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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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incluyendo excepcionalmente en el lote a alguna dama de rango. De lo mucho que<br />

intrigaba al enano ese contraste, que invalidaba la norma de la intangibilidad regia, y<br />

robustecía la idea de que, al contrario, el dios del Alcázar era muy toqueteado, palpado,<br />

hurgado, acariciado y cosquilleado, daban prueba las preguntas con que acosaba al<br />

Canónigo, el cual alzaba los ojos al cielo, desde el blasón que miniaba, y sostenía a<br />

media voz que todo era obra del demonio Olivares, quien estimulaba al Rey por ese<br />

camino, para afirmar su prepotencia. Detestaba al Conde-Duque, y lo acusaba de la<br />

deserción, día a día más patente, de la Grandeza, cuyos integrantes acudían a Palacio en<br />

número restringido y a regañadientes, significando así su rechazo al favorito<br />

todopoderoso. La situación dolía también al empleadillo de la Estampa, para quien los<br />

Grandes venerados simbolizaban la cumbre de las aspiraciones, y por ello, desde<br />

temprano, sumó su encono al de los aborrecedores del ministro. Empero, dado que su<br />

ideal supremo era el Rey, y además eso coincidía con sus gustos lascivos, tal como<br />

procuraba imitarlo, ridículamente, en la inalterable dignidad del ademán y en la<br />

impavidez del rostro, lo copió dedicándose a la caza de las piezas femeninas del Palacio,<br />

sin parar mientes en que su desmedrada facha debió vedarle dicho deporte. Puedo dar<br />

fe, pues participé de sus batidas, ojeos, hostigamientos y cobranzas, de que sus triunfos<br />

cinegéticos sobrepasaron cuanto cabe imaginar, ya que alcanzó múltiples conquistas, lo<br />

cual —¡perdóname, Nefertari!, ¡excúsame, amada Reina!— refirma la incongruencia, el<br />

desatino, la extravagancia, la frivolidad hambrienta de novedades, la pervertida<br />

inclinación y el desamparo de muchas mujeres, porque jamás entendí qué las hechizaba<br />

en el sacudido renacuajo, si bien hago constar que no estaba yo en condiciones, como<br />

sus eventuales parejas, de apreciar determinados e íntimos valores suyos. Las<br />

mencionadas aventuras se conocieron, puesto que en el Alcázar nada quedaba oculto en<br />

definitiva, y la consecuencia fue la difusión de la personalidad del Primo, lo que por un<br />

lado seguramente alimentó los ocios de la nobleza con risas y bromas de color subido, a<br />

costas del enano, aunque no se me esconde que a las burlas rijosas se sumaría cierta<br />

dosis de admiración, y por la opuesta parte intensificó el resentimiento de las sabandijas,<br />

de los desgraciados «hombres de placer», celosos de su auge y hartos de sus desprecios.<br />

En diversas oportunidades, durante sus idas y venidas a través del Palacio, habíase<br />

cruzado mi Don Diego con otro Don Diego, Don Diego de Silva Velázquez, que era Pintor<br />

de Cámara de Su Majestad y Ayuda de Guardarropa del Rey, pues todavía no había<br />

conseguido el nivel de Ayuda de Cámara. Tales designaciones originaban una posición<br />

que no era ni siquiera ambigua: lo ubicaban entre los criados reales, y le proveían una<br />

ración igual a la cobrada por los barberos de la familia de Felipe IV, al lado de los cuales<br />

se sentaba en las corridas de toros, de acuerdo con el protocolo oficial. Si bien se<br />

observa, ambos Don Diegos fueron dos desplazados: mi dueño, porque no obstante la<br />

ufanía del cargo de la Estampa y la gravedad de su continente, entretenía al Rey con su<br />

sola presencia, como cualquiera de sus bufones; y el pintor, porque la fusión de su<br />

calidad de simple criado con la de maestro cuyo arte proyectaría las imágenes del<br />

soberano y de su círculo hacia la posteridad, le otorgaba una trascendencia que ya<br />

hubiera querido el enano para sí. Sin embargo, pronto advertí que Acedo no gustaba de<br />

Velázquez. Es probable que al principio lo conceptuase como un prescindible sirviente del<br />

Guardarropa, indigno de alternar con él, custodio del sello imperial, de modo que al<br />

cruzarse, mientras que Velázquez entrecerraba los párpados y le sonreía con gracia<br />

bonachona, se limitaba Acedo a continuar su marcha, retribuyéndole con una leve<br />

inclinación de cabeza.<br />

Su encuentro se realizó por fin en la madriguera del Canónigo. Estaba allí mi amo una<br />

tarde, sentado en un banquito, trashojando un volumen casi tan grande como él, que a<br />

medias sustentaba en las rodillas, y a medias apoyaba en un taburete. Vestía de negro,<br />

como un cortesano, un jubón abotonado hasta el cuello, y conservaba, ladeado, airoso, el<br />

fachendoso sombrero de ancha ala subida. Delante, en el suelo, se abría, junto al tintero,<br />

su cuaderno de apuntes. De repente entró Velázquez, y yo, desde mi escondite de<br />

bordada seda, aprobé su natural elegancia andaluza, la fácil sencillez con que se dirigió a<br />

Matute y saludó a Don Diego. En seguida explicó al linajista lo que le hacía falta y tal vez<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 171<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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