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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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y como desflecado; los ojos de un mustio azul; la quijada excesiva de su estirpe; el belfo<br />

voluptuoso; la transparente palidez; la mano exangüe, puesta sobre los papeles; la<br />

frialdad aristocrática que trascendía de su imagen; el hieratismo de la apostura, que al<br />

instante asimilé a la de Ramsés, y que a mi experiencia le indicó que este soberano,<br />

como el egipcio remoto, padecía de flaqueza, de inseguridad, aunque en el español, en la<br />

vaguedad desentendida que de repente enturbió sus ojos, ya fatigados a pesar de su<br />

juventud, capté un signo de abulia, de abandono, que nunca advertí en los del ambicioso<br />

Faraón. La débil mirada del Rey, tan fija que un segundo imaginé que era ciego, como los<br />

Garay de Santillana, se demoró en el vástago de los Bracho, que esperaba de rodillas, sin<br />

atreverse a levantar el rostro hacia la augusta faz. Felipe IV no sabía sonreír o no osaba<br />

hacerlo —quizá porque pensaba, como Ramsés, que los dioses no sonríen, y que<br />

compartía con ellos una estatuaria distancia taciturna—, así que moviendo apenas los<br />

labios dio las necesarias órdenes para que el enano fuese destinado al despacho de la<br />

Real Estampa. Finalmente murmuró, dirigiéndose a su exiguo vasallo:<br />

—Vete en paz, Primo.<br />

Salió Don Diego caminando de espaldas, fascinado y confuso. Temblaba yo, sobre su<br />

corazón inquieto.<br />

—Os llamó «Primo» el Rey —dijo el Camarero Mayor, y de ese día en adelante le quedó a<br />

Don Diego el sobrenombre.<br />

¡Cómo se excitaron las enanas ínfulas! ¡Cómo se infló el sapito sombrerudo! ¡Que<br />

vinieran ahora a confundirlo con las sabandijas! ¡<strong>El</strong> Primo no sería un «hombre de<br />

placer»! ¡Se hubiera dejado ahorcar, antes de aceptarlo! Para su placer viviría, lo que es<br />

diametralmente opuesto. Era un funcionario de nota, una de las ruedas gracias a las<br />

cuales marchaba el complejo reloj de Palacio, y cuando entró en la oficina de la Estampa,<br />

cuyo secretario, asaz sorprendido de la nueva adquisición, le aclaró que la estampa<br />

consistía en el sello con la firma facsimilar «Yo el Rey», pues tantas rúbricas debía poner<br />

el monarca diariamente, que a menudo se empleaba el sello en lugar del directo trazo,<br />

todavía espumó más su endemoniado orgullo, pues se creyó depositario de secretos<br />

trascendentales. La verdad es que dicho facsímil se guardaba en un cofre especial, tan<br />

pesado que en los viajes se requerían dos personas vigorosas para su transporte, y que<br />

el mencionado cofre permanecía debajo del bufete en el que despachaba el secretario de<br />

la Cámara, de modo que nada se podía estampar sino por su mano, o por la de quien el<br />

indicara. En ocasiones, después que dominó el procedimiento, correspondióle al Primo,<br />

sacando la punta de la lengua y asegurando las manecitas, cumplir la tarea responsable.<br />

¡Qué honda fue entonces su felicidad! Aplicaba el sello y le relampagueaban los negros<br />

ojos, como si aquel garabato de revueltos perfiles fuese su propia firma.<br />

Su permanencia suscitó una viva curiosidad en el mundillo de los truhanes, bufones y<br />

locos, que en el Alcázar pululaban. Por supuesto, no entendían su posición, tan distinta a<br />

la que a ellos cayera en suerte, si bien había dentro del lote, uno que jugaba al ajedrez<br />

con Su Majestad, y unas negritas con las cuales se distraía la inercia del Rey, como si<br />

fueran falderos. Vanamente, irritados, pretendieron sumarlo a su grupo, mezclarlo a sus<br />

querellas, envidias y extravíos. Don Diego de Acedo y Velázquez, a medida que caminaba<br />

el tiempo, fue conociendo, de vista o por azar, a otras sabandijas, a Pablo de Valladolid,<br />

el discurseador, a la enana Juana de Auñón, criada de la Reina, y sobre todo a dos<br />

personajes de más cuantía, <strong>Manuel</strong> Gómez y <strong>Manuel</strong> de Gante, que habían sido anotados<br />

en los libros de cuentas palaciegas, no meramente como «hombres», sino como<br />

«gentileshombres de placer», lo cual implicaba una jerarquía tal vez molesta para mi<br />

señor, que mucho reparaba en dignidades y tratamientos; pero a todos los encaró con<br />

igual indiferencia, prescindiendo de su contacto, de manera que entre ellos fueron<br />

madurando una rabia y un odio que se concretaban en insultos y en gestos indecentes,<br />

cada vez que con Don Diego se encontraban. Éste proseguía su camino, ignorándolos. En<br />

cambio si a su vera pasaba un gran señor, mi enano se despojaba del enorme sombrero,<br />

y su reverencia lo hacía rozar el piso con la frente. ¡Los Grandes! ¡Los Grandes de<br />

España! De todos sabía los nombres y títulos, los orígenes y vinculaciones, las armerías y<br />

parentescos. Los veía circular, como si por las salas desfilasen los escudos de piedra de<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 169<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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