Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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su natal Santillana, sólo que provistos de más coronas, piezas honorables, figuras y<br />
timbres. En eso me recordaba al dentista Cascellio, quien se desvivía por los patricios de<br />
Roma que acudían a su consultorio del Foro Boario. Y así como Cascellio estaba<br />
enteradísimo de los embrollos mundanos de sus clientes, lo estaba Don Diego de los<br />
desafíos, altercados, cuchilladas, disputas de precedencia, nacimientos, matrimonios,<br />
muertes, vicios, prisiones, gastos, avaricias, destierros y festines de la Grandeza<br />
española.<br />
Poco después de su instalación en un cuartujo mísero —pero estaba en Palacio y eso<br />
bastaba— Don Diego, perpetuo indagador del enredoso Alcázar de Madrid en sus<br />
abundantes horas libres, había acertado, en el patio de las covachuelas, con el antro<br />
donde el anciano Canónigo Matute de Peñafiel elaboraba sus telas de araña sutilísimas.<br />
Era una habitación cavernosa y maloliente, en la que jamás entraba la luz solar, y en la<br />
que al claror de dos tétricas bujías creyó el enano encontrarse en el Paraíso, es decir en<br />
el Paraíso soñado por él, porque tapizaban las paredes mugrientas los pergaminos<br />
heráldicos, mientras que en el suelo y sobre la mesa se apilaban los tratados de esa<br />
ciencia, los nobiliarios y las ejecutorias, hasta no dejar sitio para nada que no fuesen los<br />
insectos y roedores cuyas carreras furtivas, taladros y banquetes combinaban el único y<br />
áspero concierto que perturbaba el refugio del Canónigo. Se escurría éste detrás de los<br />
infolios y de los cuadernos de notas, como una araña oscura cuyas largas patas se<br />
agitaban sin reposo. Y su tela, su delicada, intrincada tela, a la cual agregaba<br />
constantemente hilos, anudándolos y multiplicándolos, crecía alrededor de los frondosos<br />
árboles genealógicos, encargados a su sabiduría y a su imaginación por los necesitados<br />
de tales documentos. Estaban al tanto quienes requerían su concurso, de que Matute era<br />
el genial conductor hasta Adán, de las sucesivas generaciones que concluían en Felipe III<br />
y en el Duque de Lerma, incluyendo entre los antepasados del primero a los héroes de la<br />
guerra de Troya y a patriarcas bíblicos, aparte de los reyes francos y godos. Tan<br />
esforzada proeza lo había destacado entre los linajistas de más reputación, pero se<br />
engolosinó el artífice con el éxito, y prodigó árboles de similar follaje, que plantó, regó,<br />
cuidó e injertó, a solicitud de gente recién infiltrada en la nobleza, la cual no merecía<br />
honores tan insignes. Amoscáronse los próceres de antiguo cuño, que si en su momento<br />
se sintieron halagados por la inclusión de Aquiles, Ulises y la Reina de Saba en sus<br />
estirpes (cosa que consideraron perfectamente lógica), juzgaron intolerable que dichos<br />
personajes florecieran en el ramaje ancestral de individuos de modesta extracción, así<br />
que Matute y Peñafiel, que había gozado de notable predicamente bajo Felipe III, lo<br />
perdió bajo Felipe IV, y debió asilar en una covacha su ciencia y su fantasía. Allá<br />
descubrió la sagacidad de Don Diego a la viejísima araña laboriosa, la negra araña de<br />
ojos redondos, gafas gruesas, enjuto cuerpo, solideo manchado y manos afiladas que<br />
hojeaban incesantemente libros y manuscritos. Y allí arraigó, cuando lo toleraba su tarea,<br />
seducido por una atmósfera de encantamiento que, a despecho de su sordidez, no podía<br />
sino cautivar al bisnieto del fabulador Lope de Ángulo. En uno de aquellos libracos, que<br />
Matute le señaló con el índice ganchudo, leyó Acedo la historia de Bracho, su antecesor,<br />
el que en Italia guerreó contra el Papa y contra Sforza, y eso atizó la vanidad del<br />
lugareño bastardo, que desde entonces ni saludó a la plebe sabandija. Fuera de la<br />
concurrencia cotidiana al reducto de Matute, el placer del enano fincaba en acechar la<br />
ocasión en que el secretario de la Estampa se haría acompañar por él al despacho real<br />
(en la Torre Dorada, durante los meses invernales), donde ahora se arriesgaba a<br />
observar de soslayo al Rey y a su Valido, el Conde-Duque de Olivares, un hombre<br />
robusto, de cargadas espaldas y corto cuello, que era quien hablaba e indubitablemente<br />
resolvía, mientras que Don Felipe permanecía inmóvil y mudo, como un muñeco que<br />
apenas musitaba, al final de la entrevista: «Adiós, Primo», lo que, añadido a las glorias<br />
itálicas de Bracho, llevaba al colmo el orgullo de Don Diego. Por lo demás, estaba él<br />
enterado, como la entera Corte, de que el Rey impasible, el Rey-ídolo, aparentemente<br />
intocable, tan ceñido al rigor de la minuciosa etiqueta austríaca que no daba un paso sin<br />
que estuviera previsto por el estricto ceremonial, se humanizaba, escapando como un<br />
escolar de la severa y áurea cárcel, y mostraba ser un entusiasta perseguidor de<br />
hembras de cualquier especie, con preferencia las comediantas y mujeres de pueblo,<br />
170 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo