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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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pudiera procurarle. Entendía él que el blasón de sus Velázquez sevillanos consistía en<br />

doce discos azules en campo de plata, rodeados por una bordura que no retenía su<br />

memoria, y lo necesitaba para una información. Afanóse el Canónigo; se puso a mover<br />

sillas, desplazar libros, voltear páginas y soplar en ellas, tosiendo y elevando nubes de<br />

polvo acre. Entretanto, Velázquez miraba al enano.<br />

—Algún día —le dijo—, me gustaría pintar a su merced tal cual le veo ahora. Por<br />

desventura no dispongo de tiempo. Su Majestad me exige de continuo retratos suyos y<br />

de la Reina. También el Conde-Duque y otros señores. Y luego están los retratos de los<br />

sabandijas, para la galería del Buen Retiro... Así, así me gustaría pintarlo...<br />

Entrecerró los ojos, siguiendo su costumbre, y trazó en el aire un redondo ademán<br />

curioso, apretado el puño derecho y erguido el pulgar a modo de un supuesto pincel,<br />

como si deseara encerrar a Don Dieguillo en el aire.<br />

—Supongo —replicó, malhumorado, Acedo— que su merced me hará el honor de no<br />

confundirme con los locos. Yo soy funcionario de la Estampa y Escritorio de la Cámara.<br />

—Sí, sí, lo sé, por supuesto —se disculpó el artista—. Aspiro a pintarlo como merece. Si<br />

pudiera ahora..., pero su merced ni sospecha cuánto me agobia la tarea de Palacio,<br />

robándome horas al pintar...<br />

Súbitamente, asocié su frase con las quejas de Miguel Ángel Buonarroti, servidor de<br />

Papas y de Príncipes, y me bastaron escasos segundos para medir la diferencia entre la<br />

rabia con que sacudía su cadena el florentino, y la resignación con que Velázquez la<br />

soportaba, porque el viejo Canónigo avanzó de la penumbra donde revolvía volúmenes y<br />

carpetas, y rompió el diálogo:<br />

—No se llaman «discos» —aclaró— sino «róeles», y no son doce, sino trece. La bordura<br />

es de gules, con ocho aspas de oro.<br />

—Dios se lo pague —fue el agradecimiento del pintor—, que a mí dinero no me<br />

sobra..., aunque sí róeles. Ya le traeré, a cambio de su advertencia y si lo autoriza su<br />

merced, algún dibujo que acaso le agrade.<br />

Con estas palabras partió, y el anciano le rezongó a Acedo:<br />

—Un dibujo... ¿Qué puedo hacer yo con un dibujo de Velázquez? Los dibujos no se<br />

comen. Más me valiera una poca ayuda.<br />

Largo rato quedaron el de los linajes y su discípulo, criticando la tacañería del que tan<br />

mal pagaba. Años después deduje que el maestro precisaba el diseño heráldico para<br />

completar una probanza de méritos, con destino a obtener la cruz de la Orden de<br />

Santiago, que lo alucinaba y que tardó bastante en lograr. Añadiré que cumplió con lo<br />

ofrecido, y que trajo a Matute el precioso dibujo de un coche como los que utilizaba el<br />

Conde-Duque, a fin de considerar en el mayor secreto asuntos de Estado, y que al<br />

Canónigo le pareció francamente estúpido y lo perdió en el fárrago de sus papeles.<br />

Por entonces se había embrollado Don Diego en peligrosos amores con Doña Micaela,<br />

esposa de Marcos de Encinillas, Ayuda del Guardajoyas y Aposentador. Destacábase la<br />

mujer por su coquetería, y aun no siendo bella, sabía echar mano de mil ardides<br />

seductores que le hacían parecerlo, lo cual encendía de celos a su marido, un patán<br />

siempre cejijunto, a quien el pelo le eliminaba la frente, y que uno no entendía cómo<br />

había escalado su posición en el Alcázar, hasta conocer a Doña Micaela. Asimismo no<br />

acierto a situar qué demonio la tentó (quizá fuera el propio Belial, el experto en Lujuria, a<br />

quien divisé por una hendidura de la caverna de los Siete Durmientes), induciéndola a<br />

encapricharse con el enano. ¿Pensaría que se lanzaba a las embriagueces de una<br />

experiencia nueva, en su vida de melindrosa insinuante? ¿O la perturbaría Don Diego con<br />

sus vivos ojos calculadores, su insolencia y su intranquilizadora traza? Una vez más me<br />

tocó compartir relaciones adúlteras, pero ¡cuánta distancia existía entre las que unieron,<br />

en Roma, al poeta Cayo Helvio Cinna y a la esposa del Senador Quadrato, que se<br />

amaban honrosamente, conmovedoramente, y las relaciones establecidas en Madrid<br />

entre la veleidosa y Don Dieguito, que sólo cabe atribuir a la arbitrariedad de una<br />

desquiciada y a la vanidad de un aborto de hombre!<br />

Explotaron los perdularios las ausencias de Encinillas, pues una de las tareas inherentes<br />

a su cargo consistía en secundar al Aposentador Mayor en la obligación de preceder al<br />

monarca y su séquito durante sus sobrevivió, lo que certifica la intensidad de su<br />

172 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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