Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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ponía en marcha la máquina visionaria, y allá desfilaba el empecinado gobernador de<br />
Puerto Rico, buscador de la Fuente; y allá Lope de Ángulo, muchacho, tajándose paso en<br />
el embrujo de la selva con el acero filoso; y allá los acechaban los aborígenes<br />
antropófagos, los venenosos ofidios, los fantasmas inimaginables, las plantas<br />
sanguinarias, dotadas de razón y de movimiento. Contra esa confabulación de tribus, de<br />
dragones y de espectros, luchaban Ponce de León y Lope de Ángulo. Sus compañeros<br />
habían caído, enzarzados en la ruta sañuda, de modo que apenas un puñadito consiguió<br />
alcanzar el calvero donde se ocultaba el río que concede la inmortalidad y la fuente que<br />
brinda la juventud, a la que reconocieron al punto por la intensa claridad a nada<br />
parecida, que de su fluir brotaba. De rodillas cayeron los sobrevivientes, para agradecer<br />
la infinita bondad del Señor. Luego brincaron en el agua y en ella se bañaron y de ella<br />
bebieron hasta saciarse. Ya no morirían, ni perderían el frescor de la mocedad, a<br />
menos... (porque, obviamente, habría un pero, una condición), a menos que cayesen en<br />
pecado mortal.<br />
—Miradme a mí —proclamaba el tuno—, y decidme si tengo sesenta y tres años.<br />
Lo contemplaban embelesados, ya que lo cierto es que tenía cuarenta y cinco, y si<br />
alguien, contando con los dedos, lo enfrentaba con su auténtica edad, encolerizábase<br />
Lope, subía el diapasón y respondía:<br />
—¿Me vais a decir a mí, a mí mismo, qué años tengo? Sesenta y tres cumplí el último<br />
agosto.<br />
Ponía los dedos en cruz y los besaba, y como había cuidado especialmente el físico<br />
retoque y el atuendo, para dichas ocasiones, y hacía relampaguear, abriéndolos mucho,<br />
sus negros ojos, el auditorio mandaba callar al interruptor, y requería al Capitán<br />
imperecederamente joven, que prosiguiese. Entonces Ángulo adoptaba el tono que<br />
conviene mejor a la confidencia, y revelaba lo que más podía encandilar al público y<br />
apremiar sus codicias, o sea que había conseguido salvar dos barricas plenas del líquido<br />
mágico, y que las había traído a Santillana (y en efecto, muchos recordaban su ingreso<br />
en la villa con el cuadrúpedo tamborileante y los toneletes), porque era de Santillana, y a<br />
Santillana quería por encima de cualquier pueblo, pues no lo había más noble, y deseaba<br />
que los de Santillana disfrutasen de su sensacional hallazgo. Menudeaban, como es<br />
lógico, el aplaudir y el festejar, y pronto la casa de la calle de las Lindas asistió a la<br />
paciente procesión de los candidatos al beneficio del agua indiana, que el buen Lope<br />
servía con cuentagotas, de sus barricas del Besaya, y cobraba a precios ajustados a las<br />
condiciones de los aspirantes. Presto se lo vio engordar (también a su tío Alfonso) y<br />
adquirir rubicundez y un aire de bien comido, de digestión saludable, recios músculos y<br />
serena conciencia, lo que contribuyó a la solidez legendaria de su juventud, e hizo que<br />
acudiesen de las vecinas poblaciones los sedientos de verdear y florecer y de no morir<br />
nunca, a cambio de no cometer un grave pecado. La Iglesia no pudo considerar con<br />
inquisitorial antipatía una campaña tan moralizante, y así se explica que fuese el propio<br />
Abad de la famosa Colegiata quien bendijo el enlace del capitán Lope de Ángulo con una<br />
dama de la familia de Bracho, emparentada con los linajes empingorotados de la<br />
comarca. Otorgóle ella varios hijos y, ya setentón, todavía insistía el al fin caballero de<br />
pro en el privilegio de su victoria sobre el tiempo, para lo cual recurría a cuanto afeite,<br />
tintura, depilación y demás artificios manejaba, que si en aquella época hubiesen existido<br />
los cirujanos de Mrs. Vanbruck, distinto y muy superior hubiera sido el fruto de sus<br />
afanes. Con todo, el excelente hombre se defendía. Lo apreciaban doquier; doquier<br />
reclamaban su presencia, pues nadie sabía aderezar como él una anécdota, ni dominaba<br />
tanto la ciencia de la América remota y sus arcanos. Fueron envejeciendo y muriendo los<br />
favorecidos por el cuentagotas, y hubo que deplorar que su conducta escondida<br />
malograse los efectos del agua encantada. A pesar de las defunciones y decrepitudes,<br />
siempre hubo pretendientes a sus ventajas tentadoras; jamás se agotó el contenido de<br />
las barricas; y hasta el término de sus días, maquillado como la cortesana Pantasilea,<br />
aunque más semejante a las máscaras trágicas de Aristófanes, el Capitán persistió<br />
esgrimiendo el cuentagotas, y yo permanecí en su anular, mientras distribuía un caudal<br />
de sueños superior al utilizado por los soñadores del palacio de Marco Polo.<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 161<br />
<strong>El</strong> escarabajo