Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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porque en el taller se hablaba con desgano de la eventualidad de ese viaje, y<br />
regularmente se lo descartaba. Regresó en breve el inquieto maestro, y retomó la<br />
iniciada obra como si ningún tropiezo la hubiese detenido. <strong>El</strong> mocito no se habrá<br />
percatado de una alteración, muy imperceptible, en la actitud de Miguel Ángel hacia él,<br />
pero yo discerní algo nuevo en la atmósfera, no obstante que al parecer la relación<br />
conservaba la habitual cariñosa índole. Tornaron a proliferar los diseños; tornaron a<br />
rescatarse, del pétreo espesor, los contornos de un cuerpo, el cual, y eso es curioso,<br />
participaba a un tiempo de la sólida fuerza viril y de cierta delicadeza femenina, en la<br />
artificiosa blandura con que la mano derecha se curvaba sobre el hombro, para asir el<br />
extremo de una tela que encima de la espalda pendía y que era prácticamente inútil,<br />
pues exhibía el muchacho su íntegra desnudez. Y, a medida que transcurrían los meses,<br />
se advirtió, paso a paso, como un gradual e inconsciente avance, que en los dibujos y en<br />
la estatua los rasgos de Febo di Poggio eran reemplazados, con tan hábil acierto que<br />
resultaba imposible indicar dónde residía con exactitud la conversión, por otros rasgos<br />
equiparablemente jóvenes y bellos. Aquello era tan sutil, que ni Febo ni yo nos dimos<br />
cuenta de la invasión pausadísima, hasta que fue demasiado tarde. Sin duda la Victoria,<br />
el Genio de la Victoria (que tras varias idas y vueltas, se encuentra en el Salón de los<br />
Cinquecento de la Señoría florentina), lo representa a Febo, pero también representa a<br />
otro. Todavía ignorábamos en aquella época la existencia de Messer Tommaso de<br />
Cavalieri, a quien Miguel Ángel había conocido durante su última estada en Roma, del<br />
joven patricio que, en el curso de su larga vida, no se apartaría de él, hasta cerrarle los<br />
ojos, y que la iluminó con su bondad generosa. Tommaso compone con Febo, puedo<br />
asegurarlo, la alegoría de la Victoria, que mezcla los elementos positivos con los<br />
negativos, y que es también la alegoría de la Juventud. Mientras Messer de Cavalieri<br />
crecía en el secreto de la estatua, asumiendo, si era menester, la máscara de Febo,<br />
crecía simultáneamente en el corazón de Miguel Ángel. Y a tal grado alcanzó su posesión,<br />
que luego de un viaje más, el artista terminó por radicarse en Roma y no regresar nunca<br />
más a Florencia. Como cuando había huido a Venecia con su discípulo Antonio Mini, Febo<br />
se desesperó, mas supuso que al cabo de un tiempo retornaría, pero el hecho de que el<br />
criado y las dos criadas levantasen la casa, al refirmarle la gravedad de la situación, casi<br />
lo enloquece. Valoró cuánto había perdido y qué erróneo había sido su proceder, y unos<br />
días anduvo vagando por Florencia. Desvariaba, lloraba y gastaba tontamente su escaso<br />
dinero. Al fin tuvo que encararse con la realidad, y a punto se halló de venderme; sin<br />
embargo se sobrepuso y resolvió reconquistar al viejo artista. Necesitaba para ello<br />
renovar su aspecto y su ajuar, desmejorados por el desorden, y trasladarse a Roma. Aún<br />
tenía por casa la de la vía Mozza, solitaria y vacía; en ella recobró el laúd de Pantasilea, y<br />
pese a que no lo tañía como Vincenzo Perini, rehízo el camino del Ponte Vecchio, y tal<br />
como cuando con Vincenzo reía y cantaba, se situó entre los truhanes y los falsos<br />
tullidos, y levantó en el centro de quienes imploraban la limosna, su dulce voz. La<br />
tristeza de sus endechas enternecía a los paseantes. Sus cortos años se nimbaban de<br />
una leve melancolía, enmarcada por el cabello rubio, que para economizar usaba más<br />
largo, y aunque, de tanto en tanto, aparecían en el puente Bianca Salviati y los partícipes<br />
de sus antiguas juergas, deseosos de rescatarlo, y alguna dama o algún caballero de<br />
edad, a quienes les hubiera gustado llevárselo a sus casas e incorporarlo<br />
momentáneamente a sus vidas, Febo rehusaba sus propuestas, con graciosa pesadumbre<br />
un poco teatral, suspiraba, gorgoriteaba, se quejaba en versos acompasados, y recogía<br />
las monedas con inclinaciones señoriles. Hasta que un atardecer, entró en el Puente Viejo<br />
el séquito de Pantasilea. Nadie faltaba en torno, ni sus aristocráticos galanes que de todo<br />
se burlaban, ni las Gorgonas, ni las servidoras portadoras de abanicos de plumas de pavo<br />
real y de un quitasol superfluo. Echaba lumbre su roja cabellera; las joyas la cubrían, y<br />
llevaba en brazos al antipático perrito maltes, que apagó el canto de Febo con sus<br />
ladridos. Detuviéronse frente al muchacho; la meretriz fingió no reconocerlo, pero las<br />
brujas, como obedeciendo a una orden previa, se arrojaron sobre el pobre mozo, y le<br />
arrebataron el laúd, en tanto los demás rompían a reír y a prodigar las obscenidades. Se<br />
adelantaron la cetrina delgadez y el terciopelo negro de Livio Altoviti, del Gato Altoviti,<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 155<br />
<strong>El</strong> escarabajo