Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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07.05.2013 Views

amargura y, como efecto inmediato de su desaparición, afluyeron nuevamente al Alcázar los Grandes, ansiosos de prebendas y desquites. Murió también la eliminadora de Olivares, la Reina, la francesa, la guapa, sumiendo en dolor al Rey, que tan infiel le había sido. Y a poco se desarrollaron dos acontecimientos que no guardan ninguna relación entre sí, pero ejercieron primordial influencia sobre la vida de mi amo: se incorporó a la turba del centenar de sabandijas una doncella llamada Eugenia Martínez, y Marcos de Encinillas asesinó a su mujer. Por lo que atañe a este último, diré que el Aposentador, que cuidaba ciertas valiosas conexiones en las aristocráticas esferas, entre ellas la de Don Luis de Haro, sucesor del Conde-Duque en la privanza, salió bien parado, pues lo destinaron a la cárcel en lugar de la horca, atendiendo los jueces al argumento de que Encinillas había actuado en defensa de su honra, mancillada por Micaela en reiteradas oportunidades. No se mencionó al enano durante el proceso, quizá por discreta orden del Rey, y aunque es obvio que Don Diego hubiese preferido que borraran para siempre del mundo al antiguo ayuda del Oficio de Guardajoyas, claramente me percaté de que luego que supo la condena, respiró con más comodidad, afirmó el paso y recuperó en plenitud su aire de caricatura de soberbio gran señor. En cuanto a la susodicha Eugenia Martínez, es suficiente anotar que, siendo menos alta que ella, superaba en peso a Zoe, la hija fenomenal de la Tartamuda y de Nicéforo, a quien raptaron unos gitanos cerca de Éfeso, para exhibirla mientras ambulaban hacia los palacios de Carlomagno. Eugenia era inmensa, y se explica que la apodaran sus compañeros «la Monstrua». Cualquiera podrá comprobarlo, pues Carreño de Miranda la pintó de niña, desnuda, simulando un Baco más que rollizo, rechoncho, inconcebible, inenarrable, y también vestida de rojo, lo que no arregla al personaje. Más tarde comprobé que dentro de aquella cara ancha y vacía y de aquella desmesurada envoltura, sé acurrucaban un alma simple y una tremenda sensualidad. La Monstrua procedía de la parte de la provincia de Burgos, y perteneció a la Duquesa de Villerbal, quien la obsequió a la Infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Fuimos con el Rey a Fraga, durante la campaña contra los franceses, y Velázquez realizó allí uno de los mejores retratos de Su Majestad, o tal vez de los más suntuosos. También pintó a Don Diego de Acedo, por mandato del soberano, y lo hizo situándolo, con prodigiosa retentiva, tal cual lo conociera, años atrás, en la covachuela del Canónigo Matute, sólo que se le ocurrió ponerle de fondo un paisaje que al de Fraga no correspondía, pues más bien semeja la Sierra de Guadarrama. Captó el artista el orgullo y la desconcertante elegancia del enano, sin olvidar ni el enorme libro ni el tintero. En el Mueso del Prado lo vi, en la vasta sala de Velázquez, colgado entre los bufones, y sólo yo sé a qué grado hubiese alcanzado su furia, de haber podido enterarse de la ubicación. Eso fue en el curso del viaje por Europa que juntas hicieron Mrs. Dolly Vanbruck y su amiga la Duquesa de Brompton, y recuerdo la indiferencia con que pasaron delante de él y de los demás modelos, para detenerse frente al cuadro de La rendición de Breda, el de las lanzas, y sentarse, porque estaban tan rendidas como Breda, hasta que, al cabo de un rato, dijo Maggie Brompton: —Fíjate en el de la izquierda, el último, el que mira hacia acá..., ¡qué lindo muchacho! ——Sí —respondió Dolly—, ¡qué cara! Lástima que no lo pintaran entero. Se parece algo a Harry. —(Harry era el protegido de turno de Mrs. Vanbruck.) —Es cierto. ¿Dónde se habrá metido Harry? Tardaron media hora en encontrarlo. Vagaron de un piso al otro sin fijarse en las obras maestras, mareadas por las efigies de varios siglos, que contemplaban displicentemente, desde sus marcos, el apresuramiento parlanchín de las dos señoras, protestando Mrs. Vanbruck porque le dolían los pies, y murmurando Maggie las peores palabras de los norteamericanos. Hallaron al rubio Harry, ensimismado ante la «Maja Desnuda» de Goya. Pensaba yo, entretanto, en las irónicas jugarretas del Destino, y en su complacencia en conceder el privilegio de la física inmortalidad a un enano vanidoso, a la Monstrua, a Sebastián de Morra, a Calabacillas, al Niño de Vallecas, mientras que no se identifican aún los verdaderos rostros de Shakespeare y de Cervantes, y acaso no se los identifique Manuel Mujica Láinez 173 El escarabajo

amargura y, como efecto inmediato de su desaparición, afluyeron nuevamente al Alcázar<br />

los Grandes, ansiosos de prebendas y desquites. Murió también la eliminadora de<br />

Olivares, la Reina, la francesa, la guapa, sumiendo en dolor al Rey, que tan infiel le había<br />

sido. Y a poco se desarrollaron dos acontecimientos que no guardan ninguna relación<br />

entre sí, pero ejercieron primordial influencia sobre la vida de mi amo: se incorporó a la<br />

turba del centenar de sabandijas una doncella llamada Eugenia Martínez, y Marcos de<br />

Encinillas asesinó a su mujer.<br />

Por lo que atañe a este último, diré que el Aposentador, que cuidaba ciertas valiosas<br />

conexiones en las aristocráticas esferas, entre ellas la de Don Luis de Haro, sucesor del<br />

Conde-Duque en la privanza, salió bien parado, pues lo destinaron a la cárcel en lugar de<br />

la horca, atendiendo los jueces al argumento de que Encinillas había actuado en<br />

defensa de su honra, mancillada por Micaela en reiteradas oportunidades. No se<br />

mencionó al enano durante el proceso, quizá por discreta orden del Rey, y aunque es<br />

obvio que Don Diego hubiese preferido que borraran para siempre del mundo al<br />

antiguo ayuda del Oficio de Guardajoyas, claramente me percaté de que luego que<br />

supo la condena, respiró con más comodidad, afirmó el paso y recuperó en plenitud su<br />

aire de caricatura de soberbio gran señor. En cuanto a la susodicha Eugenia<br />

Martínez, es suficiente anotar que, siendo menos alta que ella, superaba en peso a<br />

Zoe, la hija fenomenal de la Tartamuda y de Nicéforo, a quien raptaron unos gitanos<br />

cerca de Éfeso, para exhibirla mientras ambulaban hacia los palacios de Carlomagno.<br />

Eugenia era inmensa, y se explica que la apodaran sus compañeros «la Monstrua».<br />

Cualquiera podrá comprobarlo, pues Carreño de Miranda la pintó de niña, desnuda,<br />

simulando un Baco más que rollizo, rechoncho, inconcebible, inenarrable, y también<br />

vestida de rojo, lo que no arregla al personaje. Más tarde comprobé que dentro<br />

de aquella cara ancha y vacía y de aquella desmesurada envoltura, sé acurrucaban un<br />

alma simple y una tremenda sensualidad. La Monstrua procedía de la parte de la<br />

provincia de Burgos, y perteneció a la Duquesa de Villerbal, quien la obsequió a la<br />

Infanta María Teresa, hija de Felipe IV.<br />

Fuimos con el Rey a Fraga, durante la campaña contra los franceses, y Velázquez realizó<br />

allí uno de los mejores retratos de Su Majestad, o tal vez de los más suntuosos. También<br />

pintó a Don Diego de Acedo, por mandato del soberano, y lo hizo situándolo, con<br />

prodigiosa retentiva, tal cual lo conociera, años atrás, en la covachuela del Canónigo<br />

Matute, sólo que se le ocurrió ponerle de fondo un paisaje que al de Fraga no<br />

correspondía, pues más bien semeja la Sierra de Guadarrama. Captó el artista el orgullo<br />

y la desconcertante elegancia del enano, sin olvidar ni el enorme libro ni el tintero. En el<br />

Mueso del Prado lo vi, en la vasta sala de Velázquez, colgado entre los bufones, y sólo yo<br />

sé a qué grado hubiese alcanzado su furia, de haber podido enterarse de la ubicación.<br />

Eso fue en el curso del viaje por Europa que juntas hicieron Mrs. Dolly Vanbruck y su<br />

amiga la Duquesa de Brompton, y recuerdo la indiferencia con que pasaron delante de él<br />

y de los demás modelos, para detenerse frente al cuadro de La rendición de Breda, el de<br />

las lanzas, y sentarse, porque estaban tan rendidas como Breda, hasta que, al cabo de<br />

un rato, dijo Maggie Brompton:<br />

—Fíjate en el de la izquierda, el último, el que mira hacia acá..., ¡qué lindo muchacho!<br />

——Sí —respondió Dolly—, ¡qué cara! Lástima que no lo pintaran entero. Se parece algo<br />

a Harry. —(Harry era el protegido de turno de Mrs. Vanbruck.)<br />

—Es cierto. ¿Dónde se habrá metido Harry?<br />

Tardaron media hora en encontrarlo. Vagaron de un piso al otro sin fijarse en las obras<br />

maestras, mareadas por las efigies de varios siglos, que contemplaban displicentemente,<br />

desde sus marcos, el apresuramiento parlanchín de las dos señoras, protestando Mrs.<br />

Vanbruck porque le dolían los pies, y murmurando Maggie las peores palabras de los<br />

norteamericanos. Hallaron al rubio Harry, ensimismado ante la «Maja Desnuda» de Goya.<br />

Pensaba yo, entretanto, en las irónicas jugarretas del Destino, y en su complacencia en<br />

conceder el privilegio de la física inmortalidad a un enano vanidoso, a la Monstrua, a<br />

Sebastián de Morra, a Calabacillas, al Niño de Vallecas, mientras que no se identifican<br />

aún los verdaderos rostros de Shakespeare y de Cervantes, y acaso no se los identifique<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 173<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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