Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Diego no entraba ningún elemento importante más. De imponer la casualidad que el enano se cruzase con un caballero, en aquel pueblo donde todos se cruzaban de continuo, quitábase el pequeño el sombrerazo, lo saludaba con presuntuosa reverencia, y no obstante que el saludado a menudo no disimulase la risa, ante una prosopopeya tan ridículamente falta de mesura, Don Diego de Acedo continuaba su camino, fija la manita en mi Escarabajo pendiente, como si yo fuera el Toisón de Oro. (Al fin y al cabo ¿en qué desmerezco del Toisón aludido, creado cuando yo tenía ya dos mil setecientos años? Se pensará que soy vanidoso, pero aquí no se trata de mi vanidad, sino de la del bisnieto de Lope; cargue cada uno con su vanidad; Don Diego había sido guisado con salsas de orgullo y jugos de insolencia; me tallaron a mí en una piedra insigne, y fui enaltecido por un príncipe mago.) Alrededor del ufano diminuto, Santillana del Mar desarrollaba sus propias ínfulas, que progresaban con el tiempo. Su jactancia medró en el siglo XVII e insistiría aumentando. En las nuevas casas, encima de las rejas y de los portalones, cubrían los escudos gran trozo de los frontispicios. Intensificábase su semejanza con inmensas aves de presa, posadas a nivel del balconaje, encima de las arquerías, o apostadas en el esquinazo, aleteantes los lambrequines, erguidos los crestudos airones en los yelmos, como si estuvieran prontas a gritarse los lemas desdeñosos, y a echarse a volar, adelantando las duras pechugas tatuadas con ñores de lis, con torres, calderos, grifos, árboles, lebreles, cruces, estrellas, águilas y dragantes. Aquellas inmediatas presencias contribuían a robustecer la vanagloria del enano. Pasaba en medio, como si su nimiedad se deslizase por las páginas de un exorbitante libro de heráldica, y cada vez que sus ojos tropezaban con las figuras del castillo y del guerrero que lleva una bandera en la diestra, reforzábase su petulancia, porque ellas correspondían a los Bracho ancestrales, y así, descartando en olvido, por inadmisibles, su ilegitimidad y su padre destripaterrones, Don Diego de Acedo y Velázquez sentía que la entera Santillana resplandecía por ser su ejecutoria familiar tallada en folios de piedra. De los Garay, sus amos, poco que no sea triste cabe manifestar. Hallábase su casa a la entrada del pueblo, pared por medio con la de los Villa y la de Barreda, y se la reconocía por los leoncillos de las armas, que indicaban su procedencia del puerto de Laredo, de donde habían venido estos Garay a afincarse en Santillana, luego de la epidemia diezmadora. Eran el señor y su dama primos hermanos y primos segundos, y ambos eran ciegos: él, de nacimiento, y ella se le había ido debilitando gradualmente la vista, hasta que por completo la perdió. También era ciega su hija. Entre los tres, Don Ignacio, Doña Francisca y Doña María Antonia, transcurrió la primera parte de la vida del enano. Con una vieja rezongona, el muchacho integraba la totalidad de su mal o nunca pagada servidumbre, ya que además de vivir en las tinieblas absolutas, los Garay adolecían de una hidalga pobreza que se reflejaba en la falta de cuanto no fuera imprescindible, dentro de su caserón. Como no lo veían, no les importaba la ausencia de muebles de aparato, de tapices, de pinturas. Diríase que actuaban como si estuviesen rodeados por los testimonios de la opulencia; tal vez idealizaban interiores fastuosos, y eran felices en su solitaria oscuridad. Casi no salían a la calle. Acedo, a quien uno de los canónigos de la Colegiata enseñara a leer, deletreaba de tarde, para sus reunidos señores, alguna larga y deslomada novela de Caballerías, préstamo de un vecino bondadoso, y las horas se desgranaban con el constante chocar de lanzas y hundir de broqueles, requerir de damiselas y consolar de viudas, amores de Lanzarote, hazañas de Reinaldos, de Galvan, de Belianís de Grecia, etc., que yo escuchaba conmovido, pues esos episodios me transportaban a la isla de Avalón y a la memoria del duende Dindi y su verde caperuza. Don Diego esforzaba la voz, que de aflautada e infantil se fue mudando en grave, a medida que se prolongaban los años y que asomaba el bozo a su labio superior. Novelas y novelas; infinitos libracos de hojas descosidas, que en ocasiones, a causa del pergamino amarillento de las tapas resobadas, y de la humedad, la polilla y la mugre que empastaban su contenido, más parecían quesos rancios que textos de literatura, lo que dificultaba la tarea del torpe lector. ¡Cuántas novelas leyó el enano en aquel tiempo! Creo que no quedó ninguna en Santillana y sus contornos, sin que la consiguiera para Manuel Mujica Láinez 163 El escarabajo

Diego no entraba ningún elemento importante más. De imponer la casualidad que el<br />

enano se cruzase con un caballero, en aquel pueblo donde todos se cruzaban de<br />

continuo, quitábase el pequeño el sombrerazo, lo saludaba con presuntuosa reverencia, y<br />

no obstante que el saludado a menudo no disimulase la risa, ante una prosopopeya tan<br />

ridículamente falta de mesura, Don Diego de Acedo continuaba su camino, fija la manita<br />

en mi <strong>Escarabajo</strong> pendiente, como si yo fuera el Toisón de Oro. (Al fin y al cabo ¿en qué<br />

desmerezco del Toisón aludido, creado cuando yo tenía ya dos mil setecientos años? Se<br />

pensará que soy vanidoso, pero aquí no se trata de mi vanidad, sino de la del bisnieto de<br />

Lope; cargue cada uno con su vanidad; Don Diego había sido guisado con salsas de<br />

orgullo y jugos de insolencia; me tallaron a mí en una piedra insigne, y fui enaltecido por<br />

un príncipe mago.)<br />

Alrededor del ufano diminuto, Santillana del Mar desarrollaba sus propias ínfulas, que<br />

progresaban con el tiempo. Su jactancia medró en el siglo XVII e insistiría aumentando.<br />

En las nuevas casas, encima de las rejas y de los portalones, cubrían los escudos gran<br />

trozo de los frontispicios. Intensificábase su semejanza con inmensas aves de presa,<br />

posadas a nivel del balconaje, encima de las arquerías, o apostadas en el esquinazo,<br />

aleteantes los lambrequines, erguidos los crestudos airones en los yelmos, como si<br />

estuvieran prontas a gritarse los lemas desdeñosos, y a echarse a volar, adelantando las<br />

duras pechugas tatuadas con ñores de lis, con torres, calderos, grifos, árboles, lebreles,<br />

cruces, estrellas, águilas y dragantes. Aquellas inmediatas presencias contribuían a<br />

robustecer la vanagloria del enano. Pasaba en medio, como si su nimiedad se deslizase<br />

por las páginas de un exorbitante libro de heráldica, y cada vez que sus ojos tropezaban<br />

con las figuras del castillo y del guerrero que lleva una bandera en la diestra, reforzábase<br />

su petulancia, porque ellas correspondían a los Bracho ancestrales, y así, descartando en<br />

olvido, por inadmisibles, su ilegitimidad y su padre destripaterrones, Don Diego de Acedo<br />

y Velázquez sentía que la entera Santillana resplandecía por ser su ejecutoria familiar<br />

tallada en folios de piedra.<br />

De los Garay, sus amos, poco que no sea triste cabe manifestar. Hallábase su casa a la<br />

entrada del pueblo, pared por medio con la de los Villa y la de Barreda, y se la reconocía<br />

por los leoncillos de las armas, que indicaban su procedencia del puerto de Laredo, de<br />

donde habían venido estos Garay a afincarse en Santillana, luego de la epidemia<br />

diezmadora. Eran el señor y su dama primos hermanos y primos segundos, y ambos eran<br />

ciegos: él, de nacimiento, y ella se le había ido debilitando gradualmente la vista, hasta<br />

que por completo la perdió. También era ciega su hija. Entre los tres, Don Ignacio, Doña<br />

Francisca y Doña María Antonia, transcurrió la primera parte de la vida del enano. Con<br />

una vieja rezongona, el muchacho integraba la totalidad de su mal o nunca pagada<br />

servidumbre, ya que además de vivir en las tinieblas absolutas, los Garay adolecían de<br />

una hidalga pobreza que se reflejaba en la falta de cuanto no fuera imprescindible,<br />

dentro de su caserón. Como no lo veían, no les importaba la ausencia de muebles de<br />

aparato, de tapices, de pinturas. Diríase que actuaban como si estuviesen rodeados por<br />

los testimonios de la opulencia; tal vez idealizaban interiores fastuosos, y eran felices en<br />

su solitaria oscuridad. Casi no salían a la calle. Acedo, a quien uno de los canónigos de la<br />

Colegiata enseñara a leer, deletreaba de tarde, para sus reunidos señores, alguna larga y<br />

deslomada novela de Caballerías, préstamo de un vecino bondadoso, y las horas se<br />

desgranaban con el constante chocar de lanzas y hundir de broqueles, requerir de<br />

damiselas y consolar de viudas, amores de Lanzarote, hazañas de Reinaldos, de Galvan,<br />

de Belianís de Grecia, etc., que yo escuchaba conmovido, pues esos episodios me<br />

transportaban a la isla de Avalón y a la memoria del duende Dindi y su verde caperuza.<br />

Don Diego esforzaba la voz, que de aflautada e infantil se fue mudando en grave, a<br />

medida que se prolongaban los años y que asomaba el bozo a su labio superior. Novelas<br />

y novelas; infinitos libracos de hojas descosidas, que en ocasiones, a causa del<br />

pergamino amarillento de las tapas resobadas, y de la humedad, la polilla y la mugre que<br />

empastaban su contenido, más parecían quesos rancios que textos de literatura, lo que<br />

dificultaba la tarea del torpe lector. ¡Cuántas novelas leyó el enano en aquel tiempo! Creo<br />

que no quedó ninguna en Santillana y sus contornos, sin que la consiguiera para<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 163<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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