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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Ángel, que la había defendido, debió ocultarse. Saquearon su casa de la vía Mozza, en la<br />

que subsistieron las estatuas por inamovibles, mientras que él, en lo más recóndito del<br />

campanario de San Niccoló d'Oltrarno, temblaba por la suerte de sus obras, y<br />

multiplicaba los dibujos que allí le inspiraba Febo, quien temblaba por sus huesos y su<br />

piel. Fue entonces, entre aquellas campanas, aquellas palomas ateridas y aquellos<br />

religiosos compasivos, cuando se le ocurrió a nuestro maestro esculpir una figura de la<br />

Victoria, la cual no sería ubicada en el recinto de los Duques Médicis, porque era grande<br />

su aversión a dichos señores, símbolos de la supremacía despótica, sino en la tumba<br />

siempre postergada del Papa Julio II, el primero que le encargó las pinturas de la Sixtina,<br />

y le permitió acometer con independencia total esa arriesgadísima empresa, de la cual<br />

salió airoso. Mas para él desechando la costumbre y el prejuicio que provienen de las<br />

culturas clásicas, la Victoria no era una alada mujer enérgica; era un vigoroso muchacho<br />

desnudo; y Febo, que en su crecimiento había evolucionado del paje frágil al mozo<br />

atlético de recios músculos, se adecuaba justamente a la dominadora alegoría que<br />

imaginaba Buonarroti. Tenía que ser así: cada uno de nosotros forja sus mitos, de<br />

acuerdo con sus inclinaciones innatas, con frecuencia inescrutables. Y en aquel momento,<br />

Miguel Ángel no separaba los conceptos de Febo y de Victoria. Veía, pues, al Triunfo,<br />

como un Febo, Adonis heroico, de pie, que hincaba una rodilla sobre la espalda de un<br />

hombre mayor, vencido, yacente, barbudo. Ignoro si se percataba de que el derrotado<br />

era él, Miguel Ángel; quizá no lo advirtiese, cegado por el ritmo estético de la<br />

composición; y le pareciera obvio, por lo demás, que la Juventud redujera a la Vejez; lo<br />

que acaso no percibiese todavía es que él encarnaba a la Ancianidad. Habló de la<br />

escultura en San Niccoló, y habló cuando ya se había mudado de la eclesiástica torre al<br />

claustro de San Lorenzo, y a la casa de un Figiovanni que le salvó la vida, pues lo<br />

buscaban para asesinarlo.<br />

Por fin vinieron el perdón y el salvoconducto papal, y pudo regresar a su casa. La<br />

desesperación por lo robado, ya que tan codiciosamente cuidaba sus dineros; la obsesión<br />

que no lo abandonó jamás, de que en Florencia, la bienmarcada, habían pretendido<br />

matarlo; y las preocupaciones emanadas del inconstante Febo, que sin aviso se hacía<br />

humo con Bianca Salviati o con algún muchacho, pesaron sobre la fatiga y el desaliento<br />

para que Miguel Ángel enfermara. Habían vuelto a su lado, a la sazón, Montorsoli y<br />

Montelupo, porque Mini partió para Francia, y con Febo apenas se podía contar. Los<br />

delirios del maestro fueron terribles. Las formas tortuosas, de colores sombríos que lo<br />

acosaron, reaparecerían en su Juicio Final, pero entre ellas blanqueaba, como arrastrada<br />

por carros lentos, la limpidez de los mármoles logrados o soñados, los Esclavos, el Baco,<br />

las Piedades, una confusión de vacilantes apariencias, en medio de las cuales avanzaba,<br />

puro y avasallador, el Febo de la Victoria.<br />

En cuanto le fue posible, postergando la tarea de la Sacristía, que el Papa Clemente<br />

Médiciséis le urgía terminase, cogía los instrumentos de labor y dibujaba, dibujaba a<br />

Febo, a despecho del reposo recomendado. En ocasiones, recriminábale las huellas de su<br />

vida disoluta, que le adelgazaban la cara ojerosa, pero el mancebo se echaba a reír,<br />

hinchaba el pecho, afirmaba los muslos que elogiaría Maggie tírompton, alzaba la<br />

enrulada cabeza de pelo corto, y le ofrecía la postura que mejor hacía resaltar sus<br />

méritos, pues lo que más podía halagar a su soberbia era que el primer artista del siglo<br />

inmortalizase ese cuerpo del cual tanto se jactaba. Pronto acicateó a Miguel Ángel la<br />

ansiedad de plasmar en la piedra las formas que estudiara y acariciara con ofuscado<br />

ahínco. <strong>El</strong>igió un bloque de Carrara de alrededor de dos metros y medio de altura, y<br />

empezó a tallarlo. Pero algo aconteció que modificó las características de la estatua. Se<br />

originó entonces, entre escultor y modelo, una riña de espectacular violencia, ocasionada<br />

por una de las amigas de Bianca Salviati, quien trajo al muchacho una noche,<br />

completamente ebrio, a la casa de la vía Mozza, donde el maestro lo aguardaba sin poder<br />

dormir. Al día siguiente, Buonarroti no dirigió una palabra al que, borracho, seguía de<br />

bruces en la cama y partió para Roma. Cuando ebo se despabiló y refrescó, lo enteró el<br />

criado de que su amo debía tratar en la Ciudad Eterna, con el Duque Francisco María<br />

della Rovere, pariente del Papa Julio II, lo relativo al nuevo contrato de la tumba<br />

pontificia, pero yo sabía requetebién que el culpable de la ausencia precipitada era Febo,<br />

154 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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