Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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fuese; la vistieron las dos enanas, sin que se deshiciera de su permanente y extático<br />
gesto, con un traje color de fuego, anudándole en el cabello unas cintas policromas y<br />
rodeándole el cuello con varias sartas de vidriosos pedruscos, para concluir<br />
blanqueándole el redondo semblante a fuerza de solimán, y entintándole los ojos con<br />
antimonio. Así aderezada, fue presentada al novio quien, desde que la Monstrua entró<br />
con la hoja de vid por falda y mantón, mantuvo la boca abierta, dando muestras de no<br />
poderla cerrar, y ciertamente debe de haber sido muy intensa la tentación nacida de las<br />
últimas voluntades de la Duquesa de Villerbal, proclamadas a menudo, para que el Primo<br />
no se ahogase dentro del círculo de almidón de su lechuguilla, que exponía su rígida<br />
cabeza como la del propio San Juan en la bandeja de Salomé, o echase a correr, a volar,<br />
a huir del colosal esperpento. Si tal idea estimuló su mente, lo detuvo el espectáculo del<br />
clérigo que lentamente llegaba, desde el fondo del almacén, entre nubes, campanillas y<br />
ciriales, traídos y agitados por los negrillos de la Corte. Al oficiante se lo entreveía<br />
apenas, con tanto humo de incensario, pero a mí me dieron mala espina su estrabismo,<br />
su torcido solideo, su mugrienta casulla y sus inexistentes latines canturriados, que mi<br />
amo no estaba en condiciones de juzgar pero yo sí, pues para algo he vivido en la<br />
antigua Roma, y que eran respondidos a coro, risueñamente, por la asamblea<br />
disparatada.<br />
La ceremonia se prolongó demasiado, a disgusto de la concurrencia, porque un banquete<br />
y baile habían sido anunciados para después, y empezaban a oírse, luego de unidos y<br />
bendecidos los esposos, los rebuznos y chiflos de los impacientes, cuando irrumpió<br />
desalado un galopín de las cocinas, gritando que volvían los señores, con lo cual se<br />
produjo un breve y angustiado silencio, en que se oyó el rodar de las primeras carrozas y<br />
el trote de los primeros caballos, en la gran plaza de Palacio, y se desató un desbande<br />
general que puso vertiginoso fin a la fiesta. Disparó cada uno por su lado, hacia su pieza<br />
u obligación, tumbando la jaca del Infante y las torres de muebles; también nosotros,<br />
seguidos por la jadeante y quejosa Doña Eugenia; y la fuga nos alcanzó para ver los<br />
coches del Conde de Alba de Liste y de los Marqueses de Orani y de Flores Dávila,<br />
detenidos frente al portalón, y contorneados por un torbellino de pajes con antorchas,<br />
pues ya preludiaba el término del crepúsculo. Se metió Don Diego en su pobre<br />
habitación, prendida de sus pasos la Monstrua, con la lengua afuera y unos resoplidos de<br />
jabalí, y prontamente, sin que hubiese forma de hurtarle el cuerpo, no en el camastro del<br />
Primo, que no lo hubiera podido resistir, sino en el duro suelo, se consumó el<br />
acoplamiento, o mejor dicho se obtuvo la zambullida más fantástica y ardua que quepa<br />
imaginar, precipitando al valeroso enano en un oleaje de carne donde hubo de zozobrar,<br />
hasta que cesaron las oscilaciones y se le permitió dormir y beneficiarse con una<br />
imprescindible tregua.<br />
Restablecióse el orden del Alcázar la semana siguiente; cundieron los rumores de que el<br />
Rey se casaría con la prometida de su hijo; el Marqués de Orani, topando con Don Diego<br />
en la escalinata, lo felicitó, sonriendo, por su boda, lo que indicó que la noticia había<br />
ascendido también a los ámbitos áulicos; y los esposos continuaron viviendo en el tabuco<br />
miserable, suficiente, empero, para que Eugenia Martínez hiciese efectivas allí sus<br />
conyugales exigencias y para que su prisionero se desesperase al no advertir de<br />
inmediato adelanto alguno; hasta que al runrún de la alianza matrimonial austríaca<br />
principiaron, por contraste, a mezclarse hablillas de que lo de la herencia de la Duquesa<br />
de Villerbal era una patraña inventada por la socarronería de las gentes «de placer»,<br />
quienes así se vengaban, superlativamente, de los desprecios del vanidoso ayudante de<br />
la Estampa Real. Llegó la especie a oídos de mi amo, quien al punto consultó a los<br />
Gentileshombres que tantas pruebas de amistad y de seguridad en el legado le habían<br />
ofrecido, mas los halló displicentes, lavándose las manos del pleito, y aconsejándole, con<br />
graves meneos de cabeza, que aclarase la verdad por medio de los escribanos que<br />
abundaban en las covachuelas. A ellos acudió la angustia de Don Diego, y contrató los<br />
servicios averiguadores de uno, para enterarse al cabo de semanas de tribulación de que<br />
la Duquesa había fallecido sin testar, y de que sus bienes se repartían entre sus deudos<br />
colaterales. Fácilmente se deduce el desengaño y el horror del ambicioso de Santillana,<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 177<br />
<strong>El</strong> escarabajo