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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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allende los Pirineos, recibirían el dos y aun el tres por ciento del depósito, lo que<br />

significaba una ganancia pingüe. No cabía rehusar. ¿Qué otra cosa podía hacer Don<br />

Dieguito, por el momento, para subsistir? De ese modo se halló envuelto en una<br />

aventura riesgosa y productiva.<br />

¡Si me hubiera visto a la sazón mi Reina! ¡Si me hubiera visto la diosa Nefertari! ¡Si<br />

hubiese visto a su <strong>Escarabajo</strong> preferido, el que rodeando su muñeca abrazaba al dios<br />

Ramsés, colgado ahora del cuello de un pigmeo que a cuatro patas, para disminuir<br />

todavía más su pobre estatura, se entraba en breñas y matorrales, escalaba rocas y se<br />

descolgaba asiéndose de ramas, desgarrado por los arbustos espinosos y herido por las<br />

aristas del guijarral, atento al resuello de sus tres socios cobardes, a quienes agobiaba,<br />

menos por supuesto que a él, el peso de las talegas y las alforjas llenas de reales de a<br />

ocho, cada uno de los cuales valía más de doscientos cincuenta maravedíes! Pero ¿poseía<br />

yo acaso la constancia de que no me veía mi Reina? ¿No la sentía en torno, embozada en<br />

la noche o la bruma, mientras gateaba Don Dieguillo enfermo de humillación y de<br />

desencanto, acarreando una fortuna que no hubiese osado tocar, porque harto sabía las<br />

torturas que hubiesen coronado su robo, y que nadie podía burlar la vigilancia de los<br />

propios contrabandistas, temerosos del castigo y anhelosos de no perder la gratificación?<br />

¡Ay, de no haberla advertido cerca su <strong>Escarabajo</strong>, y casi de palpar sus transparentes<br />

vestiduras, lo que me infundía un coraje excepcional que comunicaba a mi amo de<br />

entonces, dificulto que Diego hubiera soportado los cansancios y las angustias<br />

inseparables de aquellas expediciones! Pero Nefertari no me abandonaba; al menos yo lo<br />

suponía así, y en eso, en esa ilusión, consiste una de las maravillas sobre las cuales el<br />

amor funda su fuerza: en la seguridad —¡tan vana y tan hermosa, tan enriquecedora y<br />

tan estimulante!— de que el ser amado es indivisible de cada uno de nosotros, y aunque<br />

ausente piensa en nosotros y se conmueve, cuando nosotros pensamos en él, y participa<br />

de lo que nos desespera o exalta. Por lo demás, ¿no gozo yo, desde que nací en la magia<br />

de Egipto, de la gracia de asomarme de continuo al misterio que nos circunda y roza?<br />

¿No vivo cercado por presencias que al resto se esconden y que vibran en mi derredor,<br />

porque el niño Khamuas, hace milenios, posó en mí su mano y pronunció unas pocas<br />

palabras secretas? Así, la vez que nos correspondió atravesar las cumbres que aislan a<br />

España de Francia, utilizando las escabrosidades que sólo cabreros conocen, en las<br />

atalayas del corredor angosto de Roncesvalles ¿quién sino yo, únicamente yo y mi ojo<br />

alerta, al inclinarse Acedo sobre el abismo, distinguió la serpiente, la gruesa boa<br />

rutilante, que se desenroscaba abajo, en las desviaciones del desfiladero, hasta que<br />

comprendí que originaban sus brillos y chispas las piedras preciosas engarzadas en los<br />

yelmos, en los escudos y en las armaduras de Roldan y su hueste, los cuales recorrían<br />

eternamente el pasaje? Oí en aquella ocasión, vagos y como adivinados, los ecos del coro<br />

que veinte mil jóvenes entonaban, densos de amor y de alegría, porque no sospechaban<br />

que iban a morir. ¡Ay Dioses!, ¿acaso existe la Muerte? ¿Acaso esos caballeros felices que<br />

avanzaban, noche a noche, en la soledad de Roncesvalles, no eran los mismos que,<br />

simultáneamente, disfrutaban de los espectáculos feéricos de la isla de Avalen? ¿Era<br />

posible? ¿Qué es posible y qué imposible? ¿En dónde está la inexorabilidad de la muerte?<br />

¿Morirán sólo los que transitan por la vida como muertos, la vasta comparsa mecánica,<br />

las innúmeras figuras de fondo, y en cambio sobrevivirán, eternos y ubicuos, los que<br />

auténticamente vivieron? ¿Habrá sido más sabio el capitán Lope de Ángulo, expendidor<br />

de sueños con su imaginaria agua de la inmortalidad, que Pico della Mirándola y Erasmo,<br />

con toda su filosofía? Así reflexionaba yo, quizá demasiado solemnemente dadas las<br />

circunstancias, porque la verdad es que salíamos de un peligro para correr otro, y que<br />

fuera de mí, que ambulaba suspendido del cuello del enano, no tenía tiempo ni éste ni<br />

sus atribulados compinches para meditar, hamletianamente o emulando a San Pablo, en<br />

nada que no fuese salvar el pellejo.<br />

Mucho tiempo pasó, con alternativas que nos retuvieron en Pamplona o en Saint-Jean-<br />

Pied de Port, a la espera de remesas y de entregas, antes de que se produjese el<br />

episodio que pondría término a la relación de Don Diego y sus cofrades. Y fue que los<br />

aduaneros nos tendieron una emboscada, entre las espesuras que bordeaban un<br />

precipicio pirenaico, en el cual rodaron dos de los contrabandistas. Eso amparó al enano<br />

166 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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