que<br />

el Rey lo llamaba «Primo».<br />

—Este enano está loco —declaró durante el desvanecimiento uno de los huéspedes, que<br />

resultó ser por ironía el joven y flamante Marqués de Villerbal, heredero del título y de lo<br />

mejor de los bienes sustentadores de la falsa ilusión del desmayado.<br />

Volvió Don Diego en sí; se habló de mandarlo al Alcázar; mas mi dueño se obstinó en<br />

seguir y en no mostrar flaqueza. Como a un niño, Velázquez lo cogió de la mano, y<br />

reanudamos el turístico paseo. Todavía nos reservaba en su curso una sorpresa la<br />

perturbación del descendiente del imaginativo Lope de Ángulo. En el centro de una sala,<br />

habían situado al Hermafrodita que en negro bronce el pintor hizo reproducir en Roma,<br />

del de mármol clásico, cambiándole la base original por una almohada y una colchoneta,<br />

quizá con el objeto de contribuir a la comodidad del sueño de la singular figura que yace<br />

casi de espaldas, pero no tanto como para esconder los indiscutibles elementos que<br />

certifican sus caracteres bisexuales. La presencia del desnudo andrógino, tan hermoso<br />

que se cuenta que luego utilizó Velázquez el modelo de su espalda para su «Venus del<br />

espejo», redobló las pullas previsibles de los nobles, especialmente las de Villerbal, quien<br />

entre risotadas abundó en fáciles versiones de la variedad de usos que se podía aplicar a<br />

aquel muchacho-muchacha. Sólo el artista quedó serio y callado, y la sorpresa ocurrió al<br />

soltarse el Primo de la mano del pintor, acercarse a la acostada escultura, y recorrer su<br />

cuerpo con larga caricia. Quedaron los otros perplejos unos segundos, sin reaccionar, y<br />

cuando lo hicieron fue para los consabidos sarcasmos, apuntando a la dudosa virilidad del<br />

enano, aunque barrunto que hubiese deseado más de uno reproducir su voluptuoso<br />

manoseo. Por otra parte yo, que conocí a Don Dieguín desde la infancia como nadie, y<br />

que antes y después de su aventura con la ciega de Santillana, me asocié a incontables<br />

encuentros suyos con mujeres, incluyendo la asesinada Micaela Encinillas y la sofocante<br />

Eugenia Martínez, puedo desvirtuar la tonta fábula de las acusaciones. Sin embargo,<br />

asimismo debo atestiguar que mientras su diestra se deslizaba sobre las curvas del<br />

híbrido ser, sentí que se me transmitía, originada en el pecho de mi amo, una vibración,<br />

algo así como una desconocida ansiedad, que a mi vez me alarmó y turbó. Tal fue<br />

nuestra primera visita a la más insólita de las estatuas que de Italia trajo Velázquez.<br />

Hubo varias otras. Mi desventurado dueño seguía pagando con creces el pecado de su<br />

orgullo, y la Monstrua, de noche, se sobrepasaba en la función lujuriosa de castigarlo, sin<br />

percatarse de que la salud de Acedo decaía tristemente, de que de continuo hablaba y<br />

disparataba y también lo hacía al cumplir, entre sudores, con su mecánica y marital<br />

tarea. Pero al salir él de la pieza, al alba, emprendía de tanto en tanto la caminata que lo<br />

conducía al Buen Retiro. En ocasiones, funcionarios que pasaban en sus coches, lo<br />

recogían y transportaban, extrañados del torvo silencio de alguien que, según decían los<br />

atrasados de noticias, aventaba la morriña del Rey. Una vez allá era saludado por los<br />

guardias, quienes pensarían que venía de Palacio con un mensaje. <strong>El</strong> enano corría por los<br />

aposentos, eludiendo mirar, en el de los Reinos, al Infante jinete, y llegaba al de<br />

proporciones mucho mas reducidas que centraba la tendida figura, la cual dormía (o<br />

quizá fingía dormir), apoyada la cabeza en sus cruzados brazos. Entonces Don Diego se<br />

ponía de rodillas frente a la estatua, y quedamente, sollozando a menudo, le narraba sus<br />

decepciones y sus quimeras, sin reflexionar en que si el Canónigo Matute no le había<br />

dado respuesta, al acudir a él con sus cuitas, menos cabía aguardarlo de un personaje de<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 179<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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