Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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haciendo sonar las espuelas. Había bebido en exceso; su voz desagradable chirrió:<br />
—¡Ahora me venderás la sortija, la sortija hija de puta, que le haré tragar a Bianca!<br />
Y le tiró a la cara unos ducados. Abalanzáronse sobre ellos los mendigos, y Febo explotó<br />
el bullicio y la tremolina para brincar sobre los pordioseros que rastreaban el oro, y<br />
escabullirse, sorteando los tenderetes y los grupos de paseantes, hacia la margen<br />
opuesta, la del palacio Pitti, todavía a medio construir. <strong>El</strong> Gato intentó perseguirlo,<br />
tambaleándose, mas pronto renunció, rodeado por el coro de carcajadas de sus amigos.<br />
Ya solo, si bien no cesaba de golpearle el corazón, Febo se sentó en un banco adherido al<br />
palacio y reflexionó. Es probable que pensara en la obligación de disparar de Florencia en<br />
seguida, pues Livio era un enemigo peligroso. Consiguientemente, habrá recordado el<br />
convite que esa misma mañana le formulara un anciano solterón de la ilustre familia de<br />
Sassetti, de visitarlo en su casa, y a ella se encaminó, en las inmediaciones del célebre<br />
palacio de los Strozzi, con la expectativa de conseguir el dinero preciso. ¡Desgraciado<br />
Febo di Poggio! No cabía escoger un puerto peor para su naufragio, pero es patente que<br />
estaba trazado su destino, y que aunque hubiese dependido de él seleccionar otro, no<br />
hubiera escapado a su suerte, la cual lo hubiese arrinconado y hostigado donde fuera. A<br />
la casa de Sassetti se fue, ligero el ánimo y alerta la esperanza, y doscientos metros<br />
antes de llegar, caída la noche, al pasar delante de la iglesia de San Pietro Buonconsiglio,<br />
que ya no existe, de su portal saltó, porque estaba escrito que así sucediera, erizado,<br />
siniestro, arañante, a modo de un gran gato negro de ojos incandescentes, Livio Altoviti.<br />
<strong>El</strong> miedo inmovilizó a mi amo. Dos saltos más y un chillido le bastaron al Gato, que olía a<br />
vino y a transpiración, para lanzarse sobre él, y clavarle varias veces en el pecho la daga<br />
filosa. Le tapó la boca con la mano, ahogando sus gritos, y entonces al sofocado vociferar<br />
de Febo se agregó el suyo, su rugir, porque el muchacho lo mordió mientras pudo.<br />
Abriéronse unas ventanas en el contorno, Altoviti arrastró al moribundo hasta el portal de<br />
la iglesia, y con una estocada lo ultimó. Allá trató de quitarme del índice de Febo, sin<br />
conseguirlo por su torpeza y nerviosidad, y entretanto, a la distancia, comenzaron a<br />
brillar unas antorchas que atraía el tumulto. Vomitando, aterrado y frenético, cortó el<br />
dedo con el puñal, lo hundió en la escarcela que colgaba de su cinto, volvió las espaldas<br />
a las teas, y se metió en la sombra.<br />
De esa manera sañuda, abandonado y mutilado, concluyó la meteórica carrera de Febo di<br />
Poggio. Si por algo deploré su fin trágico, es porque la Belleza, que de los egipcios<br />
aprendí y que me enseñó Miguel Ángel, para mí constituye un culto fundamental; y de la<br />
del infortunado Febo, que fue notable, queda la certificación en el dibujo de la serie de la<br />
Duquesa de Brompton, en Belgrave Square, y en la Victoria del palacio florentino, aun<br />
cuando únicamente yo sé que de él se trata. ¡La victoria!, ¡qué ironía!, ¡mísero Febo! Los<br />
vecinos de San Pietro Buonconsiglio, azorados, al claror de las antorchas descubrieron su<br />
cuerpo sangriento y retorcido, su rostro convulso, irreconocible, y lo retiraron<br />
piadosamente. Agazapado en la tiniebla, el Gato sintió entonces que la pequeña bolsa<br />
bordada se movía contra su cadera. En efecto, en su interior, el dedo cercenado se<br />
movía, para su horror y el mío. Que no se me exija una explicación, porque no sabría<br />
brindarla; tal vez fuese el póstumo reflejo de contracciones, pero lo dudo; quizá la causa<br />
de aquella crispación fuera más misteriosa e impenetrable. <strong>El</strong> índice izquierdo de Febo,<br />
bañado en sangre, se contraía y sobaba el costado de Altoviti. Éste, loco de pavor,<br />
arrancó la escarcela de su cintura y la tiró en el atrio; huyó después, y yo quedé unido a<br />
ese dedo suelto y oscilante, que poco a poco se detuvo.<br />
¡Ah, Dioses! ¡qué tremenda noche pasé en su extraña compañía! ¡Qué no medité y<br />
analicé, acerca de la fugacidad de la aventura humana, y acerca (pero esto no es nada<br />
original) del hado infeliz de los hermosos! ¿Qué me aguardaría ahora?<br />
Al amanecer, cuando repicaban para la primera misa, apareció por San Pietro un<br />
limosnero, un mudo que solicitaba la caridad con guturales gruñidos. Rezaban en la<br />
iglesia las beatas matutinas, en el instante en que el mudo vio la escarcela. La recogió<br />
ávidamente, y al abrirla y volcar lo que encerraba, encontró sobre su palma un dedo<br />
cortado, con un anillo azul. Fue tal su bramido y tales sus espantadas blasfemias, que las<br />
devotas y los monaguillos salieron desalados, exclamando:<br />
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡<strong>El</strong> mudo de San Pietro habla! ¡Milagro!<br />
156 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo