Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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descifrarla ante sus patronos, y en la comunidad no paraban de elogiar sus desvelos de confortador de los impedidos. Los tres ciegos lo atendían, transfigurados los rostros. De vez en vez, enardecíase Don Ignacio y blandía invisibles espadas, distribuyendo mandobles; Doña Francisca suspiraba, si un peligro más se cernía sobre las damas cautivas; y a Doña María Antonia se le humedecían de lágrimas los quietos, inexpresivos ojos blancos, cuando caía, destrozado el yelmo, el caballero hermoso, para en seguida erguirse y enfrentar a su enemigo felón. En cuanto a Don Diego, inútilmente se postraba delante de María Antonia, cuando un temerario declaraba su eterno amor a una de las bellas. Hasta que en una de aquellas apasionadas oportunidades —diecisiete años tenía Don Diego, y treinta Doña María Antonia— el enano, arrebatado por el lenguaje caballerescamente erótico, cuya supresión reclamaba Doña Francisca, osó coger una mano de la menor de los Garay, y mantenerla presa en sus deditos, mientras proseguía leyendo con la voz quebrada, y ahora era María Antonia y no su madre quien multiplicaba los suspiros anhelosos. Así comenzó la singular historia de los amores del enano y la ciega, en Santillana del Mar. A menudo me pregunté si el mozo hubiera actuado de esa suerte, de no ser la doncella una Garay y Bracho. Cuando, tras reiterado juego de manoseos y besuqueos, consiguió introducirse en su cama virginal ¿pensaría Don Diego que con quien se acostaba era con uno de los escudos monumentales de la villa, reducido, por arte de un Merlín propicio, a la condición de fornida hembra, cuyo bigote excedía al suyo en población, cuya cabeza aventajaba la suya por completo, y a cuya cabellera consideraría, heráldicamente, de sable, clasificando de gules sus grandes pezones, y rampantes, pasantes, contornadas o linguadas, sus actitudes de casta niña entusiasta y satisfecha? Porque Acedo, sin despojarse de mí (fui lo único que conservó, como Nefertari —¡perdón!—, como Febo di Poggio), suscitaba éxtasis y enajenamientos, adecuando su renacuaja estructura a las excrecencias, profundidades y expectativas de la arrobada María Antonia. Dichos actos se cumplían preservando un silencio total, dado que la habitación de los padres era inmediata a la de la favorecida, y eso contribuía a la irrealidad de las escenas, no obstante su acentuado realismo, pues la ausencia del más leve crujir y la certidumbre de que uno de los participantes abrazaba al otro en impenetrable negrura, y de que el otro pataleaba invisiblemente, provocaban una atmósfera que yo no pude comparar a ninguna de las precedentes que compartí, con ser vasta mi experiencia. Como se inferirá, tales acontecimientos modificaron el carácter de María Antonia. Se volvió cantora, de callada; de desordenada, coqueta, dentro de lo que le permitieron las vacilaciones del peine y la equivocación de los cosméticos. Advirtieron los cambios Doña Francisca, Don Ignacio y la vieja criada, y lo atribuyeron a la primavera que en la casa húmeda se metía por las ventanas; a los pájaros que trinaban en los balcones; a los libros fantásticos que, el uno del otro en pos, inundaban los aposentos de héroes retadores y esgrimistas. Formaban el cortejo de estos últimos el denodado Partinuples, Esplandian, Lisuarte, Primaleón, Clarían de Landanís, Celidón de Iberia... Y Don Ignacio Garay, que era hombre de ideas extravagantes, detuvo una de las laberínticas narraciones, de repente, y clavó en el techo los muertos de ojos inspirados, para decir: —Tal vez..., tal vez sería curioso componer la historia de un anciano hidalgo que pierde el seso, leyendo estas novelerías, y que se mete en nuestro tiempo a caballero andante y a emprender cómicas locuras. —No interrumpas —lo reprendió su mujer—, eso no interesaría a nadie. Sigue, Diego, sigue con Palmerín de Oliva. ¿Qué acontece ahora? ¿Se casa con la hija del Emperador de Alemania? Yo me acordaba de Palmerín en Avalen, espigado y huesudo, regateando el alquiler de los dragones de Dindi para una fiesta; opinaba que era ingeniosa la idea de Don Ignacio (como corroboramos después, al aparecer en el aislamiento de Santillana el libro que trata ese mismo asunto, y que ya corría por España de mano en mano); y observaba al menudo recitante, quien aprovechaba las pausas de comas y puntos para acariciar las piernas compactas de María Antonia, la cual sonreía en su enclaustrada noche. Piaban las aves; los carros regresaban de las eras, cargados de forrajes; mugían los tardos bovinos; la tibieza del aire invitaba a amar; sí, sí, Palmerín de Oliva se casaba con la hija del 164 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

descifrarla ante sus patronos, y en la comunidad no paraban de elogiar sus desvelos de<br />

confortador de los impedidos. Los tres ciegos lo atendían, transfigurados los rostros. De<br />

vez en vez, enardecíase Don Ignacio y blandía invisibles espadas, distribuyendo<br />

mandobles; Doña Francisca suspiraba, si un peligro más se cernía sobre las damas<br />

cautivas; y a Doña María Antonia se le humedecían de lágrimas los quietos, inexpresivos<br />

ojos blancos, cuando caía, destrozado el yelmo, el caballero hermoso, para en seguida<br />

erguirse y enfrentar a su enemigo felón.<br />

En cuanto a Don Diego, inútilmente se postraba delante de María Antonia, cuando un<br />

temerario declaraba su eterno amor a una de las bellas. Hasta que en una de aquellas<br />

apasionadas oportunidades —diecisiete años tenía Don Diego, y treinta Doña María<br />

Antonia— el enano, arrebatado por el lenguaje caballerescamente erótico, cuya supresión<br />

reclamaba Doña Francisca, osó coger una mano de la menor de los Garay, y mantenerla<br />

presa en sus deditos, mientras proseguía leyendo con la voz quebrada, y ahora era María<br />

Antonia y no su madre quien multiplicaba los suspiros anhelosos. Así comenzó la singular<br />

historia de los amores del enano y la ciega, en Santillana del Mar.<br />

A menudo me pregunté si el mozo hubiera actuado de esa suerte, de no ser la doncella<br />

una Garay y Bracho. Cuando, tras reiterado juego de manoseos y besuqueos, consiguió<br />

introducirse en su cama virginal ¿pensaría Don Diego que con quien se acostaba era con<br />

uno de los escudos monumentales de la villa, reducido, por arte de un Merlín propicio, a<br />

la condición de fornida hembra, cuyo bigote excedía al suyo en población, cuya cabeza<br />

aventajaba la suya por completo, y a cuya cabellera consideraría, heráldicamente, de<br />

sable, clasificando de gules sus grandes pezones, y rampantes, pasantes, contornadas o<br />

linguadas, sus actitudes de casta niña entusiasta y satisfecha? Porque Acedo, sin<br />

despojarse de mí (fui lo único que conservó, como Nefertari —¡perdón!—, como Febo di<br />

Poggio), suscitaba éxtasis y enajenamientos, adecuando su renacuaja estructura a las<br />

excrecencias, profundidades y expectativas de la arrobada María Antonia. Dichos actos se<br />

cumplían preservando un silencio total, dado que la habitación de los padres era<br />

inmediata a la de la favorecida, y eso contribuía a la irrealidad de las escenas, no<br />

obstante su acentuado realismo, pues la ausencia del más leve crujir y la certidumbre de<br />

que uno de los participantes abrazaba al otro en impenetrable negrura, y de que el otro<br />

pataleaba invisiblemente, provocaban una atmósfera que yo no pude comparar a ninguna<br />

de las precedentes que compartí, con ser vasta mi experiencia.<br />

Como se inferirá, tales acontecimientos modificaron el carácter de María Antonia. Se<br />

volvió cantora, de callada; de desordenada, coqueta, dentro de lo que le permitieron las<br />

vacilaciones del peine y la equivocación de los cosméticos. Advirtieron los cambios Doña<br />

Francisca, Don Ignacio y la vieja criada, y lo atribuyeron a la primavera que en la casa<br />

húmeda se metía por las ventanas; a los pájaros que trinaban en los balcones; a los<br />

libros fantásticos que, el uno del otro en pos, inundaban los aposentos de héroes<br />

retadores y esgrimistas. Formaban el cortejo de estos últimos el denodado Partinuples,<br />

Esplandian, Lisuarte, Primaleón, Clarían de Landanís, Celidón de Iberia... Y Don Ignacio<br />

Garay, que era hombre de ideas extravagantes, detuvo una de las laberínticas<br />

narraciones, de repente, y clavó en el techo los muertos de ojos inspirados, para decir:<br />

—Tal vez..., tal vez sería curioso componer la historia de un anciano hidalgo que pierde el<br />

seso, leyendo estas novelerías, y que se mete en nuestro tiempo a caballero andante y a<br />

emprender cómicas locuras.<br />

—No interrumpas —lo reprendió su mujer—, eso no interesaría a nadie. Sigue, Diego,<br />

sigue con Palmerín de Oliva. ¿Qué acontece ahora? ¿Se casa con la hija del Emperador<br />

de Alemania?<br />

Yo me acordaba de Palmerín en Avalen, espigado y huesudo, regateando el alquiler de<br />

los dragones de Dindi para una fiesta; opinaba que era ingeniosa la idea de Don Ignacio<br />

(como corroboramos después, al aparecer en el aislamiento de Santillana el libro que<br />

trata ese mismo asunto, y que ya corría por España de mano en mano); y observaba al<br />

menudo recitante, quien aprovechaba las pausas de comas y puntos para acariciar las<br />

piernas compactas de María Antonia, la cual sonreía en su enclaustrada noche. Piaban las<br />

aves; los carros regresaban de las eras, cargados de forrajes; mugían los tardos bovinos;<br />

la tibieza del aire invitaba a amar; sí, sí, Palmerín de Oliva se casaba con la hija del<br />

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