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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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acemileros, sangradores, tapiceros, cocineros, jardineros, e infinitas dueñas, meninos,<br />

pajes y bufones; una nube gárrula que se aclaraba repentinamente, para dar paso al<br />

Mayordomo Mayor, jefe de la Casa Real, que con escolta venía, echando luces como un<br />

cetro su simbólica llave dorada, o para permitir el avance del Camarero Mayor, que<br />

vestía al Rey, y de los Gentileshombres de Cámara y los Grandes de España, que subían<br />

a los aposentos de aparato como si fuesen arcángeles mosqueteriles que ascendían a la<br />

Gloria a fin de servir al Dios de las Batallas, y se eclipsaban en la Torre Dorada donde<br />

tenía el despacho Su Majestad, en la Sala de Embajadores, en el Salón de Espejos, en la<br />

Sala del Rubí, en el interminable Salón de Fiestas, para que, una vez renacido el bullicio<br />

que apaciguaran aquellas presencias ilustres, y vuelta a concretarse la espesa nube de<br />

gentes de la laya más diversa que poblaba los patios, galerías, corredores, estancias,<br />

gabinetes, despensas y zaguanes, tornasen a crecer las voces, los gritos, y a mezclarse<br />

el discurso de quienes discutían en el Consejo de Indias o de Portugal, con los pregones<br />

de los negociantes de baratijas y dulces; con las oraciones de los mendigos; con el rumor<br />

de los pedigüeños, que doquier asediaban a los empleados, averiguando sobre procesos<br />

y vacantes; con los ladridos de los perros de caza, que abajo esperaban al soberano; y<br />

con el incesante rodar de las carrozas, detenidas frente a los mármoles de la puerta<br />

monumental, acceso a dádivas, arco de promesas, vestíbulo de prebendas y canonjías.<br />

Paró el Marqués a uno de los ayudantes del Aposentador Mayor, pese a que éste<br />

aparentaba estar muy atareado, y cruzaba el primer patio a escape. Le presentó a Don<br />

Diego con suma cortesía, y fue evidente el inmediato interés del funcionario, porque se<br />

desentendió de la misión que lo abrumaba para encargarse exclusivamente del señor de<br />

Acedo. Abandonamos, pues, al Marqués de Orani, nuestro introductor en las altas<br />

categorías, y Don Diego echó a corretear a la zaga del ayudante. Recalamos, al cabo de<br />

internarnos en cien vericuetos y de escalar y descender, torcer y reanudar, sin cesar<br />

interrumpidos por quienes formulaban preguntas a nuestro guía, en un cuarto<br />

rectangular, holgado y desnudo, que en la citada ocasión albergaba una media docena de<br />

los que en Palacio designaban con el mote de «sabandijas», o definían como «hombres<br />

de placer», pues consistía su actividad en divertir a las reales personas. Recuerdo que<br />

había ahí una loca que porfiaba con coronarse con hojas secas los cabellos grises y<br />

sucios; que estaban Calabacillas, el enano tontuelo; el enano Soplillo, viejo ya, traído de<br />

Flandes; el apodado Don Juan de Austria, que no era enano, sino grandote e imbécil,<br />

vestido de negro y rojo, aceitado el mostacho, melancólica la mirada; y un extravagante,<br />

Antonio Bañules, a quien le daba por la geografía, y siempre hacía rotar unas esferas<br />

misteriosas, o desplegaba unos mapas extraños que pintarrajeaba él mismo. Escuchaban<br />

atentamente a la loca, quien cantaba unas coplas de iracunda indecencia. Como concluía<br />

en ese momento, se le acercó Soplillo y le besó una mano. Después giraron todos hacia<br />

los recién venidos, y los dos enanos se aproximaron confianzudamente a Don Diego de<br />

Acedo y Velázquez. Los demás lo espiaban; con muecas de idiotas la loca y Don Juan;<br />

con astuta expresión, el Geógrafo. Ignoraban el talante del huésped. «Hermano», lo<br />

apellidó la cordialidad equivocada de los engendros palatinos, pero Don Diego rechazó el<br />

íntimo trato. Se alzó en puntas de pies, se encaró con quien allí lo condujo, evitando<br />

responder o mirar siquiera a los trasgos, y dijo:<br />

—Habéis de saber, señor, que soy hidalgo, y que a la casa gloriosa de Bracho pertenezco<br />

por la sangre. Nada tengo que hacer entre estos desgraciados. Llevadme, os ruego, ante<br />

el Aposentador Mayor del Alcázar.<br />

Correspondióle el desconcierto al ayudante, quien sólo acertó a comentar:<br />

—No será sencillo verlo. Venga su merced.<br />

Y reanudamos el viaje por estancias y corredores, dejando detrás unas sabandijas<br />

atónitas y seguramente coléricas. Ahorraré pormenores de lo que a continuación se<br />

escalona, y me apresuraré a llegar a la cúspide. Del desconcierto del ayudante, pasamos<br />

al del Aposentador, y del aspaviento de éste al del Camarero Mayor, el cual, según se<br />

infiere, narró el caso al monarca, que requirió la presencia del enano. Vi entonces por<br />

primera vez a Felipe IV, amo titular de la casi totalidad del mundo. Era a la razón un<br />

muchacho de unos veinte años, y estaba sentado detrás de una mesa que cubría un<br />

tapete rojo. Su retrato es harto conocido: la cara larga y huesuda; el cabello rubio, seco<br />

168 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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