Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Emperador de Alemania; y Don Diego, Don Dieguito, de hinojos delante de María<br />
Antonia, besaba quedamente sus rodillas desnudas, y leía teniendo su regazo por atril.<br />
Se rompió el idilio por obra de la inexorable Natura, cuyo laborioso entrometimiento<br />
trastornó la situación. Todavía, aunque tendía la falda a ensancharse, no imperaba la<br />
moda del guardainfante colosal, encubridor, en su redonda caja de géneros, hierros,<br />
cuerdas, estera, paja y demás, de lo que adentro pujaba, de ahí que la atribulada no<br />
pudiese recurrir a tan cómodo postizo para disimular la evidencia de su estado. Y éste<br />
fue saltando a la vista mes a mes. Lloraba sin ruido Doña María Antonia; consolábala el<br />
enano sin ruido; ignoraba lo que saltaba a la vista, la pareja mayor; comenzaba a<br />
sospechar la criada; temblaba la encinta, ante la eventualidad de que la rozasen, en la<br />
cerrada niebla donde se movían, Doña Francisca y Don Ignacio, o ante el terror de que<br />
algún extraño entrase en la casa de los leoncillos. Y más aún temblaba el joven Diego,<br />
tanto que los dientes le castañeteaban durante la lectura, y que Don Ignacio lo llamó al<br />
orden, pues al atravesar sus labios, Esplandián y Urganda se tornaban tartamudos. Así,<br />
de mal en peor, anduvieron las cosas, hasta que la vieja criada dio en mascullar<br />
desvergüenzas, y el enano presintió que Troya estaba a punto de arder, y que lo<br />
aconsejable era salirse de sus peligrosas murallas. Lo mismo hizo el pintor Nicéforo,<br />
cuando escapó de la casa de los Exacustodios, sólo que en aquella ocasión su mujer y no<br />
él era la Tartamuda. Una mañana, al alba, a la hora en que los carros y los bueyes<br />
partían hacia los campos o hacia los pueblos, aguardó Don Diego el paso de uno que<br />
quincenalmente viajaba camino de Santander, abarrotado de heno, y se guareció en el<br />
interior de aquel nido descomunal, perfumado y ambulante, que con despaciosa cadencia<br />
nos alejó a ambos, para siempre, de Santillana, pajarera de escudos y manantial de<br />
aguas inmortales, y se fue, entre prados y dehesas, rumbo al mar, al verdadero mar, que<br />
en Santillana del Mar ni se huele. Nos dormimos los dos, acunados.<br />
A cierta altura nos despertó el bullicio. Habíamos parado en una venta. Es probable que<br />
al muchacho lo inquietase la certeza de que en Santander le echarían infaliblemente el<br />
guante, para evitar lo cual decidió mudar de vehículo y se acopló al de unos mercaderes<br />
que iban a Pamplona, acomodando su exigüedad y su atadijo a la externa parte trasera<br />
del coche. Llegó allá molido, mareado, lastimado y polvoriento, por obra de los brincos,<br />
zarándeos, pedrea y complementarias desdichas, que nos acosaron a lo largo de la<br />
espeluznante carretera. En el mesón pamplonés se enteró mi amo de que el traslado de<br />
los mercaderes a la antigua ciudad navarra —inolvidable para mí: fue donde Carlomagno<br />
destrozó a los Emires y Príncipes moros—, se debía a las ferias de ganado, que<br />
convocaban a numerosos comerciantes españoles y franceses. No bien se repuso del<br />
agotamiento, echó el enano a andar, con su alarde característico, empinándose cuanto su<br />
cuerpo le permitía, y esfumándose entre bestias, chalanes y jinetes, hasta que lo<br />
rescataron del enredo de cuernos, ancas, blasfemias y berridos, tres hombres de mala<br />
traza que surcaban también difícilmente aquel purgatorio, deteniéndose a cambiar unas<br />
palabras, de tanto en tanto, con los compradores y vendedores que palmeaban los<br />
animales, y contaban y mordían monedas. Fue descubrirlo y entusiasmarse los tres. Lo<br />
alzaron en vilo, lo sacaron del alboroto, y luego lo depositaron en un descampado<br />
contiguo, pateando, sacudiéndose como un furioso perrito que fuese al mismo tiempo un<br />
ceñudo gran señor; le hicieron unas profundas reverencias, barrieron el suelo con los<br />
gorros, lo llamaron «amigo» y «compañero», y sin admitir réplica alguna lo convencieron<br />
de que él era el socio ideal para una serie de operaciones de excelente provecho en que<br />
estaban empeñados. Apartáronlo aún más del tumulto, y lo informaron en voz baja de la<br />
faena. Se trataba de auxiliarlos en el transporte a través de la frontera, hasta Francia,<br />
del dinero obtenido por los súbditos de aquel país en las transacciones, pues como él no<br />
debía ignorar, la arbitrariedad de las leyes hispanas prohibía la exportación de la plata, y<br />
por ende, ya que rara vez se conseguía un permiso, había que acudir al recurso del<br />
honesto contrabando, a fin de redondear los negocios. Ahora bien: ¿quién estaría en<br />
condiciones de burlar el acecho de los guardias aduaneros con más desenvoltura que el<br />
joven, cuya privilegiada formación (así describieron su enanismo) le permitía actuar con<br />
una comodidad envidiable? En cuanto entregasen lo esperado en Saint-Jean-Pied de Port,<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 165<br />
<strong>El</strong> escarabajo