Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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peregrinaciones americanas que ahora pintaba con natural fluidez. Ni siquiera la tarde en<br />
que a bordo fue reconocido por el marinero, y simultáneamente evocaron las peripecias<br />
del saqueo de Roma, que para desventura de Ángulo, tentado por el juego, culminarían<br />
en su despojo, mencionó su participación en viajes de tan osada grandeza, y no bien<br />
desembocamos en la spledumbre rural de Santillana, resultaba que el Capitán había sido,<br />
con ubicuidad milagrosa, el intrépido sobreviviente de las más variadas y afamadas<br />
expediciones. Hablaba de amazonas, pigmeos, gigantes, orejones, de individuos con<br />
patas de avestruz; de peces cantores; de serpientes con plumas; de esmeraldas<br />
colosales; de techos y columnas de oro macizo; de hombres desnudos bruñidos con oro;<br />
de ríos de tal anchura que de una margen no se distinguía la opuesta; de pétreos dioses<br />
esculpidos, narices achatadas y colmillos feroces, que emergían del secreto selvático,<br />
estremecido por el clamoreo de animales inciertos... Hablaba..., hablaba de espantos, de<br />
pasmos, de estupefacciones, de quimeras, simplemente, casi candorosamente, sin<br />
recurrir al alarde, como si fuesen cosa cotidiana, y los cántabros, lo mismo la gente de<br />
alcurnia que la gente mísera, lo atendían con la pasión por lo insólito con que sus abuelos<br />
de pasados siglos rodearon a los juglares y clérigos trotamundos, que ganaban su<br />
pitanza contando de unicornios, de hadas o de ermitaños que convivían con demonios y<br />
con querubes. <strong>El</strong> hambre de lo sobrenatural, que no es lo extraterreno teológicamente<br />
facilitado por la Iglesia (aun cuando ésta se pueda interesar, azarosamente, por el santo<br />
dedo de Febo di Poggio), sino lo que brota, novelesco, complicado, imposible, pero<br />
sazonador de las imaginaciones con las pimientas y especias más extrañas de la humana<br />
perversión febril, continuaba ejerciendo su íntegro dominio sobre la urgencia de olvidar la<br />
podredumbre destructora, que produce la monotonía de la vida sin horizonte y sin<br />
aventura. Comprendí que Lope de Ángulo explotaba esa necesidad de evasión, acentuada<br />
por el inmenso tedio pueblerino. La pluma anaranjada de su gorro volaba sobre los<br />
caserones y la campiña, sobre el paisaje bello como una miniatura medieval, a manera<br />
de un ave de incomparable prestigio, nacida en la América de los magníficos enigmas,<br />
harto más extraordinaria que la isla de Avalen (tan Cóte-d'Azur) que conocí, y que los<br />
ángeles y diablos a quienes vi actuar como pilotos aviadores y como ilusionistas de<br />
teatro, en la cueva de los Durmientes.<br />
<strong>El</strong> <strong>Escarabajo</strong> rarísimo, fijo en el dedo del Capitán, a cada instante, como una brújula<br />
hechizada, señalaba el Norte de la triunfal Invención, y poco tiempo le bastó a su<br />
ardidoso dueño para apoderarse de Santillana, gracias a la fascinación de lo mirífico, que<br />
puso al alcance de todos por apenas unas monedicas. Entendí entonces la razón del agua<br />
subrepticiamente sacada del vecino río Besaya, y que colmaba las dos pequeñas barricas<br />
con las que Lope entró en la villa, conduciéndolas a lomo de mulo, por único y modesto<br />
caudal. Y a pesar mío, lo admiré.<br />
Lo previo había sido una introducción sagaz, elaborada en el transcurrir de una semana,<br />
con el aporte escenográfico de cuanta maravilla produjeron los desvaríos y las patrañas<br />
de cartógrafos, navegantes, conquistadores, iluminados y pícaros, vinculados con la<br />
barroca seducción de América: Lope lo había cosechado en charlas de campamento y de<br />
taberna, pues yo me jugaría mi sol de ágata a que jamás surcó el Mar Tenebroso que lo<br />
separaba del ámbito de tan engañosas elucubraciones. Ahora había sonado el momento<br />
de declamar el gran monólogo resultante, frente a distintos públicos, maduros ya para<br />
valorarlo. Y Lope narró la historia de sus andanzas en pos de Juan Ponce de León, el que<br />
por fin había hallado, en el corazón de una selva florida, el río rejuvenecedor de cuya<br />
corriente nacen los que apodan «árboles de la inmortalidad» y en cuyo centro mana la<br />
Fuente de Juvencia que auguraron los estudiosos, varias centurias antes. Oyéronlo,<br />
embobados, la aristocracia y el vulgo de Santillana del Mar, y unánimemente le rogaron<br />
que les narrara más y más, porque eso superaba en ilusión y en esperanza todo lo que<br />
hasta entonces les refiriera. ¡Con qué arte lo hizo! ¡Qué lejos dejó, en su destreza<br />
elocuente, al pintor Nicéforo, cuando detallaba los esplendores de Bizancio ante los<br />
Exacustodios, y amontonaba mentiras! ¡Esto sí valía la pena! Sentado bajo el cobertizo<br />
de la fuente (a la que la descripción de la fuente de Ponce había desacreditado bastante),<br />
o acomodado en una silla de caderas, en el estrado de alguno de los hidalgos del lugar —<br />
apellidáranse López de Mendoza, Valdivieso, Barreda, Estrada, Tagle, Velarde o Cossío—,<br />
160 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo