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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Ascendió de esa suerte a una altísima ancianidad, metamorfoseado en un mascarón<br />

policromo, que aún circulaba por las calles de Santillana del Mar, abombando el pecho,<br />

hundiendo el vientre, caminando sin socorro de bastones, y meneando melancólicamente<br />

la cabeza, si se le comunicaba el deceso de otro cliente pecador. A la hueste pecaminosa<br />

se sumó a su turno, rodeado de tanta consideración que los vecinos no acertaban con la<br />

infracción culpable de su fallecimiento, y se repetían en el velatorio que los designios del<br />

Señor son inaccesibles. Tras él quedó un reguero de agua del Besaya y un reguero de<br />

fama de benefactor. Quizás el Dios de los cristianos lo admitía en su Gloria, porque fue<br />

un eficaz propagandista de sus principios; de no ser así, estoy seguro de que Osiris lo<br />

admitirá en la suya.<br />

Reinaba Felipe II en España, Portugal e innumerables dominios de allende los Océanos, la<br />

aciaga noche en que Lope abandonó este mundo, muy sorprendido de partir de él, ya<br />

que también el octogenario, algo reblandecido, había terminado por creer en la virtud de<br />

su elixir. Y reinaba Felipe III, menos enérgicamente que su antecesor, treinta años más<br />

tarde, el día tempestuoso en que abrió los ojos a la luz, en Santillana del Mar, el postrer<br />

descendiente de Ángulo. Tres decenios habían sido suficientes para rematar una estirpe<br />

originada en un personaje que si fecundo en ardides fraudulentos, no lo fue en la<br />

propagación dinástica. De sus hijos, sólo uno concibió posteridad, y ésta se concretó en<br />

una nieta que vinculó fugazmente a su destino oscilante el de un labrador, con lo cual se<br />

extinguió el brillo de la prosapia de la pluma anaranjada. Ni siquiera había casado con él<br />

la fornicadora mujerzuela, lo que se tradujo en que el efecto de su ilícita unión fuese<br />

irredimiblemente bastardo. Para colmo, salió enano, lo cual no le impidió llamarse, con<br />

exagerada suntuosidad, Don Diego de Acedo y Velázquez. La madre lo abandonó en edad<br />

temprana, desterrada de la adusta villa por la intolerancia de sus moradores, y Diego<br />

creció de tumbo en tumbo, hasta que, apenas adolescente, ingresó como criado, pinche o<br />

paje, o lo que se prefiera titularlo, en la casa de los Garay y Bracho, sus distantes<br />

deudos. Véase, pues, qué breve espacio alcanzó para que una familia iniciada bajo<br />

preclaros auspicios, rociada o habrá que decir ungida, en sus albores, por el agua de la<br />

inmortalidad, degenerase hasta tal punto que de la cumbre del Capitán se precipitó en el<br />

abismo del chiquirritico, decayendo no sólo jerárquica sino físicamente.<br />

Conviene aclarar cómo era el autodesignado Don Diego, para que se entienda su ulterior<br />

actuación. Medía la equivalencia de un metro veinte de altura, y esa dimensión estaba<br />

ocupada en buena parte por su busto, lo que reducía sus piernas y brazos a<br />

desproporcionadísima escala. Sobre columna tan reducida, situábanse una cabeza y un<br />

rostro de rasgos de inesperada guapeza, con castaños ojos, fina nariz, cejas de sutil<br />

diseño y cabello rubio, que los lustros oscurecieron hasta adoptar un oxidado color rojizo.<br />

Conducía el muchacho aquella estampa disforme como si fuera un Adonis o un Antínoo.<br />

Había que ver al presumido renacuajo avanzar por las calles de Santo Domingo, del<br />

Cantón y del Río, desde la casa de los Garay, camino de la Colegiata o de una de las<br />

residencias nobles, portador de un mensaje, con ceremonia y tiesura más propias de un<br />

embajador que de un fámulo recadero. Las mozas de cántaro, alguna cuchufleta le<br />

canturriaban al pasar, y él seguía, impertérrito, henchido de orgullo, conmigo, su<br />

herencia, suspendido de su cuello por una cadena de plata, pues ninguno de sus dedos<br />

poseía la consistencia y el grosor imprescindibles para acogerme. ¡Ay! en el curso de mi<br />

larga vida observé a vanidosos de la importancia más varia, desde el radiante Ramsés y<br />

el insoportable Alcibíades, al olímpico César; del Protostrator o Gran Escudero de<br />

Teodosio II, que arrastraba su manto con más pompa que el Basileus, a los<br />

empenachados paladines Amadís de Gaula, Palmerín de Oliva y al bello príncipe<br />

Sagramour de Constantinopla; de los venecianos Polo (con excepción del pobre Andrea),<br />

a los florentinos Livio Altoviti y Bindo Antinori; pero en ellos la vanidad se justificaba —si<br />

es justificable la vanidad— por razones que no cabe desmenuzar ahora, y que se<br />

comprenderán fácilmente. <strong>El</strong> caso de Don Diego de Acedo, cuya altanería fallaba por la<br />

base, se me presentaba como el más incomprensible, sin que ello significara que su<br />

altivez cedía frente a las de paradigmas tan excelsos; antes bien el enano, caricatura de<br />

hombre, los sobrepasaba en fatuidad, porque si para los otros la soberbia constituía un<br />

ingrediente de sus complejas personalidades, en la composición de la psicología de Don<br />

162 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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